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El encargado cuelga el teléfono y reparte lo que le piden.

– ¿Conque otra vez hablando por ahí, como si no hubiera nada que hacer?

– Es que estaba pidiendo más leche, señorita. -¡Sí, más leche! ¿Cuánta han traído esta mañana? -Como siempre, señorita: sesenta.-¿Y no ha habido bastante?

– No, parece que no va a llegar.

– Pues, hijo, ¡ni que estuviésemos en la Maternidad! ¿Cuánta has pedido?

– Veinte más.

– ¿Y no sobrará?

– No creo.

– ¿Cómo "no creo"? ¡Nos ha merengao! ¿Y si sobra, di?

– No, no sobrará. ¡Vamos, digo yo!

– Si, "digo yo", como siempre, "digo yo", eso es muy cómodo. ¿Y si sobra?

– No, ya verá como no ha de sobrar. Mire usted cómo está el salón.

– Sí, claro, cómo está el salón, cómo está el salón. Eso se dice muy pronto. ¡Porque soy honrada y doy bien, que si no ya verías a donde se iban todos! ¡Pues menudos son!

Los camareros, mirando para el suelo, procuran pasar inadvertidos.

– Y vosotros, a ver si os alegráis. ¡Hay muchos cafés solos en esas bandejas! ¿Es que no sabe la gente que hay suizos, y mojicones, y torteles? No, ¡si ya lo sé! ¡Si sois capaces de no decir nada! Lo que quisierais es que me viera en la miseria, vendiendo los cuarenta iguales. ¡Pero os reventáis! Ya sé yo con quienes me juego la tela. ¡Estáis buenos! Anda, vamos, mover las piernas y pedir a cualquier santo que no se me suba la sangre a la cabeza.

Los camareros, como quien oye llover, se van marchando del mostrador con los servicios. Ni uno solo mira para doña Rosa. Ninguno piensa, tampoco, en doña Rosa.

Uno de los hombres que, de codos sobre el velador, ya sabéis, se sujeta la pálida frente con la mano -triste y amarga la mirada, preocupada y como sobrecogida la expresión-, habla con el camarero. Trata de sonreír con dulzura, parece un niño abandonado que pide agua en una casa del camino.

El camarero hace gestos con la cabeza y llama al echador.

Luis, el echador, se acerca hasta la dueña.

– Señorita, dice Pepe que aquel señor no quiere pagar.

– Pues que se las arregle corno pueda para sacarle los

cuartos; eso es cosa suya; si no se los saca, dile que se le pegan al bolsillo y en paz. ¡Hasta ahí podíamos llegar! La dueña se ajusta los lentes y mira.

– ¿Cuál es?

– Aquel de allí, aquel que lleva gafitas de hierro.

– ¡Anda, qué tío, pues esto si que tiene gracia! ¡Con esa cara! Oye, ¿y por qué regla de tres no quiere pagar?

– Ya ve… Dice que se ha venido sin dinero.

– ¡Pues sí, lo que faltaba para el duro! Lo que sobran en este país son picaros.

El echador, sin mirar para los ojos de doña Rosa, habla con un hilo de voz:

– Dice que cuando tenga ya vendrá a pagar. Las palabras, al salir de la garganta de doña Rosa, suenan como el latón.

– Eso dicen todos y después, para uno que vuelve, cien se largan, y si te he visto no me acuerdo. ¡Ni hablar! ¡Cria cuervos y te sacarán los ojos! Dile a Pepe que ya sabe: a la calle con suavidad, y en la acera, dos patadas bien dadas donde se tercie. ¡Pues nos ha merengao!

El echador se marchaba cuando doña Rosa volvió a hablarle.

– ¡Oye! ¡Dile a Pepe que se fije en la cara!

– Sí, señorita.

Doña Rosa se quedó mirando para la escena. Luis llega, siempre con sus lecheras, hasta Pepe y le habla al oído.

– Eso es todo lo que dice. Por mí, ¡bien lo sabe Dios!

Pepe se acerca al cliente y éste se levanta con lentitud. Es un hombrecillo desmedrado, paliducho, enclenque, con lentes de pobre alambre sobre la mirada. Lleva la americana raída y el pantalón desflecado. Se cubre con un flexible gris oscuro, con la cinta llena de grasa, y lleva un libro forrado de papel de periódico debajo del brazo.

– Si quiere, le dejo el libro.

– No. Ande, a la calle, no me alborote.

El hombre va hacia la puerta con Pepe detrás. Los dos salen afuera. Hace frío y las gentes pasan presurosas. Los vendedores vocean los diarios de la tarde. Un tranvía tristemente, trágicamente, casi lúgubremente bullanguero, baja por la calle de Fuencarral.

El hombre no es un cualquiera, no es uno de tantos, no es un hombre vulgar, un hombre del montón, un ser corriente y moliente; tiene un tatuaje en el brazo izquierdo y una cicatriz en la ingle. Ha hecho sus estudios y traduce algo del francés. Ha seguido con atención el ir y venir del movimiento intelectual y literario, y hay algunos folletones de El Sol que todavía podría repetirlos casi de memoria. De mozo tuvo una novia suiza y compuso poesías ultraístas.

El limpia habla con don Leonardo. Don Leonardo le está diciendo:

– Nosotros los Meléndez, añoso tronco emparentado con las más rancias familias castellanas, hemos sido otrora dueños de vidas y haciendas. Hoy, ya lo ve usted, ¡casi en medio de la rué!

Segundo Segura siente admiración por don Leonardo. El que don Leonardo le haya robado sus ahorros es, por lo visto, algo que le llena de pasmo y de lealtad. Hoy don Leonardo está locuaz con él, y él se aprovecha y retoza a su alrededor como un perrillo faldero. Hay días, sin embargo, en que tiene peor suerte y don Leonardo lo trata a patadas. En esos días desdichados, el limpia se le acerca sumiso y le habla humildemente, quedamente.

– ¿Qué dice usted?

Don Leonardo ni le contesta. El limpia no se preocupa y vuelve a insistir.

– ¡Buen día de frío!

– Si.

El limpia entonces sonríe. Es feliz y, por ser correspondido, hubiera dado gustoso otros seis mil duros.

– ¿Le saco un poco de brillo?

El limpia se arrodilla, y don Leonardo, que casi nunca suele ni mirarle, pone el pie con, displicencia en la plantilla de hierro de la caja.

Pero hoy, no. Hoy don Leonardo está contento. Segura mente está redondeando el anteproyecto para la creación ile una importante Sociedad Anónima.

– En tiempos, ¡oh, mon Dieu!, cualquiera de nosotros se asomaba a la Bolsa y allí nadie compraba ni vendía hasta ver lo que hacíamos.

– ¡Hay que ver! ¿Eh?

Don Leonardo hace un gesto ambiguo con la boca, mientras con la mano dibuja jeribeques en el aire.

– ¿Tiene usted un papel de fumar? -dice al de la mesa de al lado-; quisiera fumar un poco de picadura y me encuentro sin papel en este momento.

El limpia calla y disimula; sabe que es su deber.

Doña Rosa se acerca a la mesa de Elvirita, que habia estado mirando para la escena del camarero y el hombre que no pagó el café.

– ¿Ha visto usted, Elvirita?

La señorita Elvira tarda unos instantes en responder.

– ¡Pobre chico! A lo mejor no ha comido en todo el día, doña Rosa.

– ¿Usted también me sale romántica? ¡Pues vamos servidos! Le juro a usted que a corazón tierno no hay quien me gane, pero, ¡con estos abusos!

Elvirita no sabe qué contestar. La pobre es una sentimental que se echó a la vida para no morirse de hambre, por lo menos, demasiado de prisa. Nunca supo hacer nada y, además, tampoco es guapa ni de modales finos. En su casa, de niña, no vio más que desprecio y calamidades.

Elvirita era de Burgos, hija de un punto de mucho cuidado, que se llamó, en vida, Fidel Hernández. A Fidel Hernández, que mató a la Eudosia, su mujer, con una lezna de zapatero, lo condenaron a muerte y lo agarrotó Gregorio Ma yoral en el año 1909. Lo que él decia: "Si la mato a sopas con sulfato, no se entera ni Dios". Elvirita, cuando se que do huérfana, tenia once o doce años y se fue a Villalón, a vivir con una abuela, que era la que pasaba el cepillo del pan de San Antonio en la parroquia. La pobre vieja vivia mal, y cuando le agarrotaron al hijo empezó a desinflarse y al poco tiempo se murió. A Elvirita la embromaban las otras mozas del pueblo enseñándole la picota y diciéndole: "¡En otra igual colgaron a tu padre, tía asquerosa!" Elvirita, un dia que ya no pudo aguantar más, se largó del pueblo con un asturiano que vino a vender peladillas por la función. Anduvo con él dos años largos, pero como le daba unas tundas tremendas que la deslomaba, un día, en Orense, lo mandó al cuerno y se metió de pupila en casa de la Pelona, en la calle del Villar, donde conoció a una hija de la Marraca, la leñadora de la pradera de Francelos, en Ri-badavia, que tuvo doce hijas, todas busconas. Desde entonces, para Elvirita todo fue rodar y coser y cantar, digámoslo así.