Como no estaba tranquila ante semejantes planes, decidí investigar el pasado del verdugo. Envíe a An-te-hai y a Li Lien-yin a hacer el trabajo y enseguida volvieron con noticias preocupantes. Tenían pruebas de que ya habían sobornado al verdugo.
El hombre que la corte había nombrado para decapitar a Su Shun era conocido como Una Tos, pues realizaba su trabajo con concienzuda velocidad. No tenía ni idea de que era tradición sobornar al verdugo. Para ganarse algún dinero, los miembros de aquel macabro oficio, desde el verdugo hasta el afilador de las hachas, trabajaban de común acuerdo.
Cuando llevaban a un convicto a prisión, lo trataban de manera lamentable si la familia no sobornaba adecuadamente a las personas oportunas. Por ejemplo, se le podía infligir heridas invisibles e indetectables en los huesos y en las junturas, dejando al prisionero tullido de por vida. Si el prisionero estaba sentenciado a una muerte lenta por descuartizamiento, el verdugo podía tardar diez días en convertirlo en un esqueleto y que aún respirase. Si el verdugo estaba satisfecho con el soborno, su cuchillo iba a parar directamente al corazón, acabando con el sufrimiento antes de que empezara.
Aprendí que en lo relativo a una decapitación, existían niveles de servicio. La familia del condenado y el verdugo llegaban a sentarse y negociar. Si el verdugo no estaba satisfecho, cortaba la cabeza y la dejaba rodar. Con la ayuda de sus aprendices, que se escondían entre la multitud, la cabeza «desaparecía». Hasta que la familia entregaba el dinero, no se «encontraba» la cabeza. Poco después, la familia tenía que pagar a un talabartero para que le volviera a coser la cabeza al cuerpo. Si pagaban lo suficiente, el verdugo se aseguraba de que la cabeza quedara pegada al cuerpo por una franja de piel. Este era un objetivo difícil y a Una Tos se le consideraba muy versado en esta materia.
Le pedí a Yung Lu que se entrevistara con Una Tos por mí. Quería oír con mis propios oídos cómo se preparaba para la decapitación de Su Shun, pero la ley lo prohibía. Así que observé a Una Tos desde detrás de un biombo.
– La palabra «hachazo» o «matanza» es incorrecta para describir mi trabajo -empezó Una Tos en un tono sorprendentemente amable. Era un hombre de cabeza pequeña, estructura corpulenta y brazos cortos y gruesos-. La palabra correcta es «rebanar», eso es lo que yo hago: rebanar. Sujeto el cuchillo hacia atrás por el mango con la mano derecha, es decir, con la parte posterior del cuchillo hacia mi codo y la hoja mirando hacia fuera. Cuando me den la orden de proceder, llevaré el cuchillo directamente a la nuca de Su Shun. La mayoría de la gente que aguarda la muerte no es capaz de mantenerse en pie cuando son llevados hasta mí. Nueve de cada diez tienen problemas para mantenerse erguidos mientras están arrodillados. Así que mi ayudante mantiene los hombros del tipo rectos cogiéndole por la trenza. Yo estaré de pie detrás de Su Shun, un poco a la izquierda para que no me vea. De hecho, lo observaré desde el momento en que lo escolten hasta que suba al patíbulo. Estudiaré su nuca para localizar el lugar donde pueda cortar.
»Para empezar, le daré un golpecito en el hombro derecho con mi mano izquierda. Solo tendré que darle un ligero toque y dará un salto. La cuestión es sobresaltarlo para que su cuello se yerga, e inmediatamente soltaré el codo. La cuchilla se clavará directamente entre las vértebras espinales. Entonces, hundiendo el cuchillo lo desplazaré hacia la izquierda y, antes de que salga el extremo, levantaré la pierna y le daré una patada al cuerpo para que caiga hacia delante. Tengo que ser rápido al darle la patada o de otro modo me mancharé de sangre, lo cual en mi profesión se considera que da mala suerte.
Llegó el día de la ejecución de Su Shun. Yung Lu me dijo más tarde que nunca había visto a tanta gente en una decapitación. La calles estaban abarrotadas y también los tejados y los árboles. Los niños se habían llenado los bolsillos de piedras y cantaban canciones de celebración. La gente escupía a Su Shun cuando pasaba dentro de su jaula. Al llegar al lugar de la ejecución, tenía el rostro cubierto de saliva y la piel desgarrada por las piedras.
Una Tos vació una botella de licor antes de subir al patíbulo, no podía creer que estuviera decapitando a Su Shun, pues en el pasado había decapitado a otros acatando órdenes de él.
En cuanto a este último, él consideraba su propio fracaso «un barco vuelto del revés en las aguas residuales». Gritaba a la multitud alborozada que «había un asunto salaz entre la emperatriz y su cuñado imperial, el príncipe Kung». En cuestión de minutos, la cabeza de Su Shun rodó como la de un criminal común.
Estaba embelesada por la ejecución. Las imágenes que Yung Lu describía cobraban realidad en mi mente. An-te-hai me contó que en sueños yo decía a voz en grito que lo único que quería era alumbrar a una docena de niños y vivir como una campesina y que no cesaba de mover el cuello de un lado a otro como si quisiera eludir la hoja.
La inmensa fortuna de Su Shun se dividió entre los miembros de la familia real en compensación por el abuso que habían sufrido. De la noche a la mañana, Nuharoo y yo éramos ricas. Ella compró joyas y ropa y yo pagué espías. El intento de asesinato había acabado con mi sensación de seguridad. Con el dinero que me quedó, compré la compañía de ópera de Su Shun. En mi solitaria vida de viuda imperial, la ópera se convirtió en mi solaz.
La corte votó y aprobó una proposición, que sometí en nombre de Tung Chih, concediendo el ascenso a Yung Lu y An-te-hai. A partir de aquel momento, Yung Lu detentaba el cargo militar más alto de China. Era responsable no solo de la protección de la Ciudad Prohibida y la capital sino de todo el país. Su nuevo título era comandante en jefe de las Fuerzas Imperiales y ministro de la Casa Imperial. En cuanto a An-tehai, le di el trabajo del eunuco jefe Shim. Consiguió también un segundo rango, el de ministro de la Corte, que era el más elevado al que podía aspirar un eunuco.
Después del tumulto, necesité unos días de tranquilidad. Invité a Nuharoo y a Tung Chih a venir conmigo al palacio de Verano, donde navegamos por el lago Kunming, lejos de la aniquilación causada por los invasores. Rodeada de sauces, la superficie del lago estaba cubierta de lotos en flor. Después del verano, los fértiles campos parecían el campo del sur del río Yangtsé, la región de mi ciudad natal, Wuhu.
Tung Chih insistió en quedarse en el barco de Nuharoo, que era más grande y estaba lleno de invitados y animadores. Yo navegaba sola con An-te-hai y Li Lien-ying ocupándose de los remos. La belleza auténtica del lugar me envolvía; estaba tan relajada que mis problemas parecían haberse acabado por fin. Había visitado el palacio de Verano muchas veces, pero siempre con la gran emperatriz Jin. Me sacaba tanto de quicio que no tenía ni idea de cómo era el palacio por dentro.
En su origen había sido la capital de la dinastía Sung del norte, en el siglo XII. Con el paso de los años, emperadores de diferentes dinastías habían añadido numerosos pabellones, torres, pagodas y templos. Durante la dinastía Yuan, se agrandó el lago para que formara parte de la provisión de agua imperial. A partir de 1488, los emperadores de la dinastía Ming, que amaban la belleza natural, construyeron la residencia imperial junto al lago. En 1750 el abuelo de Hsien Feng, Chien Lung, decidió reproducir el paisaje que admiraba alrededor del lago Oeste en Hangchow y en Soochow, en el sur. Tardó quince años en construir lo que denominaba una «ciudad de poético encanto». Copiaron fielmente la arquitectura del estilo del sur, y cuando estuvo terminado, el palacio se convirtió en un cuadro de belleza sin igual.
Me encantaba transitar por el Gran Paseo, un corredor cubierto de setecientos cincuenta metros de largo dividido en doscientas secciones. Empezaba en la puerta Invita-a-la-luna en el este y acababa en el pabellón de la Piedra de los Diez Pies. Un día me detuve a descansar en la puerta de las Nubes Disipadas y me paré a pensar en la dama Yun y en su hija, la princesa Jung. La dama Yun me había prohibido hablar con su hija cuando vivía. Había visto a la niña solo en celebraciones y fiestas de cumpleaños. La recordaba a sus diez años, con una nariz delgada, una boca fina y una barbilla un poco afilada. Su expresión era ausente y soñadora. Me pregunté si estaría bien y si le habían dicho que su padre había muerto.