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– ¡No será tan horrible! -exclamó Nuharoo.

– He diseñado un sistema de drenaje. -El arquitecto nos mostró que el lecho estaba ligeramente desnivelado; la cabeza estaba un poco más alta que los pies-. El agua caerá en el canal que está cincelado por debajo y fluirá al exterior.

– ¿Y la seguridad? -le pregunté.

– Hay tres grandes puertas de piedra, majestad. Cada puerta tiene dos paneles de mármol enmarcados en cobre. Como podéis ver aquí, por debajo de la puerta, donde se encuentran los dos paneles, hay un agujero en forma de media sandía. De cara al agujero, a un metro, he colocado una bola de piedra. Se ha excavado un conducto para que ruede la piedra; cuando la ceremonia fúnebre concluya, se insertará un gancho de mango largo en una ranura que atraerá la bola de piedra hacia el agujero. Cuando la bola caiga en el agujero, la puerta se cerrará para siempre.

Recompensamos al arquitecto jefe con un pergamino manuscrito del emperador Hsien Feng y el hombre se retiró. Nuharoo estaba impaciente por marcharse. No quería honrar al arquitecto con la comida que le habíamos prometido. La convencí de que era importante mantener nuestra promesa.

– Si conseguimos que se sienta bien, él a su vez se asegurará de que Hsien Feng descanse en paz -le comenté-. Además, tenemos que volver el día del funeral y nuestros propios cuerpos serán enterrados aquí cuando muramos.

– ¡No! ¡Nunca más volveré aquí! -gritó Nuharoo-. No puedo soportar la visión de mi propio ataúd.

La cogí de la mano.

– Yo tampoco puedo.

– Entonces, vayámonos.

– Quedémonos solo a comer, mi querida hermana.

– ¿Por qué tienes que obligarme, Yehonala?

– Necesitamos conseguir la lealtad absoluta del arquitecto. Necesitamos ayudarle a superar su miedo.

– ¿Miedo? ¿Qué miedo?

– En el pasado se encerraba al arquitecto de la tumba imperial con el ataúd. Una vez concluido su trabajo, la familia imperial ya no le consideraba útil. El emperador y la emperatriz reinante temían que el hombre pudiera ser sobornado por los saqueadores de tumbas. Nuestro arquitecto debe temer por su vida, así que tenemos que hacer que se sienta confiado y seguro. Debemos hacerle saber que recibirá honores y que no le haremos ningún daño. Si no, tal vez excave un túnel secreto para calmar su temor.

Nuharoo se quedó a regañadientes y el arquitecto estuvo encantado.

Cuando Nuharoo y yo regresamos a Pekín, el príncipe Kung sugirió que debíamos anunciar el nuevo gobierno inmediatamente. Yo no creía que estuviéramos preparados. La decapitación de Su Shun había despertado simpatía en algunos círculos. El hecho de que hubiéramos recibido menos cartas de felicitación que las esperadas me preocupaba.

La gente necesitaba tiempo para confiar en nosotros. Le dije al príncipe Kung que nuestro gobierno debía ser el deseo de la mayoría. Para legitimarnos moralmente, teníamos que dar al menos esa apariencia.

Aunque el príncipe Kung estaba impaciente, consintió en probar las aguas políticas una última vez. Tomamos el resumen de una propuesta escrita por el general Sheng Pao a los gobernadores de todas las provincias que sugería un «taburete de tres patas», con Nuharoo y conmigo como corregentes y el príncipe Kung como principal consejero del emperador en la administración y el gobierno.

El príncipe Kung propuso que adoptásemos la votación como método. La idea era claramente una influencia occidental. Nos convenció de hacerlo porque era el medio más importante por el cual las naciones europeas aseguraban la legitimidad de sus gobiernos. Permitiríamos que los votos fueran anónimos, algo que ningún gobernante en la historia de China había hecho antes. Yo consentí, aunque no estaba segura del resultado. La propuesta fue impresa y distribuida con las papeletas del voto.

Aguardamos nerviosos los resultados. Para nuestra decepción, la mitad de los gobernadores no respondieron y un cuarto expresó el deseo de reelegir a los regentes de Tung Chih. Nadie mencionó ningún apoyo al cometido del príncipe Kung en el gobierno. Kung se percató de que había subestimado la influencia de Su Shun.

El silencio y el rechazo no solo nos pusieron en una situación embarazosa, sino que también arruinaron el calendario previsto; la nuestra era una victoria amarga sobre Su Shun. La gente sentía pena por el más desvalido. Empezaron a llegar comentarios de condolencia de todos los rincones de China, lo cual bien podía originar una revuelta.

Sabía que teníamos que actuar. Debíamos reposicionarnos de una manera más decisiva. Sugerí que Nuharoo y yo pronunciáramos una declaración jurada asegurando que antes de su muerte nuestro difunto marido había nombrado en privado al príncipe Kung consejero superior de Tung Chih. A cambio de ello, Kung propondría a la corte que Nuharoo y yo gobernáramos con él. Su influencia alentaría a la gente a votarnos.

El príncipe Kung estuvo de acuerdo con el plan. Para acelerar los resultados, visité a una persona con la que deseaba contactar desde la caída de Su Shun: el erudito de sesenta y cinco años Chiang Tai, una figura social bien relacionada y ferviente crítico de Su Shun. Su Shun odiaba tanto al erudito que privó al anciano de todos sus títulos de la corte.

Un día agradable, Chiang Tai y yo compartimos su pobre casa de hootong. Le invité a la Ciudad Prohibida para que fuera el tutor principal del emperador Tung Chih. Sorprendidos y halagados, el hombre y su familia se arrojaron a mis pies.

Al día siguiente, Chiang Tai empezó a hacer campaña en mi favor. Al mismo tiempo que le comunicaba a todo el mundo su nombramiento como tutor principal de Tung Chih, también le explicaba lo sabia y competente que yo era para reconocer el auténtico talento. Recalcó lo sincera y entusiasta que había sido en el reclutamiento de hombres como él para que asistieran al nuevo gobierno. Después de aquello, en solo unas semanas los vientos políticos nos fueron favorables.

El 15 de noviembre la corte hizo el recuento de votos y ganamos.

El 30 de noviembre, cien días después de la muerte de Hsien Feng, se cambió el título del reinado de Tung Chih, que pasó de ser «la Felicidad Auspiciosa» a «el Regreso al Orden». Chiang Tai dio al reinado el nuevo epíteto. La palabra «orden» se vería y se pronunciaría cada vez que un compatriota mirara su calendario.

En nuestro anuncio, cuyo borrador escribí y Chiang Tai pulió, subrayábamos que ni Nuharoo ni yo habíamos elegido gobernar. Como regentes, estábamos comprometidas a ayudar a Tung Chih, pero esperábamos con entusiasmo el día de nuestro retiro. Pedíamos la comprensión, el apoyo y el perdón de la nación.

El cambio generó gran expectación. Todos en la Ciudad Prohibida esperaban quitarse sus trajes de luto. Durante todo el período de luto de cien días, nadie había vestido nada que no fuera de color blanco. Como a los hombres no se les permitía afeitarse, parecían ermitaños entrecanos, con barbas irregulares y pelos que les salían de las narices y las orejas.

En una semana, se limpió el salón de la Nutrición Espiritual hasta dejarlo reluciente. En mitad del salón, se colocó un escritorio de secoya, de tres metros de largo por uno de ancho, cubierto por un mantel de seda amarillo con unas flores de primavera bordadas. Detrás del escritorio, había un par de sillas con tapicería dorada para Nuharoo y para mí. Enfrente de donde nosotras nos sentaríamos, una pantalla de seda amarilla translúcida colgaba del techo. Fue un gesto simbólico decir que no gobernaríamos nosotras sino Tung Chih. El trono de Tung Chih se situó en el centro, delante de nosotras.

En la mañana de la ceremonia de ascensión al trono, se concedió a la mayoría de los ministros más ancianos el derecho a entrar en la Ciudad Prohibida en palanquines o a caballo. Ministros y funcionarios vestían magníficas togas de piel adornadas con joyas. Los collares y los sombreros de plumas de pavo real brillaban con diamantes y piedras preciosas.