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Doña Rosa no era, ciertamente, lo que se suele decir una sensitiva.

– Y lo que le digo, ya lo sabe. Para golfos ya tengo bastante con mi cuñado. ¡Menudo pendón! Usted está todavía muy verdecito, ¿me entiende?, muy verdecito. ¡Pues estaría bueno! ¿Dónde ha visto usted que un hombre sin cultura y sin principios ande por ahí, tosiendo y pisando fuerte como un señorito? ¡No seré yo quien lo vea, se lo juro!

Doña Rosa sudaba por el bigote y por la frente.

– Y tú, pasmado, ya estás yendo por el periódico. ¡Aquí no hay respeto ni hay decencia, eso es lo que pasa! ¡Ya os daría yo para el pelo, ya, si algún día me cabreara! ¡Habrá-se visto!

Doña Rosa clava sus ojitos de ratón sobre Pepe, el viejo camarero llegado, cuarenta o cuarenta y cinco años atrás, de Mondoñedo. Detrás de los gruesos cristales, los ojitos de doña Rosa parecen los atónitos ojos de un pájaro disecado.

– ¡Qué miras! ¡Qué miras! ¡Bobo! ¡Estás igual que el día que llegaste! ¡A vosotros no hay Dios que os quite el pelo de la dehesa! ¡Anda, espabila y tengamos la fiesta en paz, que si fueras más hombre ya te había puesto de patas en la calle! ¿Me entiendes? ¡Pues nos ha merengao!

Doña Rosa se palpa el vientre y vuelve de nuevo a tratarlo de usted.

– Ande, ande… Cada cual a lo suyo. Ya sabe, no perdamos ninguno la perspectiva, ¡qué leñe!, ni el respeto, ¿me entiende?, ni el respeto.

Doña Rosa levantó la cabeza y respiró con profundidad. Los pelitos de su bigote se estremecieron con un gesto retador, con un gesto airoso, solemne, como el de los negros cuernecitos de un grillo enamorado y orgulloso.

Flota en el aire como un pesar que se va clavando en los corazones. Los corazones no duelen y pueden sufrir, hora tras hora, hasta toda una vida, sin que nadie sepamos nunca, demasiado a ciencia cierta, qué es lo que pasa.

Un señor de barbita blanca le da trocitos de bollo suizo, mojado en café con leche, a un niño morenucho que tiene sentado sobre las rodillas. El señor se llama don Trinidad García Sobrino y es prestamista. Don Trinidad tuvo una primera juventud turbulenta, llena de complicaciones y de veleidades, pero en cuanto murió su padre, se dijo: "De ahora en adelante hay que tener cautela; si no, la pringas, Trinidad"; se dedicó a los negocios y al buen orden y acabó rico. La ilusión de toda su vida hubiera sido llegar a diputado; él pensaba que ser uno de quinientos entre veinticinco millones no estaba nada mal. Don Trinidad anduvo coqueteando varios años con algunos personajes de tercera fila del partido de Gil Robles, a ver si conseguía que lo sacasen diputado; a él el sitio le era igual; no tenia ninguna demarcación preferida. Se gastó algunos cuartos en convites, dio su dinero para propaganda, oyó buenas palabras, pero al final no presentaron su candidatura por lado alguno y ni siquiera lo llevaron a la tertulia del jefe. Don Trinidad pasó por momentos duros, de graves crisis de ánimo, y al final acabó haciéndose lerrouxista. En el partido radical parece que le iba bastante bien, pero en esto vino la guerra y con ella el fin de su poco brillante, y no muy dilatada carrera política. Ahora don Trinidad vivía apartado de la "cosa pública", como aquel día memorable dijera don Alejandro, y se conformaba con que lo dejaran vivir tranquilo, sin recordarle tiempos pasados, mientras seguía dedicándose al lucrativo menester del préstamo a interés.

Por las tardes se iba con el nieto al Café de doña Rosa, le daba de merendar y se estaba callado, oyendo la música o leyendo el periódico, sin meterse con nadie.

Doña Rosa se apoya en una mesa y sonríe.

– ¿Qué.me dice, Elvirita?

– Pues ya ve usted, señora, poca cosa.

La señorita Elvira chupa del cigarro y ladea un poco la cabeza. Tiene las mejillas ajadas y los párpados rojos, como de tenerlos delicados.

– ¿Se le arregló aquello?

– ¿Cuál?

– Lo de…

– No, salió mal. Anduvo conmigo tres días y después me regaló un frasco de fijador.

La señorita Elvira sonríe. Doña Rosa entorna la mirada, llena de pesar.

– ¡Es que hay gente sin conciencia, hija!

– ¡Psché! ¿Qué más da?

Doña Rosa se le acerca, le habla casi al oído.

– ¿Por qué no se arregla con don Pablo?

– Porque no quiero. Una también tiene su orgullo, doña Rosa.

– ¡Nos ha merengao! ¡Todas tenemos nuestras cosas! Pero lo que yo le digo a usted, Elvirita, y ya sabe que yo siempre quiero para usted lo mejor, es que con don Pablo bien le iba.

– No tanto. Es un tío muy exigente. Y además un baboso. Al final ya lo aborrecía, ¡qué quiere usted!, ya me daba hasta repugnancia.

Doña Rosa pone la dulce voz, la persuasiva voz de los consejos.

– ¡Hay que tener más paciencia, Elvirita! ¡Usted es aún muy niña!

– ¿Usted cree?

La señorita Elvirita escupe debajo de la mesa y se seca la boca con la vuelta de un guante.

Un impresor enriquecido que se llama Vega, don Mario de la Vega, se fuma un puro descomunal, un puro que pare-ce de anuncio. El de la mesa de al lado le trata de resultar simpático.

– ¡Buen puro se está usted fumando, amigo! Vega le contesta sin mirarle, con solemnidad:

– Sí, no es malo, mi duro me costó. Al de la mesa de al lado, que es un hombre raquítico y sonriente, le hubiera gustado decir algo así como: "¡Quién como usted!", pero no se atrevió; por fortuna, le dio la vergüenza a tiempo. Miró para el impresor, volvió a sonreír con humildad, y le dijo:

– ¿Un duro nada más? Parece lo menos de siete pesetas.

– Pues no: un duro y treinta de propina. Yo con esto ya me conformo.

– ¡Ya puede!

– ¡Hombre! No creo yo que haga falta ser un Romano-nes para fumar estos puros.

– Un Romanones, no, pero ya ve usted, yo no me lo podría fumar, y como yo muchos de los que estamos aquí.

– ¿Quiere usted fumarse uno?

– ¡Hombre…!

Vega sonrió, casi arrepintiéndose de lo que iba a decir.

– Pues trabaje usted como trabajo yo.

El impresor soltó una carcajada violenta, descomunal. El hombre raquítico y sonriente de la mesa de al lado dejó de sonreír. Se puso colorado, notó un calor quemándole las orejas y los ojos empezaron a escocerle. Agachó la vista para no enterarse de que todo el Café lo estaba mirando; él, por lo menos, se imaginaba que todo el Café le estaba mirando.

Mientras don Pablo, que es un miserable que ve las cosas al revés, sonríe contando lo de Madame Pimentón, la señorita Elvira deja caer la colilla y la pisa. La señorita Elvira, de cuando en cuando, tiene gestos de verdadera princesa.

– ¿Qué daño le hacía a usted el gatito? ¡Michino, michino, toma, toma…!

Don Pablo mira a la señora.

– ¡Hay que ver qué inteligentes son los gatos! Discurren mejor que algunas personas. Son unos animalitos que lo entienden todo. ¡Michino, michino, toma, toma…!

El gato se aleja sin volver la cabeza y se mete en la cocina.

– Yo tengo un amigo, hombre adinerado y de gran influencia, no se vaya usted a creer que es un pelado, que tiene un gato persa que atiende por Sultán, que es un prodigio.

– ¿Sí?

– ¡Ya lo creo! Le dice: "Sultán, ven", y el gato viene moviendo su rabo hermoso, que parece un plumero. Le dice: "Sultán, vete", y allá se va Sultán como un caballero muy digno. Tiene unos andares muy vistosos y un pelo que parece seda. No creo yo que haya muchos gatos como ése; ése, entre los gatos, es algo asi como el duque de Alba entre las personas. Mi amigo lo quiere como a un hijo. Claro que también es verdad que es un gato que se hace querer.

Don Pablo pasea su mirada por el Café. Hay un momento que tropieza con la de la señorita Elvira. Don Pablo pestañea y vuelve la cabeza.