Trajeron a la niña ante mi presencia. No había heredado la belleza de su madre, vestía una túnica de satén gris y parecía desgraciada. Sus rasgos no habían cambiado y su cuerpo estaba delgado como un palillo. Me recodaba a una berenjena helada que se hubiera detenido en mitad de su crecimiento. No se atrevió a sentarse cuando le invité a hacerlo. La muerte de su madre debió de imprimir a su carácter una sombra permanente. Era una princesa, la única hija del emperador Hsien Feng, pero parecía una hija de la desgracia.
Quería adoptar a la princesa Jung. No porque llevara la sangre de Hsien Feng ni porque sintiera culpa alguna por el funesto destino de su madre, sino porque deseaba dar a la chica una oportunidad. Ya había caído en la cuenta de que Tung Chih resultaría ser una decepción y quería criar a un niño yo sola para ver la diferencia. De algún modo, la princesa Jung me ofrecía una salvación ante la pérdida de Tung Chih.
Aunque la princesa Jung era hermanastra de Tung Chih, la corte no le permitía vivir conmigo a menos que la adoptara oficialmente, y eso hice. Mereció la pena; al principio estaba asustada y era muy tímida, pero gradualmente se fue sanando. La alimenté tanto como pude. En mi palacio era libre de correr por donde quisiera, aunque apenas se aprovechaba de su libertad. Era lo contrario de Tung Chih, al que le encantaba la aventura. No obstante se llevaba bien con mi hijo y le proporcionaba cierta estabilidad. La única disciplina que le exigía era que asistiera a la escuela. A diferencia de Tung Chih, le encantaba aprender y era una excelente estudiante. Los tutores no dejaban de halagarla. Era una adolescente y quería ampliar sus horizontes. No solo la alenté a hacerlo sino que también le brindé las oportunidades.
La princesa Jung se convirtió en una serena belleza al cumplir los quince años. Uno de mis ministros sugirió que dispusiera su matrimonio con un jefe tribal tibetano, «tal como era el deseo de su padre, el emperador Hsien Feng».
Descarté la proposición; aunque la dama Yun y yo nunca habíamos sido amigas, quería hacerle justicia. Me había hablado de su temor a que casaran a su hija con un «salvaje». Le comuniqué a la corte que la princesa Jung era mi hija y era asunto mío decidir su futuro. En lugar de casarla en el Tíbet, la envié con el príncipe Kung. Quería que Jung recibiera una educación particular y aprendiera inglés. Cuando lo hizo, quise que fuera mi secretaria y traductora. Al fin y al cabo, llegaría el día en que tendría que hablar personalmente con la reina de Inglaterra.
Capítulo 24
Los preparativos para el entierro de mi marido concluyeron al fin. Fueron necesarios tres meses y nueve mil obreros que construyesen un camino especial para llevar el féretro hasta la tumba imperial. Los porteadores, todos de la misma altura y peso, practicaban día y noche para perfeccionar sus pasos. La tumba estaba situada en la provincia de Hopeh, no lejos de Pekín. Cada mañana se colocaba una mesa y una silla encima de una gruesa plancha que pesaba lo mismo que el ataúd. Se ponía un cuenco de agua sobre la mesa y un funcionario se subía a hombros de los porteadores para sentarse en la silla. Su deber era vigilar el agua del cuenco. Los porteadores debían practicar su marcha hasta que el agua no se derramara del recipiente.
Escoltadas por Yung Lu, Nuharoo y yo hicimos un viaje para inspeccionar la tumba. Oficialmente se llamaba el Terreno Bendito de la Eternidad. La tierra era una roca dura cubierta de hielo. Después de un largo viaje, bajé del palanquín con los brazos tiesos y las piernas heladas. No había sol. Nuharoo y yo vestíamos las habituales ropas de luto, con el cuello expuesto al aire frío. El viento nos lanzaba tierra a la piel y Nuharoo se moría de ganas de regresar.
La visión me conmovió. Hsien Feng descansaría con sus antepasados. Su tumba estaba en uno de los dos complejos fúnebres -uno al este y el otro al oeste de Pekín-, anidado en las montañas y rodeado de altos pinos. El anchuroso camino ceremonial estaba pavimentado con mármol y flanqueado por enormes elefantes, camellos, grifos, caballos y guerreros tallados en piedra. Tras avanzar unos cien metros por el camino de mármol, Nuharoo y yo nos acercamos a un pabellón en el que se guardaban los tronos de satén dorado de Hsien Feng y sus túnicas del dragón amarillas, que se exhibirían el día de la celebración anual del sacrificio. Al igual que el mausoleo de sus antepasados, Hsien Feng también tendría sus ayudantes y guardianes. Se había decretado que el gobernador de Hopeh se hiciera cargo del lugar santo y conservara su aislamiento restringiendo el acceso.
Entramos en la tumba. La parte superior, en forma de cúpula, se llamaba la Ciudad de los Tesoros y estaba hecha de una roca maciza. La parte inferior era la propia tumba y los dos niveles estaban conectados mediante escaleras.
Con la ayuda de una antorcha, pudimos ver el interior. Era una gran esfera de casi veinte metros de diámetro, toda de mármol. En medio se levantaba un lecho de piedra contra una tabla tallada de cinco metros y medio de anchura. El día de la ceremonia fúnebre, el ataúd del emperador Hsien Feng se colocaría sobre este lecho.
A cada lado del lecho de piedra del emperador Hsien Feng, había seis féretros más pequeños, de color rosa con fénix labrados. Nuharoo y yo nos miramos al percatarnos de que dos de ellos eran para nosotras. Nuestros nombres y títulos estaban labrados en los paneles:
AQUÍ YACE SU MATERNAL Y AUSPICIOSA
EMPERATRIZ YEHONALA
AQUÍ YACE SU MATERNAL Y APACIBLE
EMPERATRIZ NUHAROO
El aire frío me calaba los huesos y tenía los pulmones llenos del olor de la tierra profunda. Yung Lu trajo al arquitecto jefe. Era un hombre cercano a la sesentena, delgado y pequeño, casi del tamaño de un niño. Sus ojos revelaban inteligencia y sus kowtows solo eran equiparables al del eunuco jefe Shim. Me volví hacia Nuharoo para ver si tenía algo que decir, pero ella negó con la cabeza. Le dije al hombre que se levantara y luego le pregunté qué le había llevado a elegir aquel lugar.
– He elegido el lugar basándome en el feng shui y los cálculos de las veinticuatro direcciones de las montañas -respondió con voz clara y un leve acento sureño.
– ¿Qué herramientas has utilizado?
– Una brújula, majestad.
– ¿Y qué es lo que hace único este lugar?
– Bueno, según mis cálculos y los de otros, entre los que figuran los astrólogos de la corte, aquí es donde ha viajado el aliento de la tierra. El punto central reúne la vitalidad del universo. Se supone que es el lugar adecuado para excavar el Pozo de Oro. Justo aquí en medio…
– ¿Qué acompañará a su majestad? -le interrumpió Nuharoo.
– Además de los sutras de oro y plata preferidos de su majestad, libros y manuscritos, están las linternas luminarias.
El arquitecto señaló dos vasijas gigantes que se alzaban a cada lado del lecho.
– ¿Qué contienen? -pregunté.
– Aceite de plantas con hebra de algodón.
– ¿Alumbrarán? -preguntó Nuharoo acercándose para echar una mirada a las vasijas.
– Sí, claro.
– Quiero decir que durante cuánto tiempo.
– Para siempre, majestad.
– ¿Para siempre?
– Sí, majestad.
– Este lugar es muy húmedo -observé-. ¿Entrará el agua e inundará el espacio?