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El Conde encontró que a aquella hora del mediodía las calles del Barrio, azotadas por el calor, se despoblaban. Los viejos chinos aún sobrevivientes huían de la canícula húmeda, y, con su ausencia, los quicios donde solían sentarse en la mañana o al atardecer, no parecían ser los mismos. Otra vez se asombró por todo cuanto no sabía sobre aquellos hombres que habían envejecido entre esos callejones sórdidos y malolientes donde alguna vez había palpitado uno de los barrios de chinos más poblados de todo el Occidente, y sintió lástima del brutal desarraigo al cual se vieron sometidos aquellos infelices. Habían cruzado el mar huyendo del hambre y la miseria, de los poderes absolutos y los enrolamientos militares forzosos y al final habían hallado algo tan temible como lo que les hizo huir: el desprecio, la incomprensión, el abandono, incluso la muerte en modos tan horribles como el que sufrió Sebastián, el primo de Juan, congelado en la bodega de un barco. Pero lo más doloroso era aquel desarraigo invencible, que ni el éxito económico alcanzado por algunos pocos había podido mitigar. La única salvación para aquellos males había sido sostener una cultura de gueto, y contestar al desprecio con silencio, a la burla con sonrisa, al grito con hermetismo, y envolverse en una filosofía de apariencia apacible que, cuando menos, ayudaba a soportar la vida. ¿Y serían tan vengativos y furibundos como afirmaba Marcial Varona? Quizás, se dijo, y recordó en ese instante las preocupaciones de Támara y entendió la necesidad de la mujer de regresar a su redil para hallarse a sí misma…

El Conde se preguntó cuántas veces habría fracasado la policía con aquellos misterios tan misteriosos (y se perdonó la redundancia) que podían provocar los chinos con su hermetismo forjado a golpes. Trataba ahora de justificar su presumible fracaso cuando vio al muchacho dedicado a vender mangos en la esquina de la calle Salud y sintió la necesidad de comerse uno. No hambre ni deseos: pura necesidad. Escogió un mango que lo miraba tentador. Lo frotó para limpiarlo un poco e, inclinándose hacia delante, le hundió el diente y su vida se mezcló con el sabor y la textura de la fruta. Con las manos sucias de jugo y los labios dulces por la pulpa amarilla capaz de revolver todas las nostalgias de su infancia feliz de ladrón de mangos volvió a entrar en la realidad agresiva y visible del solar de Salud y Manrique. Caminó hasta los lavaderos del fondo para enjuagarse las manos y la cara. Regresó por el pasillo y estudió la fachada anodina del cuartucho donde había vivido y muerto Pedro Cuang. Sin duda, Francisco pudo haber llegado hasta allí sin que a nadie le resultase extraño e incluso sin que nadie lo viera. Abrió con la llave que había decidido conservar y, sin encender la luz, se dejó caer en una de las sillas desfondadas, parte de la magra herencia dejada por el hombre asesinado y se sintió agredido por una sensación incisiva y familiar: al fin y al cabo la soledad no era un invento asiático. Muchas noches él mismo se había acostado con la premonición de que no vería otro amanecer, mientras su cuerpo, ingrimo y solo, quedaba por muchas horas sobre aquella cama demasiado amplia para su melancolía. La soledad de Pedro Cuang, muerto junto a su perro, le parecía una rara metáfora de su propio abandono: todo cuanto veía en el cuarto delataba la desidia que engendra la soledad. Triste herencia al final de una mala vida… Y fue entonces cuando la vio: en la mesita del fogón, bien tapada, todavía virgen y brillante, apenas oculta por un paquete de revistas viejas. El presentimiento resultó demasiado fuerte para que el policía estuviera equivocado y se preguntó cómo no la había visto en los días anteriores. Se levantó y haciendo palanca con un cuchillo mellado, logró sacar el corcho y olfateó: claro que sí, era ron. Al fin y al cabo hay cosas con las cuales un hombre con suficiente experiencia jamás se equivoca.

Apenas un instante se demoró el Conde en calcular las consecuencias del acto en vías de ejecución, pero se convenció de inmediato de que el mejor antídoto contra la resaca era lo que iba a hacer y por eso lo hizo. Un clavo saca otro, recordó aquel lema de borrachos, y del pico de la botella bebió un trago largo y goloso, capaz de limpiarle la boca del sabor del mango, de calentarle la garganta, reconfortarle el estómago y hasta atreverse a pulir un pedazo de su churrioso tsin. Gracias, difunto, brindó y, antes de volver a beber, derramó un chorrito en el suelo. Para san Fan Con, susurró, aunque también debió invocar a Changó, Zarabanda, Oggún y san Pedro apóstol, todos metidos en una misma olla… judía.

Con la botella en la mano regresó a la silla y encendió un cigarro. El tercer trago fue más sosegado y arrastró al abismo todo sentimiento de culpa. Qué carajo, sabe Dios dónde iría a parar este litro sin beneficiario en ningún testamento… Gracias al ron el olor a chino empezó a ser un efluvio con el cual se podía vivir. «Si Candito me viera ahora», pensó en su amigo y sonrió, pues de pronto se sentía capaz de hacer hasta la Gran Marcha. «¿Por qué te mataron, chino viejo? ¿Ése era tu tao? ¿Por eso volviste desde China? ¿Para morirte en esta cueva apestosa y donar un dedo a una nganga de palero?», se preguntó, observando la viga del techo donde habían colgado al anciano y de pronto sintió cómo su cabeza explotaba mientras la botella de ron se le escapaba de las manos. Ni siquiera tuvo lucidez para sentir cómo, tras la botella, su propio cuerpo caía en el suelo mugriento.

Cuando pudo abrir los ojos, volvió a ver la viga, pero desde otra perspectiva. No sabía con exactitud dónde estaba ni qué había sucedido, pero su primera reacción fue típicamente policiaca: metió la mano debajo de su cuerpo y respiró aliviado al comprobar que su pistola seguía allí, entre el cinturón y la piel. El sonido retumbante de un trueno le confirmó que el murmullo alojado en sus oídos era obra de la lluvia al fin desatada. Entonces se llenó de valor y se atrevió a tocarse la cabeza, unos centímetros sobre la nuca, y encontró la inflamación provocada por el golpe, pero se reconfortó al notar que sus dedos seguían secos. Le horrorizaba sentir su propia sangre. Recordó en ese momento el remedio que le aplicaba su abuelo Rufino el Conde cuando se golpeaba en la cabeza y se le hacía un chichón: envolvía una moneda de un peso en papel de cartucho, mojado con alcohol y sal, y frotaba la inflamación, que se deshacía lentamente. Lo más agradable de aquel remedio aplicado por su abuelo era, una vez terminada la cura, pasar la lengua sobre el papel, con aquel peculiar sabor a sal y alcohol virgen. Quizás aquella práctica fue el inicio de su posterior afición etílica, pensó.

Hizo un nuevo esfuerzo mental y comprendió que estaba sobre la cama de Pedro Cuang, con la cabeza apoyada en la almohada de madera. Quien lo hubiera golpeado había tenido el cuidado de ponerlo sobre la cama y no se había preocupado de quitarle la pistola, que podía ser un objeto ciertamente valioso en el mercado negro. Se le hizo evidente que no querían matarlo ni deseaban robarle… Miró a su alrededor y vio, junto a la cama, la botella de ron, de la cual se había derramado casi todo su contenido sobre el suelo, aunque en la barriga del recipiente descubrió una breve porción de líquido. Sin levantarse extendió la mano, recuperó la botella y alzó un poco la cabeza para vaciar los restos de la bebida entre sus labios. La envolvente peste del camastro lo asediaba, pero el Conde decidió permanecer allí unos minutos, con la vista clavada en las vigas del techo y esperando a que su cabeza, tantas veces maltratada (por dentro y por fuera) desde la noche anterior, recuperara estabilidad y solidez. Quería pensar en lo que había sucedido, pero se sintió incapaz de hacerlo mientras disfrutaba de la paz que inesperadamente envolvía su espíritu y lo acunaba, lo mecía, mientras su tsin flotaba ya a la deriva, limpio y perfumado, elevándose como un vapor etéreo hacia las vigas del techo, hasta que sus párpados cayeron vencidos por el sueño. Antes de dormirse recordó que estaba allí porque debía dilucidar la muerte de un hombre por el cual nadie, en todo el Occidente civilizado ni en el lejano Oriente, había derramado una sola lágrima. ¿Y si lo hubieran matado a él también? Qué solos se quedan los muertos, fue su último pensamiento antes de caer en el sueño.