– Li Lien-ying -susurré.
Mi eunuco no contestaba y aquello era raro; Li Lien-ying tenía un sueño ligero; podía oír la caída de una hoja de un árbol que estuviera al otro lado de la ventana. ¿Qué le ocurría? Recordaba que el monje principal le había invitado a un té después de cenar.
– ¡Li Lien-ying!
Me senté y lo vi en un rincón.
Dormía como un tronco. ¿Le habría puesto el monje algo en el té?
Me puse la túnica y crucé la habitación. Zarandeé al eunuco y me respondió con un fuerte ronquido. Tal vez estuviera demasiado cansado.
Decidí salir a inspeccionar el patio. Sentía miedo, pero aún me asustaba más quedarme con las dudas. La luna brillaba, el patio parecía como cubierto de una capa de sal y el viento transportaba un aroma de laurel. Justo cuando pensé en la paz que reinaba, vi una sombra escabullirse detrás del arco de una puerta. ¿Me habrían traicionado mis ojos debido a la luz de la luna? ¿O mis nervios?
Volví a la habitación y cerré la puerta. Me subí a la cama y miré por la ventana. Delante de mí había un árbol con un grueso tronco. En la oscuridad, el tronco cambiaba de forma. En un momento parecía un vientre y al rato, un brazo. Mis ojos me estaban engañando. Había gente en el patio; se ocultaban detrás de los árboles. Desperté a Nuharoo y le expliqué lo que había visto.
– Ves un soldado detrás de cada brizna de hierba -se quejó Nuharoo mientras se vestía.
Mientras yo vestía a Tung Chih, Nuharoo fue a despertar a Li Lien-ying.
– El esclavo debe de estar borracho -exclamó-. No se despierta.
– Algo va mal, Nuharoo.
Le abofeteé y al final se despertó, pero cuando intentó caminar, las piernas le flaquearon. Estábamos horrorizadas.
– Preparaos para correr -anuncié.
– ¿Adónde podemos ir? -preguntó Nuharoo presa del pánico.
No conocíamos la zona. Aunque consiguiéramos salir del templo, podíamos perdernos por la montaña. Si no nos atrapaban, podíamos morirnos de hambre. Pero ¿qué nos ocurriría si nos quedábamos allí? Por el momento no me cabía duda de que el monje principal era un hombre de Su Shun. Yo debía de haber insistido en que los porteadores se quedaran con nosotras.
Cuando abrí la puerta, le dije a Tung Chih que se abrazara fuertemente a mí. La montaña empezaba a revelar su forma bajo la luz que precede al alba. El viento sonaba en los pinos como una marea apresurada. Los cuatro caminamos por un pasillo y pasamos por una puerta en forma de arco. Seguimos un camino apenas visible.
– Esto nos conducirá al pie de la montaña -afirmé, aunque no estaba segura.
No tardamos mucho en oír las pisadas de nuestros perseguidores.
– Mira, Yehonala, nos has metido en un buen lío -gritó Nuharoo-. Podíamos haber pedido ayuda a los monjes si nos hubiéramos quedado en el templo.
Yo arrastré a Nuharoo conmigo mientras Li Lien-yin hacía esfuerzos por caminar con Tung Chih a la espalda. Corrimos lo más rápido que pudimos y de repente nos salió al paso un grupo de hombres enmascarados.
– Dales lo que quieren -le ordené a Nuharoo suponiendo que eran bandidos.
Los hombres no hicieron ningún ruido, pero estrecharon el cerco.
– ¡Tomad, tened nuestras joyas! -les ofrecí-. ¡Cogedlo todo y dejadnos ir!
Pero los hombres no querían nada de eso. Se abalanzaron sobre nosotros y nos ataron con cuerdas. Nos metieron pedazos de algodón en la boca y nos vendaron los ojos.
Me encontraba metida en un saco de yute atado a un poste y estaba siendo transportada a hombros de los hombres. La venda se me había caído durante el forcejeo, aunque aún tenía la boca llena de algodón. Veía luz a través del tosco tejido del saco. Los hombres bajaban con dificultad las colinas y supuse que no eran bandidos, pues estos tendrían las piernas más fuertes y acostumbradas a la rudeza de aquel terreno.
Había confiado en que el príncipe Kung nos protegiera, pero parecía que Su Shun lo había burlado. Si era lo que parecía, no había modo de escapar.
Creía que Nuharoo tendría una oportunidad de salir con vida, pero ¿y Tung Chih? ¡Qué sorprendentemente fácil le había resultado a Su Shun dar un golpe de Estado! Sin ejército ni armas, sin derramamiento de sangre; con solo unos pocos hombres disfrazados de bandidos. Nuestro gobierno era un dragón de papel que solamente servía para los desfiles. La Era de la Felicidad Auspiciosa era un chiste. ¡Cómo se sentiría el emperador Hsien Feng ahora que Su Shun había revelado sus verdaderas intenciones!
Las ramas golpeaban contra el saco. En la oscuridad aguardaba expectante algún ruido de Tung Chih, pero fue en vano. ¿Lo ejecutarían? No me atrevía a pensar en nada. Por el ángulo del palo, podía decir que nos encontrábamos en un terreno menos pronunciado.
Sin previo aviso me dejaron caer y choqué contra algo que parecía un tronco de árbol. Me di con la cabeza contra una superficie dura y el dolor fue terrible. Oí hablar a varios hombres y luego, pasos que se acercaban. Me arrastraron sobre hojas secas y me arrojaron a lo que parecía una zanja.
La tela de mi boca estaba empapada de saliva y al final se me cayó. No me atrevía a pedir ayuda; temía que si lo hacía, adelantaría mi fin. Intenté prepararme para lo peor, pero me atenazó una sensación demoledora: no podía morir sin saber dónde estaba Tung Chih. Intenté desgarrar el saco con los dientes, pero con las manos atadas a la espalda era inútil.
Oí pasos sobre las hojas secas. Alguien se acercó y se detuvo a mi lado. Intenté mover las piernas y ponerme en mejor posición para defenderme desde dentro del saco, pero también las tenía atadas. Podía oír la respiración de un hombre.
– ¡Por el amor del cielo, perdonad a mi hijo! -grité, y luego me encogí.
Imaginaba el cuchillo cortando el saco y el frío metal clavándose en mi carne.
Nada de eso sucedió; en cambio oí más ruido de pasos y el choque de armas metálicas. Hubo un grito ahogado y luego algo, un cuerpo, cayó sobre mí.
Durante un momento se hizo el silencio. Después, a lo lejos, llegó el sonido de cascos de caballos y gritos de hombres.
No conseguía decidirme; no sabía si debía guardar silencio o pedir ayuda. ¿Y si eran los hombres de Su Shun que venían a asegurarse de que estaba muerta? Pero ¿y si eran los hombres del príncipe Kung? ¿Prestaría alguien atención a un saco de yute tirado en una zanja debajo de un cuerpo?
– ¡Tung Chih! ¡Tung Chih! -grité.
Al cabo de un momento, un cuchillo abrió el saco y pude respirar bajo la luz del sol.
El cuchillo lo sostenía un soldado con el uniforme de la Guardia Imperial que estaba de pie ante mí, atónito.
– ¡Majestad! -exclamó arrojándose al suelo.
Quitándome las cuerdas de las manos y los pies, le pregunté:
– Levántate y dime quién te manda.
El soldado se levantó y señaló detrás de él. A unos pocos metros, un hombre a caballo volvió la cabeza.
– ¡Yung Lu!
Desmontó y cayó de rodillas.
– ¡Casi me convierto en fantasma! -grité llorando-. ¿O es que ya lo soy?
– Hablad; así lo sabré, majestad -me pidió Yung Lu.
Yo me vine abajo.
– Majestad -murmuró-. Es la voluntad del cielo que hayáis sobrevivido -dijo enjugándose la frente.
Intenté salir de la zanja, pero mis rodillas me traicionaron y me caí. Yung Lu me cogió del brazo. El contacto con su mano me hizo llorar como una niña.
– Podría haber sido un fantasma hambriento -me lamenté-. He dormido poco, no he comido nada en todo el día ni bebido una gota de agua. Ni siquiera estoy vestida como es debido; he perdido los zapatos. Si hubiera tenido que encontrarme con los antepasados imperiales, se habrían sentido muy avergonzados al recibirme.