Recordé que se había quedado en silencio, pero su expresión me decía claramente que desaprobaba mi conducta. Cuando por fin decidí salir y caminar al lado de los porteadores, se horrorizó. Me hizo saber que se sentía insultada, lo cual me obligó a volver al palanquín.
– No me mires como si hubieras descubierto una nueva estrella en el cielo -me dijo atándose el cabello-. Deja que comparta contigo una enseñanza de Buda: Tener algo es no tener nada en absoluto.
Aquello no tenía ningún sentido para mí. Nuharoo movió la cabeza con lástima.
– Buenas noches y que descanses, Nuharoo.
Ella asintió.
– Envíame a Tung Chih, por favor.
Yo quería pasar la noche con mi hijo después de estar separados durante tanto tiempo, pero conocía a Nuharoo. En lo tocante a Tung Chih, su voluntad era la que mandaba. Me quedé allí de pie sin ninguna oportunidad.
– ¿Puedo enviártelo después de su baño?
– Sí -respondió, y me di media vuelta para irme.
– No intentes subir muy alto, Yehonala -me aconsejó su voz a mis espaldas-. Abraza el universo y abraza lo que venga a ti. No tiene sentido luchar.
Cuando el príncipe Kung salió de Pekín para Miyun, dejó que yo terminara la última parte del decreto que condenaba a Su Shun. La ciudad estaba a veinticuatro kilómetros de la capital y era la última parada de la procesión antes de su llegada. Su Shun y el ataúd de Hsien Feng debían llegar a Miyun a primera hora del mediodía.
Se ordenó a Yung Lu que regresara con Su Shun y que permaneciera cerca de él. Su Shun supuso que todo estaba saliendo según lo previsto y que yo, su mayor obstáculo, había sido eliminada.
Su Shun se encontraba ebrio cuando la procesión llegó a Miyun. Estaba tan emocionado ante sus propias perspectivas que ya había empezado a celebrarlo con su gabinete. Se vio a prostitutas locales que corrían alrededor del féretro imperial y robaban ornamentos. Cuando el general Sheng Pao saludó a Su Shun en las puertas de Miyun, este último anunció mi muerte con gran júbilo.
Al recibir una fría respuesta por parte de Sheng Pao, Su Shun miró a su alrededor y vio al príncipe Kung, que no estaba lejos del general. Su Shun ordenó a Sheng Pao que echara al príncipe Kung, pero Sheng Pao no se inmutó.
Su Shun se volvió hacia Yung Lu, que estaba detrás de él, y este tampoco se movió.
– ¡Guardias! -gritó Su Shun-. ¡Llevaos al traidor!
– ¿Tenéis un decreto para hacerlo? -preguntó el príncipe Kung.
– Mi palabra es el decreto -fue la respuesta de Su Shun.
El príncipe Kung dio un paso atrás y el general Sheng Pao y Yung Lu avanzaron. Su Shun imaginó lo que se le avecinaba.
– No os atreváis. Me ha nombrado su majestad. ¡Soy la voluntad del emperador Hsien Feng!
Los guardias imperiales rodearon a Su Shun y a sus hombres. Su Shun se puso a gritar:
– ¡Os colgaré a todos por esto!
A una señal del príncipe Kung, Sheng Pao y Yung Lu prendieron a Su Shun por los brazos. Su Shun se debatió y pidió ayuda al príncipe Yee. El príncipe Yee llegó corriendo con sus guardias, pero los hombres de Yung Lu los interceptaron. El príncipe Kung sacó un decreto amarillo de una de sus mangas.
– Aquel que se atreva a contrariar una orden del emperador Tung Chih será ejecutado.
Mientras Yung Lu desarmaba a los hombres de Su Shun, el príncipe Kung leyó lo que yo había escrito:
– El emperador Tung Chih ordena que Su Shun sea arrestado de inmediato. Su Shun ha sido hallado culpable de organizar un golpe de Estado.
Encerrado en una jaula sobre ruedas, Su Shun parecía una bestia de circo cuando el desfile de la pena reanudó su viaje desde Miyun hasta Pekín. En nombre de mi hijo, informé a los gobernadores de todos los Estados y provincias del arresto de Su Shun y su expulsión del cargo. Le notifiqué al príncipe Kung que consideraba crucial ganar también en el campo moral. Necesitaba conocer la opinión de mis gobernadores para poder recuperar la estabilidad. Si reinaba la confusión, quería ocuparme de ello en aquel mismo instante. An-te-hai me ayudó en la empresa, incluso aunque había sido liberado del excusado de la prisión imperial solo pocos días antes. Estaba lleno de vendajes pero feliz.
De toda China llegaron comentarios sobre el arresto de Su Shun. Me alivió mucho saber que la mayoría de gobernadores estaban de mi lado. A quienes tenían dudas les elogié por su sinceridad. Dejé bien claro que querían que se dirigieran a mí con toda sinceridad, por mucho que contradijeran mi visión personal de Su Shun. Quería que los gobernadores supieran que estaba preparada para escuchar y más que dispuesta a tomar una decisión sobre el castigo de Su Shun siguiendo sus recomendaciones.
Poco después, los dos secretarios, que representaban la justicia civil y en un principio estaban del lado de Su Shun, lo denunciaron. Fue entonces cuando el general Tseng Koufan y los ministros y gobernadores chinos me expresaron su apoyo. Los llamaba «los veletas» porque habían observado detenidamente de qué lado soplaba el viento antes de comprometerse. Tseng Kou-fan criticó la «grave falta histórica» de Su Shun. Imitando a Tseng, siguieron a los gobernadores de las provincias del norte. Expresaron su desacuerdo sobre el hecho de que Su Shun hubiera excluido al príncipe Kung y propusieron que el poder recayera sobre la emperatriz Nuharoo y sobre mí.
En cuanto Su Shun llegó a Pekín, empezó el juicio, presidido por el príncipe Kung. Su Shun y la banda de los ocho fueron hallados culpables de subversión contra el Estado, que era una de las diez abominaciones de la ley Qing, superada solo por la rebelión. Su Shun también fue hallado culpable de crímenes contra la familia y la virtud de la sociedad. En el decreto que había redactado, lo calificaba de «abominable, imperdonable e irredimible».
Al príncipe Yee se le «concedió» una cuerda y se le «permitió» ahorcarse. Fue escoltado hasta un cuarto especial donde le aguardaban una viga y un taburete. En la habitación un criado ayudaría a Yee a subir al taburete, por si le fallaban las piernas. También se esperaba que el criado diera una patada al taburete una vez el príncipe Yee hubiera metido la cabeza por el lazo. Me ponía enferma ordenar esta sentencia, pero sabía que no me quedaba otra alternativa.
Los hijos de Su Shun fueron decapitados, pero perdoné a su hija, forzando un poco la ley en su caso. Era una muchacha inteligente que una vez me había servido como bibliotecaria. No se parecía en nada a su padre; era amable y reservada. Aunque no deseaba que nuestra amistad continuara, sentí que merecía vivir. Los eunucos de Su Shun fueron condenados a morir a latigazos. Por supuesto, eran cabezas de turco, pero necesitaba del terror para dar un escarmiento.
En cuanto a Su Shun, la autoridad judicial recomendó la muerte por descuartizamiento, pero decidí que debía ser conmutada.
– Aunque Su Shun bien merece el castigo -decía mi decreto a la nación-, no podemos imponerle la pena máxima. Por tanto, como muestra de indulgencia, lo sentenciamos a ser decapitado inmediatamente.
Tres días antes de la ejecución de Su Shun, estalló una algarada en un distrito de Pekín donde vivían muchos realistas. Se oyó la queja de que Su Shun había sido nombrado ministro por el emperador Hsien Feng. «Si Su Shun no tenía ninguna virtud y merecía tan severo castigo, ¿debemos poner en duda la sabiduría de nuestro difunto emperador? ¿O debemos sospechar que se está violando la voluntad de su majestad?»
Yun Lu controló la algarada. Pedí al príncipe Kung y a Yung Lu que custodiaran la ejecución de Su Shun. Les indiqué que debían estar extraordinariamente atentos porque en el pasado los portaestandartes manchúes ya habían rescatado a condenados como modo de empezar una rebelión.
El príncipe Kung prestó poca atención a mis preocupaciones. A sus ojos, Su Shun estaba ya casi muerto. Al creer que contaba con el pleno apoyo del pueblo, el príncipe Kung propuso cambiar el lugar de la ejecución; en vez de en el mercado de verduras, se celebraría en el mercado de animales, un lugar más grande que podía acomodar a diez mil personas.