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La pobre estaba algo amargada, pero no mucho. Además, era de buenas intenciones y, aunque tímida, todavía un poco orgullosa.

Don Jaime Arce, aburrido de estar sin hacer nada, mirando para el techo y pensando en vaciedades, levanta la cabeza del respaldo y explica a la señora silenciosa del hijo muerto, a la señora que ve pasar la vida desde debajo de la escalera de caracol que sube a los billares:

– Infundios… Mala organización… También errores, no lo niego. Créame que no hay más. Los bancos funcionan defectuosamente, y los notarios, con sus oficiosidades, con sus precipitaciones, echan los pies por alto antes de tiempo y organizan semejante desbarajuste que después no hay quien se entienda.

Don Jaime pone un mundano gesto de resignación.

– Luego viene lo que viene: los protestos, los líos y la monda.

Don Jaime Arce habla despacio, con parsimonia, incluso con cierta solemnidad. Cuida el ademán y se preocupa por dejar caer las palabras lentamente, como para ir viendo, y midiendo y pesando, el efecto que hacen. En el fondo, no carece también de cierta sinceridad. La señora del hijo muerto, en cambio, es como una tonta que no dice nada; escucha y abre los ojos de una manera rara, de una manera que parece más para no dormirse que para atender.

– Eso es todo, señora, y lo demás, ¿sabe lo que le digo?, lo demás son macanas.

Don Jaime Arce es hombre que habla muy bien, aunque dice, en medio de una frase bien cortada, palabras poco finas, como la monda, o el despiporrio, y otras por el estilo.

La señora lo mira y no dice nada. Se limita a mover la cabeza, para adelante y para atrás, con un gesto que tampoco significa nada.

– Y ahora, ¡ya ve usted!, en labios de la gente. ¡Si mi pobre madre levantara la cabeza!

La señora, la viuda de Sanz, doña Isabel Montes, cuando don Jaime andaba por lo de "¿Sabe lo que le digo?", empezó a pensar en su difunto, en cuando lo conoció, de veintitrés años, apuesto, elegante, muy derecho, con el bigote engomado. Un vaho de dicha recorrió, un poco confusamente, su cabeza, y doña Isabel sonrió, de una manera muy discreta, durante medio segundo. Después se acordó ' del pobre Paquito, de la cara de bobo que se le puso con la meningitis, y se entristeció de repente, incluso con violencia.

Don Jaime Arce, cuando abrió los ojos que había entornado para dar mayor fuerza a lo de "¡Si mi pobre madre levantara la cabeza!", se fijó en doña Isabel y le dijo, obsequioso:

– ¿Se siente usted mal, señora? Está usted un poco pálida.

– No, nada, muchas gracias. ¡Ideas que se le ocurren a una!

Don Pablo, como sin querer, mira siempre un poco de reojo para la señorita Elvira. Aunque ya todo terminó, él no puede olvidar el tiempo que pasaron juntos. Ella, bien mirado, era buena, dócil, complaciente. Por fuera, don Pablo fingía como despreciarla y la llamaba tía guarra y meretriz, pero por dentro la cosa variaba. Don Pablo, cuando, en voz baja, se ponía tierno, pensaba: "No son cosas del sexo, no; son cosas del corazón". Después se le olvidaba y la hubiera dejado morir de hambre y de lepra con toda tranquilidad; don Pablo era asi.

– Oye, Luis, ¿qué pasa con ese joven?

– Nada, don Pablo, que no le daba la gana de pagar el café que se había tomado.

– Habérmelo dicho, hombre; parecía buen muchacho.

– No se fíe; hay mucho mangante, mucho desaprensivo. Doña Pura, la mujer de don Pablo, dice:

– Claro que hay mucho mangante y mucho desaprensivo, ésa es la verdad. ¡Si se pudiera distinguir! Lo que tendría que hacer todo el mundo es trabajar como Dios manda, ¿verdad, Luis?

– Puede; sí, señora.

– Pues eso. Así no habría dudas. El que trabaje que se tome su café y hasta un bollo suizo si le da la gana; pero el que no trabaje…, ¡pues mira! El que no trabaja no es digno de compasión; los demás no vivimos del aire.

Doña Pura está muy satisfecha de su discurso; realmente le ha salido muy bien.

Don Pablo vuelve otra vez la cabeza hacia la señora que se asustó del gato.

– Con estos tipos que no pagan el café hay que andarse con ojo, con mucho ojo. No sabe uno nunca con quién tropieza. Ése que acaban de echar a la calle, lo mismo es un ser genial, lo que se dice un verdadero genio como Cervantes o como Isaac Peral, que un fresco redomado. Yo le hubiera pagado el café. ¿A mi qué más me da un café de más que de menos?

– Claro.

Don Pablo sonrió como quien, de repente, encuentra que tiene toda la razón.

– Pero eso no lo encuentra usted entre los seres irracionales. Los seres irracionales son más gallardos y no engañan nunca. Un gatito noble como ése, ¡je, je!, que tanto miedo le daba, es una criatura de Dios, que lo que quiere es jugar, nada más que jugar.

A don Pablo le sube a la cara una sonrisa de beatitud. Si se le pudiese abrir el pecho, se le encontraría un corazón negro y pegajoso como la pez.

Pepe vuelve a entrar a los pocos momentos. La dueña, que tiene las manos en los bolsillos del mandil, los hombros echados para atrás y las piernas separadas, lo llama con una voz seca, cascada; con una voz que parece el chasquido de un timbre con la campanilla partida.

– Ven acá.

Pepe casi no se atreve a mirarla.

– ¿Qué quiere?

– ¿Le has arreado?

– Sí, señorita.

– ¿Cuántas?

– Dos.

La dueña entorna los ojitos tras los cristales, saca las manos de los bolsillos y se las pasa por la cara, donde apuntan los cañotes de la barba, mal tapados por los polvos de arroz.

– ¿Dónde se las has dado?

– Donde pude; en las piernas.

– Bien hecho. ¡Para que aprenda! ¡Así otra vez no querrá robarle el dinero a las gentes honradas!

Doña Rosa, con sus manos gordezuelas apoyadas sobre el vientre, hinchado como un pellejo de aceite, es la imagen misma de la venganza del bien nutrido contra el hambriento. ¡Sinvergüenzas! ¡Perros! De sus dedos como morcillas se reflejan hermosos, casi lujuriosos, los destellos de las lámparas.

Pepe, con la mirada humilde, se aparta de la dueña. En el fondo, aunque no lo sepa demasiado, tiene la conciencia tranquila.

Don José Rodríguez de Madrid está hablando con dos amigos que juegan a las damas.

– Ya ven ustedes, ocho duros, ocho cochinos duros. Después la gente, habla que te habla. Uno de los jugadores le sonríe.

– ¡Menos da una piedra, don José!

– ¡Psché! Poco menos. ¿A dónde va uno con ocho duros?

– Hombre, verdaderamente, con ocho duros poco se puede hacer, ésa es la verdad; pero, ¡en fin!, lo que yo digo, para casa todo, menos una bofetada.

– Sí, eso también es verdad; después de todo, los he ganado bastante cómodamente…

Al violinista a quien echaron a la calle por contestar a don José, ocho duros le duraban hasta ocho días. Comía poco y mal, cierto es, y no fumaba más que de prestado, pero conseguía alargar los ocho duros durante una semana entera; seguramente, habría otros que aún se defendían con menos.

La señorita Elvira llama al cerillero.

– ¡Padilla!

– ¡Voy, señorita Elvira!

– Dame dos tritones; mañana te los pago.

– Bueno.

Padilla sacó los dos tritones y se los puso a la señorita Elvira sobre la mesa.

– Uno es para luego, ¿sabes?, para después de la cena.

– Bueno, ya sabe usted, aquí hay crédito. El cerillero sonrió con un gesto de galantería. La señorita Elvira sonrió también.