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– Fueron Sebastián y otros dieciocho chinos más. Una masacre.

– Pal carajo… Y si hubiera tenido el dinero, tu padre hubiera estado en ese barco -dijo el Conde, mientras se preparaba para la revelación.

Patricia tomó un último sorbo del café, ya frío.

– Sí, él y Francisco. Porque en el barco iba también un hermano de mi padrino. Por eso Francisco vio al capitán griego el día que su hermano cerró el negocio con ese hijo de puta… Como doce años después, Francisco volvió a ver al capitán, aquí, en La Habana, tomando cerveza en un bar como si nada hubiera pasado. Ya por esa época se sabía lo que habían hecho con esos diecinueve chinos en el golfo de Honduras.

Supongo que algún marinero lo contó en una borrachera y así fue como se corrió la noticia y llegó al Barrio… Cuando Francisco vio al hombre que había matado a su hermano, no lo pensó dos veces: decidió vengarse. Mi padrino, que en esa época era verdulero, siempre andaba con un cuchillo encima, pero las desgracias están escritas de las maneras más absurdas: ese día él andaba sin su cuchillo porque iba a los negocios de los judíos de la calle Muralla a comprarse un traje para la boda de mis padres. Por eso, cuando vio al griego, regresó al barrio para buscar el cuchillo… y se topó con mi padre. Francisco estaba indignado, parecía un loco, pero no le dijo a mi padre lo que le sucedía ni lo que pensaba hacer… Ese día mi padre debía haber estado trabajando en la bodega, pero dio la casualidad de que el muchacho encargado de llevar los mandados estaba enfermo y él se ocupó de repartirlos por el Barrio. Por eso se encontraron mi padre y Francisco. En cuanto mi padre vio a su amigo se dio cuenta de que algo grave estaba pasando, y casi lo obligó a decirle qué cosa había sucedido. Y al fin Francisco se lo contó… y mi padre dejó lo que estaba haciendo. Se fueron juntos a buscar un cuchillo para cada uno y salieron a buscar al hijo de puta griego que nunca debió haber vuelto a Cuba… Y lo encontraron.

Conde sintió cómo caía sobre sus hombros el peso tremendo de aquella historia de una venganza tardía pero justificada: un ajusticiamiento. Y se sintió incapaz de hablar.

– Mi madre lo supo enseguida -siguió Patricia-, pero ella también guardó el secreto. Treinta años después, poco antes de morir, ella me lo contó todo. Quiso decírmelo porque el hijo de Francisco estaba preso y mi padre me había pedido que hiciera algo por él y yo me había negado, diciéndole que si algo había hecho, algo tenía que pagar… Mi madre no sabía qué había pasado después de que Francisco y mi padre fueron a buscar al capitán griego, aunque no hacía falta ser adivino para saberlo. Incluso, después me puse a buscar y encontré que hasta había salido en la crónica roja de los periódicos de ese tiempo. Se sospechaba que al griego lo habían matado en una pelea de borrachos… Pero lo que habían hecho juntos mi padre y su amigo fue algo tan terrible que la conexión entre ellos se convirtió en un lazo mucho más profundo y complicado que una amistad: algo que nada más puede existir cuando se ha matado a un hombre, ¿no?… Por eso es que mi padrino es Francisco Chiú, y por eso es que su hijo Panchito es el ahijado de mi padre…

Patricia hizo silencio, mirando el fondo de café depositado en el culo de la taza, como si pudiera leer en aquella mancha oscura las claves secretas del destino que se empeñó en poner a su padre en una calle del Barrio cuando Francisco, que ese día no llevaba su cuchillo, regresó a buscar el arma de la venganza, aquella construcción de azares capaces de conducir a Juan Chion hasta el asesino de su primo Sebastián.

– El pasado es el pasado, y hazte idea de que no existió, aunque ya sabes que existió y con cuáles ingredientes… -Patricia pareció necesitar la pausa para tomar aliento y concluyó-: Lo que nos importa ahora es el presente. Resuelve la historia de Pedro Cuang, Conde.

– La voy a resolver, Patricia.

– Pero trata de que no haya muchos daños colaterales, como dice mi padre que tú le dijiste… El pobre, buscó la palabra en un diccionario… Yo sé cómo tú eres y por eso fue que le pedí al mayor Rangel que te dieran el caso, prometiéndole que mi padre te ayudaría…

Por fin la china volvió a sonreír, mientras se ponía de pie y, con una sonrisa triste, le dejaba una suave caricia en el rostro a Mario Conde. De inmediato dio media vuelta y salió a la calle, para sustraer del alcance del Conde aquella visión de mujer comestible… y al menos una vez en su vida, digerida. Hasta la última fibra. Como un mango maduro en el mes de mayo.

Capítulo 9

El Gordo Contreras lo observó de arriba abajo y sonrió. Últimamente todo el mundo le descubría un color distinto o se reía al verlo llegar, pensó el Conde, y estiró la mano hacia el suplicio: una de las diversiones del capitán Jesús Contreras, jefe de la Sección de Tráfico de Divisas, era descargar la presión de sus doscientas sesenta y cinco libras de peso en un apretón de manos.

– El Conde, el Conde -dijo, como decía siempre que hacía pulpa los dedos del teniente, y, mientras reía, lo haló por la mano para hacerlo pasar a su oficina-. Oye, estás blandito hoy… y tienes algo raro en la cara…, estás como rosadito… ¿Qué tú hiciste hoy por la mañana?

Conde sonrió.

– No te lo puedo decir…, pero fue algo muy, muy bueno.

Contreras lo observó más detenidamente.

– Ya sé qué fue…, lo que no sé es con quién… Aunque si me pongo para eso puedo averiguarlo -dijo y sonrió, con todo su cuerpo, como solía hacerlo-. Sí, cuando uno lo hace bien hecho por la mañana se queda así, relajadito, ¿no?… A ver, a ver, para qué te hace falta hablar conmigo…

Durante años, Conde recordaría aquella sagacidad universal, y sobre todo la risa, profunda, de cuerpo entero, capaz de remover la voluminosa arquitectura del capitán de policía que, unos meses después, sería degradado, expulsado y juzgado por sus continuos y abultados delitos de extorsión, sacados a la luz por las todavía secretas investigaciones en marcha de las cuales, sin darle detalles, le había hablado el mayor Rangel. ¿Quién podía decir en ese instante que el capitán Jesús Contreras, aquel gordo simpático y sonriente, siempre tan servicial y eficiente, era un policía corrupto que con sus acciones puso en la picota incluso la cabeza del mayor Rangel, el policía honrado que, por desgracia, fungía como su jefe? Veinte años después, siempre que la imagen del Gordo Contreras regresaba a la mente del Conde, el ya ex policía sentía una mezcla mal llevada de asco, gratitud, rabia y compasión por el defenestrado.

– Tengo un chino muerto atrás, Gordo -le había dicho aquella mañana, cuando Contreras todavía solía ser su tabla de salvación.

– Ah, yo conozco un babalao que es una maravilla sacando muertos y espíritus burlones. Fíjate si el tipo es bueno que tiene clientes que vienen de afuera para hacerse la ceremonia de coger un santo y le pagan en dólares… Es un tipo un poco raro, la verdad, porque es ucraniano, de origen judío, y aquí en Cuba se metió a babalao. ¿Cómo la ves? Claro, el Gobierno es quien le hace los contratos con los extranjeros y le paga al babalao ucraniano en dinero cubano… Ja, ja. ¿Qué te parece eso? Bueno, dime, ¿para cuándo quieres que te saque un turno para que te haga una limpieza?

– No jodas, Gordo, que estoy cabrón y yo tengo un babalao, palero y abakuá mejor que el tuyo…

– ¿Y cobra en dólares? Dímelo, porque si cobra en dólares ahora mismo tengo que meterlo preso por tráfico de divisas…

El Conde ocupó una butaca frente al buró del capitán Contreras y paseó su vista por la oficina.

– ¿Ya tú no le brindas un café a la gente que te quiere?

Contreras rió, pero fue una explosión muy breve.

– ¿Así que café, no? ¿Tú no sabes que de arriba redujeron la cuota y ya no tengo café, eh? -mientras hablaba rodeó su buró y se dejó caer en su sillón. Siempre el Conde se preguntaba lo mismo: ¿cómo resiste el pobre sillón?, mientras observaba el espectáculo que había montado el Gordo para darle café-. Dime a ver, ¿qué coño tienen que ver Walesa y sus polacos de mierda con los boniatos y las yucas que se sembraban en Matanzas?, ¿o Gorbachov y su cagazón con el café de las lomas de Guantánamo?… Se jode un astillero en Polonia o los soviéticos se ponen a comer mierda y aquí se acaba el azúcar y a mí me quitan la cuota de café…