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– Oye, ¿quieres darle un recado a Macario?

– Sí.

– Dile que toque "Luisa Fernanda", que haga el favor.

El cerillero se marchó arrastrando los pies, camino de la tarima de los músicos. Un señor que llevaba ya un rato timándose con Elvirita, se decidió por fin a romper el hielo.

– Son bonitas las zarzuelas, ¿verdad, señorita?

La señorita Elvira asintió con un mohín. El señor no se desanimó; aquel visaje lo interpretó como un gesto de simpatía.

– Y muy sentimentales, ¿verdad? La señorita Elvira entornó los ojos. El señor tomó nuevas fuerzas.

– ¿A usted le gusta el teatro?

– Si es bueno…

El señor se rió como festejando una ocurrencia muy chistosa. Carraspeó un poco, ofreció fuego a la señorita Elvira, y continuó:

– Claro, claro. ¿Y el cine? ¿También le agrada el cine?

– A veces…

El señor hizo un esfuerzo tremendo, un esfuerzo que le puso colorado hasta las cejas.

– Esos cines oscuritos, ¿eh?, ¿qué tal?

La señorita Elvira se mostró digna y suspicaz.

– Yo al cine voy siempre a ver la película. El señor reaccionó.

– Claro, naturalmente, yo también… Yo lo decía por los jóvenes, claro, por las parejitas, ¡todos hemos sido jóvenes!… Oiga, señorita, he observado que es usted fumadora; a mí esto de que las mujeres fumen me parece muy bien, claro que muy bien; después de todo, ¿qué tiene de malo? Lo mejor es que cada cual viva su vida, ¿no le parece a usted? Lo digo porque, si usted me lo permite (yo ahora me tengo que marchar, tengo mucha prisa, ya nos encontraremos otro día para seguir charlando), si usted me lo permite, yo tendría mucho gusto en… vamos, en proporcionarle una cajetilla de tritones.

El señor habla precipitadamente, azoradamente. La señorita Elvira le respondió con cierto desprecio, con el gesto de quien tiene la sartén por el mango.

– Bueno, ¿por qué no? ¡Si es capricho!

El señor llamó al cerillero, le compró la cajetilla, se la entregó con su mejor sonrisa a la señorita Elvira, se puso el abrigo, cogió el sombrero y se marchó. Antes le dijo a la señorita Elvira:

– Bueno, señorita, tanto gusto. Leoncio Maestre, para servirla. Como le digo, ya nos veremos otro día. A lo mejor somos buenos amiguitos.

La dueña llama al encargado. El encargado se llama López, Consorcio López, y es natural de Tomelloso, en la provincia de Ciudad Real, un pueblo grande y hermoso y de mucha riqueza. López es un hombre joven, guapo, incluso atildado, que tiene las manos grandes y la frente estrecha. Es un poco haragán y los malos humores de doña Rosa se los pasa por la entrepierna. "A esta tía -suele decir- lo mejor es dejarla hablar; ella sola se para." Consorcio López es un filósofo práctico; la verdad es que su filosofia le da buen resultado. Una vez, en Tomelloso, poco antes de venirse para Madrid, diez o doce años atrás, el hermano de una novia que tuvo, con la que no quiso casar después de hacerle dos gemelos, le dijo: "O te casas con la Marujita o te los corto donde te encuentre". Consorcio, como no quería casarse ni tampoco quedar capón, cogió el tren y se metió en Madrid; la cosa debió irse poco a poco olvidando porque la verdad es que no volvieron a meterse con él. Consorcio llevaba siempre en la cartera dos fotos de s gemelitos: una, de meses aún, desnuditos encima de un cojin, y otra de cuando hicieron la primera comunión, que había mandado su antigua novia, Maruja Ranero, entonces ya señora de Gutiérrez.

Doña Rosa, como decimos, llamó al encargado.

– ¡López!

– Voy, señorita.

– ¿Cómo andamos de vermú?

– Bien, por ahora bien.

– ¿Y de anís?

– Así, así. Hay algunos que ya van faltando.

– ¡Pues que beban de otro! Ahora no estoy para meterme en gastos, no me da la gana. ¡Pues anda con las exigencias! Oye, ¿has comprado eso?

– ¿El azúcar?

– Sí.

– Si; mañana lo van a traer.

– ¿A catorce cincuenta, por fin?

– Sí; querían a quince, pero quedamos en que, por junto, bajarían esos dos reales.

– Bueno, ya sabes: bolsita y no repite ni Dios. ¿Estamos?

– Si, señorita.

El jovencito de los versos está con el lápiz entre los labios, mirando para el techo. Es un poeta que hace versos "con idea". Esta tarde la idea ya la tiene. Ahora le faltan consonantes. En el papel tiene apuntados ya algunos. Ahora busca algo que rime bien con río y que no sea tio, ni tronío; albedrío, le anda ya rondando. Estío, también.

– Me aguarda una caparazón estúpida, una concha de hombre vulgar.

La niña de ojos azules… Quisiera, sin embargo, ser fuerte, fortísimo. De ojos azules y bellos… O la obra mata al hombre o el hombre mata a la obra. La de los rubios cabellos… ¡Morir! ¡Morir, siempre! Y dejar un breve libro de poemas. ¡Qué bella, qué bella está…!

El joven poeta está blanco, muy blanco, y tiene dos rosetones en los pómulos, dos rosetones pequeños.

– La niña de ojos azules… Río, rio, río. De ojos azules y bellos… Tronío, tío, tronío, tio. La de los rubios cabellos… Albedrío. Recuperar de pronto su albedrío. La niña de ojos azules… Estremecer de gozo su albedrío. De ojos azules y bellos… Derramando de golpe su albedrío. La niña de ojos azules… Y ahora ya tengo, intacto, mi albedrío. La niña de ojos azules… O volviendo la cara al manso estío. La niña de ojos azules… La niña de ojos… ¿Cómo tiene la niña los ojos…? Cosechando las mieses del estío. La niña… ¿Tiene ojos la niña…? Larán, larán, larán, larán, la, estío…

El jovencito, de pronto, nota que se le borra el Café.

– Besando el universo en el estío. Es gracioso… Se tambalea un poco, como un niño mareado, y siente que un calor intenso le sube hasta las sienes.

– Me encuentro algo… Quizás mi madre… Sí; estío, estío… Un hombre vuela sobre una mujer desnuda… ¡Qué tío…! No, tío, no… Y entonces yo le diré: ¡jamás!… El mundo, el mundo… Sí, gracioso, muy gracioso…

En una mesa del fondo, dos pensionistas, pintadas como monas, hablan de los músicos.

– Es un verdadero artista; para mí es un placer escucharle. Ya me lo decía mi difunto Ramón, que en paz descanse: "Fíjate, Matilde, sólo en la manera que tiene de echarse el violin a la cara". Hay que ver lo que es la vida: si ese chico tuviera padrinos llegaría muy lejos.

Doña Matilde pone los ojos en blanco. Es gorda, sucia y pretensiosa. Huele mal y tiene una barriga tremenda, toda llena de agua.

– Es un verdadero artista, un artistazo.

– Sí, verdaderamente: yo estoy todo el día pensando en esta hora. Yo también creo que es un verdadero artista. Cuando toca, como él sabe hacerlo, el vals de "La viuda alegre", me siento otra mujer.

Doña Asunción tiene un condescendiente aire de oveja.

– ¿Verdad que aquélla era otra música? Era más fina, ¿verdad?, más sentimental.

Doña Matilde tiene un hijo imitador de estrellas, que vive en Valencia. Doña Asunción tiene dos hijas: una casada con un subalterno del Ministerio de Obras Públicas, que se llama Miel Contreras y es algo borracho, y otra, soltera, que salió armas tomar y vive en Bilbao, con un catedrático.

El prestamista limpia la boca del niño con un pañuelo. Tiene los ojos brillantes y simpáticos y, aunque no va muy aseado, aparenta cierta prestancia. El niño se ha tomado un doble de café con leche y dos bollos suizos, y se ha quedado tan fresco.

Don Trinidad García Sobrino no piensa ni se mueve. Es un hombre pacífico, un hombre de orden, un hombre que quiere vivir en paz. Su nieto parece un gitanillo flaco, y barrigón. Lleva un gorro de punto y unas polainas, también Ir punto; es un niño que va muy abrigado.

¾¿Le pasa a usted algo, joven? ¿Se siente usted mal?

El joven poeta no contesta. Tiene los ojos abiertos y pasmados y parece que se ha quedado mudo. Sobre la frente le cae una crencha de pelo.