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– Está bien. No te apures… Mañana por la mañana me dices…

Támara tuvo que sonreír.

– No tienes remedio.

– No. Ni siquiera mejoría… ¿Y para qué querías verme?

– Para verte. Para que supieras que estoy aquí… ¿No es bastante?

– Casi que demasiado. Es un honor que usted me hace -dijo él, otra vez sin poder contenerse. Aquella mujer lo desquiciaba hasta la estupidez.

– ¿Sabes qué? -dijo ella después de un silencio pegajoso-. En Italia conocí a un amigo de mi cuñado, un español, y no te lo voy a negar, me cayó simpático, y yo le gustaba… -Conde sintió el golpe en el estómago y tragó en seco-. Entonces empecé a pensar cómo podría ser mi vida con él, viviendo en Barcelona, entrando en su mundo y en el de sus amistades, historias, gentes, recuerdos que no tienen nada que ver con mis historias ni mis recuerdos…, y no me veía a mí misma. Yo sé que mi vida no va a ser fácil aquí. Primero fue la muerte de papá; después toda la historia de Rafael… Ahora voy a tener que vivir de mi trabajo, y las cosas están muy extrañas en Cuba. Lo que está pasando en la Unión Soviética y por toda esa parte no es cualquier cosa: creo que han abierto una puerta que no van a poder cerrar otra vez. Le están tirando mierda a un ventilador encendido y las salpicaduras van a llegar hasta aquí. Puede ser muy complicado, para todos. Pero yo siento que pertenezco a esto: al país, quiero decir. No tiene que ver nada con el patriotismo ni nada de eso: es mi mundo. Es mi vida, sí, sobre todo eso, mi vida. Tú sabes que una vida son muchas, muchas cosas, no sólo una casa como ésta o un trabajo o unas condiciones y privilegios…, también son las cosas que te hacen ser quien eres y no otra gente. Y la persona que yo soy, lo soy aquí, no en Milán ni en Barcelona…

– Pero tu hermana…

– Somos gemelas, nos parecemos mucho, pero no somos la misma persona. Aymara sabe vivir de otra manera. Distinta a la que yo conozco… Ella dice que yo soy la comemierda de la familia. Y debe tener razón.

Conde se atrevió. Estiró su mano derecha y atrapó la izquierda de Támara.

– Disculpa si dije alguna estupidez… Me alegra mucho que hayas vuelto. Pero es que te extrañé demasiado… Piensa todo el tiempo que quieras, de verdad… No sé cómo, pero yo te voy a estar esperando. Soy especialista en esas cosas: me paso la vida pensando, aunque no resuelva casi nada con lo que pienso, y hace veinte años estoy esperando -dijo y se puso de pie-. Ahora mejor me voy, tengo que hacer una cosa urgente… Mi trabajo, ¿sabes?… Ahora ando buscando a alguien que mató a un chino…

Támara cayó súbitamente en la realidad y reaccionó con auténtico asombro.

– ¿Mataron a un chino?

– Sí, aunque no lo creas, a los chinos también los matan… Y cuando les pasa eso, hasta se mueren. Aunque hayan estado cien años haciendo taichi…

– Si tú lo dices -dijo ella y sonrió.

– En estos días vuelvo por aquí, pero llámame cuando quieras -terminó, acercó su rostro al de Támara y la besó en la mejilla. Un beso de amigo desesperado que investiga la muerte de un chino.

Una de las más recurrentes fabulaciones de Mario Conde era que existía un bar en La Habana donde conocían sus preferencias etílicas. El Conde podía llegar a su bar -obviamente un lugar fresco, en penumbras, con vasos y copas limpias, como se supone que son los bares-, a cualquier hora del día o de la noche y, luego de acomodarse en una banqueta y acodarse en un ángulo de la barra -de madera, intensamente pulida, oscura, discreta-, se le acercaba su cantinero y, tras un breve saludo, casi familiar, el hombre le servía su trago, sin él tener que pedirlo. En aquel lugar ideal (habría ventiladores de techo y butacas altas y un viejo freezer de varias puertas), el sitio que en ese instante reclamaba a gritos el espíritu del hombre, sabrían que el Conde prefería el ron Santiago de tres años, fabricado en la vieja destilería de los Bacardí, allá en Santiago de Cuba, y que le gustaba beberlo en un vaso grande, con algunas gotas de limón y apenas una pequeña piedra de hielo. («Lo de siempre», diría el barman al servirle.) Todo muy simple pero formal y al mismo tiempo naturaclass="underline" como el ron que bebía. Por supuesto, en aquel bar conocerían que cuando el Conde bebía solo era porque quería pensar, y no porque fuera un jodido alcohólico solitario en plena crisis amorosa o de cualquier otra especie, un animal herido de desesperaciones.

Pero aquel simple bar, como tantos otros sueños, era de imposible traslación a la agresiva y desgastada realidad objetiva de la ciudad en que había nacido y donde vivía desde entonces y donde seguía viviendo en los días del nuevo siglo, mientras evocaba su incursión policial en el Barrio Chino, y, para colmos, todavía buscaba soluciones para su relación con Támara y un bar donde le sirvieran su trago sin tener que pedirlo.

Lo que de verdad encabronaba hasta el frenesí al policía de 1989, sin embargo, solía ser que, aun debiendo pedirlo -jamás era el mismo bar, y menos el mismo cantinero, pues en la ínsula todo debía fluir dialécticamente de negación en negación, quizás buscando por esa vía la nada absoluta-, tampoco resultaba posible encontrar en cada bar el mismo trago: o no había hielo, o no tenían limón, o hacía meses no recibían ron Santiago o, para colmar las consternaciones del teniente investigador, pues ese día no había ningún ron u otro líquido embriagante.

Aquella noche de una larga jornada de revelaciones chinescas y de aperturas de compases de espera, Mario Conde hubiera necesitado, como nunca (es un decir, no hay que exagerar, y menos tratándose de rones), la existencia de aquel bar, el suyo, para limpiar, ron en ristre, con la pureza del alcohol, su tsin de las infinitas impurezas que debían de haberse acumulado en él por un uso largamente inapropiado. De pronto se le había ocurrido que su tsin podía ser como los cabezales sucios de un equipo de video que, para volver a emitir imágenes y sonidos nítidos, necesita una cuidadosa limpieza, precisamente con alcohol. Y aunque la idea de deshollinar el tsin era de novísima adquisición, en cambio, la certeza de que el ron lo ayudaba a conseguir casi todas las cosas de la vida que él más deseaba -escaparse por un tiempo de su tedio cotidiano, sentirse libre de inhibiciones y culpas, poner a volar su conciencia hacia un estado donde el olvido resultaba posible y el tiempo dejaba de existir-, ya era una experiencia veterana, de la cual solía abusar con agradable frecuencia.

– No hay bar ni hay ron, pero voy a limpiar el tsin, aunque sea con gasolina… Agua no, porque se oxida…

Tres bares cerrados, dos en los que sólo se vendían cigarros y los mercados donde sí había ron -y hasta marcas para escoger-, parapetados tras la barrera altísima y todavía prohibidísima del dólar, llevaron al Conde a un tugurio de La Víbora donde Jacinto el Mago, un químico industrial jubilado, se dedicaba a destilar alcohol a partir de los compuestos más inconcebibles. El Conde (siempre ocultando su filiación policiaca) debió tocar dos puertas, franquear tres rejas e invocar el nombre de su amigo Candito el Rojo, socio de aquel alquimista, para que Jacinto el Mago lo llevara hasta sus bien surtidas bodegas, colocadas en un cuartucho de madera y zinc, en el patio de la casa.

– ¿A ver, chama, qué te quieres llevar? -preguntó el Mago mientras con un dedo se hurgaba la nariz, en busca de un moco al parecer incapturable.

– ¿Hay para escoger? -se asombró el Conde y respiró aliviado ante la proximidad de la bebida.

– Tengo Chispa'e Tren a treinta cañas, Colaíto a quince, y Bájate el Blúmer a veinticinco pesos… Ah, y vino de maracuyá, a ocho la botella.

El Conde sintió un puñetazo en el hígado y un alboroto en las glándulas salivales, pero decidió que, a pesar de aquellos gritos orgánicos, se lanzaría al pozo de los desesperados.