– Tampoco lo es intentar llevarte a la cama a la mujer que me gusta -observé.
– ¡Hombre, Weaver…! Pensaba que habíamos acordado no hablar más de eso…
– Excepto cuando yo esté intentando manipularte para que te comportes como deseo. En esos casos, lo sacaré a colación.
– Es una maldad por tu parte. ¿Hasta cuándo piensas jugar así conmigo?
– Durante el resto de tu vida, Elias. Si no lo saco a relucir, me amargará.
Él asintió.
– No puedo discutírtelo. Pero observo que hablas del resto de mi vida, no del resto de la tuya. ¿Tienes algún secreto de longevidad que yo no conozca?
– Sí. No intentar acostarme jamás con mujeres deseadas por alguno de mis amigos. Deberías probarlo alguna vez.
Estaba a punto de replicarme, cuando levanté mi mano.
– Aguarda -le dije-. Querría oír esto.
Un miembro de la asamblea de accionistas, cuya tarea parecía ser la de actuar como una especie de maestro de ceremonias, estaba informando a la sala de que el señor Forester, de la junta de comisionados, tenía que dirigirse a la sala acerca de un asunto urgente.
Sospeché que cuando un caballero deseaba hablar a propósito de la longitud de los clavos utilizados en los cajones, su parlamento sería descrito siempre como un asunto urgente, porque ninguno prestó especial atención. Los adormilados siguieron dormitando; los que almorzaban, almorzando; los que charlaban no dejaron de parlotear y el estudiante continuó estudiando. Mi atención, empero, se clavó fijamente en el podio.
– Caballeros… -empezó Forester-. Me temo que son dos los asuntos urgentes de los que voy a hablaros hoy. Uno presagia excelentes posibilidades para el futuro de la Compañía si somos capaces de gestionarlo bien. El otro es bastante desagradable y, aunque aborrezco tener que mencionarlo, temo que es mi deber hacerlo. Pero vayamos primero a lo bueno.
Forester hizo una señal a un sirviente al que no había visto antes, que se acercó con una decorativa caja de madera lacada, decorada con espirales de oro, rojas y negras, sin duda un producto de Oriente. En su parte superior tenía un asa en forma de elefante. Forester la levantó y entregó luego la tapa al sirviente. Sacó del interior de la caja un compacto rollo de tela. Con él en la mano, devolvió el resto de la caja al sirviente, que se alejó de allí. Era evidente que no había necesitado para nada la caja, pero comprendí que Forester era un hombre aficionado a los efectos dramáticos y me dije que estábamos a punto de asistir a alguna demostración fascinante.
– Tengo en mi mano el futuro de la Compañía de las Indias Orientales -anunció Forester-. No necesito deciros que el día en que el Parlamento aprobó la legislación que hace problemática la venta de telas indias en nuestro país fue uno de los momentos más decepcionantes de la historia de nuestra organización. Estamos a apenas unas semanas de vernos forzados a impedir a nuestros propios ciudadanos el acceso a las telas que importamos. Aunque se han hecho esfuerzos para ampliar los mercados en las pocas telas que aún podemos vender, la verdad es que la Compañía ha fracasado en montar un contraataque proporcionado frente a los intereses laneros, por lo que pudiera ser que pronto nos encontráramos con un descenso de nuestros beneficios. Me referiré a esto más tarde.
No me cabía duda de que Forester cargaría claramente sobre los hombros de Ellershaw la responsabilidad de esta situación; a menos que Ellershaw fuera capaz de prometer, de manera creíble, que la legislación iba a ser revocada, parecía seguro que tenía sus días contados.
– Lo que ha ocurrido en el Parlamento es, sin duda, terrible -siguió-, y ha habido rumores de futuras medidas más terribles aún. Todos hemos oído hablar de ellas. Se habla de una nueva máquina, una capaz de transformar el algodón americano en una réplica exacta de las telas indias, a la vez ligeras, cómodas y elegantes. Es muy cierto que la industria local del teñido lleva años perfeccionando sus técnicas y que gran parte de las telas indias que se disfrutan en este reino han sido teñidas aquí: por lo cual, si ese algodón americano fuera tejido en la fabulosa máquina que dicen, y se tiñera aquí, sería imposible para el consumidor señalar la diferencia. No me cabe duda de que los expertos de Craven House podrían señalar las pequeñas variantes, pero no los consumidores Por lo cual una máquina así podría suponer el fin de nuestro comercio textil con Oriente.
A estas alturas, los asistentes se mostraban mucho más animados. Silbidos y gritos de «¡no!» recorrían la sala. Hasta el propio Elias, que había estado fingiendo aburrimiento, se hallaba ahora completamente alerta.
– Ha sabido de su existencia desde el primer momento -me susurró refiriéndose a la máquina de Pepper.
– Estoy aquí para deciros dos cosas, caballeros. La primera, que esa máquina es real. He visto sus trabajos. -Los gritos apagaron su voz y tuvo que aguardar unos momentos antes de que en la asamblea se hiciera suficiente silencio para permitirle seguir. Lo hizo finalmente, pero el rumor en la sala hacía difícil oírlo-. Sí, es real. Esa máquina es una realidad. Pero la segunda cosa que debo deciros es que este no es un momento de derrota, sino de triunfo. Siempre se ha considerado semejante máquina como un enemigo de la Compañía, pero no lo es si somos nosotros quienes la tenemos. Si es nuestra, si podemos emplearla como queramos, en beneficio nuestro. Porque eso, amigos míos, significa riquezas inimaginables.
Tenía ahora atrapada toda la atención de la asamblea.
– Pensad en ello. Seguimos manteniendo el comercio con la India. Tenemos nuestra infraestructura allí y Europa entera desea que le vendamos telas indias. Pero dejamos de expansionarnos en la India y, en lugar de ello, invertimos en la producción algodonera norteamericana. Obtenemos el algodón de América, lo hilamos aquí en las máquinas de la propia Craven House, encargamos que sea teñido y lo vendemos luego en el mercado interior. En vez de competir con la producción textil del país, nos entretejemos con ella, si me permitís este juego de palabras. Sí, claro, los hombres que tienen intereses laneros continuarán dándonos problemas, pero ya no podrán decir que quitamos el pan de la boca de los trabajadores de esta nación. Por el contrario, crearemos nuevos trabajos y nos convertiremos en los ídolos de quienes los buscan. Y, puesto que seremos los dueños de las máquinas, la capacidad de esos trabajadores para dictarnos sus salarios se verá limitada. En suma, caballeros, con estas nuevas máquinas tendremos un poder absoluto sobre la industria texticlass="underline" sobre los tejidos indios y los mercados extranjeros, sobre el algodón americano y nuestro mercado interior.
La sala se transformó en una alborotada confusión de voces. Había muchos hombres de pie señalando y agitando los brazos, asintiendo o sacudiendo la cabeza. Pero, por lo que yo podía adivinar, la mayoría de ellos se sentían entusiasmados por lo que acababan de oír.
Por mi parte, yo apenas podía entender todo aquello. Mis esfuerzos no habían servido para nada. La Compañía había tenido en su poder la máquina desde el principio, se aprovecharía de ella y convertiría en esclavos a los trabajadores de Londres. Solo podía encontrar cierta satisfacción en el hecho de que aquello significaba que no solo habían fracasado los amos franceses de Cobb en el intento de tener el control de la máquina, sino que también se habían quedado sin ella Celia Glade y sus jefes británicos. La Compañía les había ganado la partida a todos.
Tras unos minutos de caos en los que Forester intentó en vano recuperar el dominio de la asamblea, escuché una enérgica llamada al orden.
– ¡Calma! -gritó una voz-. ¡Tranquilizaos todos! -Era la voz de Ellershaw, que entraba en aquel momento en la sala con una seguridad en sí mismo que yo nunca le había visto antes. Llevaba un traje nuevo, limpio, flamante y, aunque caminaba arrastrando un poco los pies, su porte exhibía una autoridad que yo casi calificaría de regia.