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Es más triste un títere degollado que un hombre muerto.

La señorita Elvira se despierta pronto, pero no madruga. A la señorita Elvira le gusta estarse en la cama, muy tapada, pensando en sus cosas, o leyendo "Los misterios de París" sacando sólo un poco la mano para sujetar el grueso, el mugriento, el desportillado volumen.

La mañana sube, poco a poco, trepando como un gusano por los corazones de los hombres y de las mujeres de la ciudad; golpeando, casi con mimo, sobre los mirares recién despiertos, esos mirares que jamás descubren horizontes nuevos, paisajes nuevos, nuevas decoraciones.

La mañana, esa mañana eternamente repetida, juega un poco, sin embargo, a cambiar la faz de la ciudad, ese sepulcro, es cucaña, esa colmena…

¡Que Dios nos coja confesados!

Final

Han pasado tres o cuatro días. El aire va tomando cierto color de Navidad. Sobre Madrid, que es como una vieja planta con tiernos tallitos verdes, se oye, a veces, entre el hervir de la calle, el dulce voltear, el cariñoso voltear de las campanas de alguna capilla. Las gentes se cruzan, presurosas. Nadie piensa en el de al lado, en ese hombre que a lo mejor va mirando para el suelo; con el estómago deshecho o un quiste en un pulmón o la cabeza destornillada…

Don Roberto lee el periódico mientras desayuna. Luego se va a despedir de su mujer, de la Filo, que se quedó en la cama medio mala.

– Ya lo he visto, está bien claro. Hay que hacer algo por ese chico, piensa tú. Merecer no se lo merece, pero, ¡despues de todo!

La Filo llora mientras dos de los hijos, al lado de la cama, miran sin comprender: los ojos llenos de lágrimas, la expresión vagamente triste, casi perdida, como la de esas terneras que aún alientan -la humeante sangre sobre las losas del suelo- mientras lamen, con la torpe lengua de los últimos instantes, la roña de la blusa del matarife que las hiere, indiferente como un juez: la colilla en los labios, el pensamiento en cualquier criada y una romanza de zarzuela en la turbia voz.

Nadie se acuerda de los muertos que llevan ya un año bajo tierra.

En las familias se oye decir:

– No olvidaros, mañana es el aniversario de la pobre mamá.

Es siempre una hermana, la más triste, que lleva la cuenta…

Doña Rosa va todos los dias a la Corredera, a hacer la compra, con la criada detrás. Doña Rosa va a la plaza después de haber trajinado lo suyo en el Café; doña Rosa prefiere caer sobre los puestos cuando ya la gente remite, vencida la mañana.

En la plaza se encuentra, a veces, con su hermana. Doña Rosa pregunta siempre por sus sobrinas. Un dia le dijo a doña Visi:

– ¿Y Julita?

– Ya ves.

– ¡A esa chica le hace falta un novio! Otro día -hace un par de días- doña Visi al ver a doña Rosa, se le acercó radiante de alegría!

– ¿Sabes que a la niña le ha salido novio?

– ¿Sí?

¾Sí.

– ¿Y qué tal?

– La mar de bien, hija, estoy encantada.

– Bueno, bueno, que así sea, que no se tuerzan las cosas…

– ¿Y por qué se van a torcer, mujer?

– ¡Qué sé yo! ¡Con el género que hay ahora!

– ¡Ay, Rosa, tú siempre viéndolo todo negro!

– No, mujer, lo que pasa es que a mí me gusta ver venir las cosas. Si salen bien, pues mira, ¡tanto mejor!

– Sí.

– Y si no…

– Si no, otro será, digo yo.

– Sí, si éste no te la desgracia.

Aún quedan tranvías en los que la gente se sienta cara a cara, en dos largas filas que se contemplan con detenimiento, hasta con curiosidad incluso.

– Ése tiene cara de pobre cornudo, seguramente su señora se le escapó con alguien, a lo mejor con un corredor de bicicleta, quién sabe si con uno de Abastos.

Si el trayecto es largo, la gente se llega a encariñar. Parece que no, pero siempre se siente un poco que aquella mujer, que parecía tan desgraciada, se quede en cualquier calle y no la volvamos a ver jamás, ¡cualquiera sabe si en toda la vida!

– Debe arreglarse mal, quizá su marido esté sin trabajo, a lo mejor están llenos de hijos.

Siempre hay una señora joven, gruesa, pintada, vestida con cierta ostentación. Lleva un gran bolso de piel verde, unos zapatos de culebra, un lunar pintado en la mejilla.

– Tiene aire de ser la mujer de un prendero rico. También tiene aire de ser la querida de un médico; los médicos eligen siempre queridas muy llamativas, parece como si quisieran decir a todo el mundo: "¡Hay que ver! ¿Eh? ¿Ustedes se han fijado bien? ¡Ganado del mejor!"

Martín viene de Atocha. Al llegar a Ventas se apea y tira a pie por la carretera del Este. Va al cementerio a ver a su madre, doña Filomena López de Marco, que murió hace algún tiempo, un día de poco antes de Nochebuena.

Pablo Alonso dobla el periódico y llama al timbre. Laurita se tapa, le da todavía algo de vergüenza que la doncella la vea en la cama. Después de todo, hay que pensar que no lleva viviendo en la casa más que dos días; en la pensión de la calle de Preciados donde se metió al salir de su portería de Lagasca, ¡se estaba tan mal!

¾¿Se puede?

– Pase. ¿Está el señor Marco?

– No, señor, se marchó hace ya rato. Me pidió una corbata vieja del señor, que fuese de luto.

– ¿Se la dio?

– Sí, señor.

– Bien. Prepáreme el baño.

La criada se va de la habitación.

– Tengo que salir, Laurita. ¡Pobre desgraciado! ¡Lo único que le faltaba!

– ¡Pobre chico! ¿Crees que lo encontrarás?

– No sé, miraré en Comunicaciones o en el Banco de España, suele caer por allí a pasar la mañana.

Desde el camino del Este se ven unas casuchas miserables, hechas de latas viejas y de pedazos de tablas. Unos niños juegan tirando piedras contra los charcos que la lluvia dejó. Por el verano, cuando todavía no se secó del todo el Abroñigal, pescan ranas a palos y se mojan los pies en las aguas sucias y malolientes del regato. Unas mujeres buscan en los montones de basura. Algún hombre ya viejo, quizás impedido, se sienta a la puerta de una choza sobre un cubo boca abajo, y extiende al tibio sol de la mañana un periódico lleno de colillas.

– No se dan cuenta, no se dan cuenta…

Martín, que iba buscando una rima de "laurel", para un soneto a su madre que ya tenía empezado, piensa en eso ya tan dicho de que el problema no es de producción, sino de distribución.

– Verdaderamente, ésos están peor que yo. ¡Qué barbaridad! ¡Las cosas que pasan!.

Paco llega, sofocado, con la lengua fuera, al bar de la calle de Narváez. El dueño, Celestino Ortiz, sirve una copita de cazalla al guardia García.

– El abuso del alcohol es malo para las moléculas del cuerpo humano, que son, como ya le dije alguna vez, de tres clases: moléculas sanguíneas, moléculas musculares y moléculas nerviosas, porque las quema y las echa a perder, pero una copita de cuando en cuando sirve para calentar el estómago.

– Lo mismo digo.

– …y para alumbrar las misteriosas zonas del cerebro humano.

El guardia Julio García está embobado.

– Cuentan que los filósofos antiguos, los de Grecia y los de Roma y los de Cartago, cuando querían tener algún poder sobrenatural…

La puerta se abrió violentamente y un ramalazo de aire helado corrió sobre el mostrador.

– ¡Esa puerta!

– ¡Hola, señor Celestino!

El dueño le interrumpió. Ortiz cuidaba mucho los tratamientos, era algo así como un jefe de protocolo en potencia.

– Amigo Celestino.

– Bueno, déjese ahora. ¿Ha venido Martín por aquí?

– No, no ha vuelto desde el otro día, se conoce que se enfadó; a mí esto me tiene algo disgustado, puede creerme. Paco se volvió de espaldas al guardia.