– En lugar de alentar vuestra indignación con el señor Franco -dijo la señorita Glade-, tal vez queráis darle las gracias. Fue por consideración a vos como él se puso en contacto con el ministro y decidió cambiar de partido y unirse a nosotros.
– Así es -dijo Franco-. Sabía que Cobb era un villano, y vos, un hombre de honor, y por eso, con mi hija ya en el extranjero, arriesgué mi seguridad para trabajar a favor de mi nuevo país, en lugar de intrigar contra él. Por desgracia, la condición que me impusieron para mi servicio fue que no debía deciros a vos nada de todo esto.
– ¿Y eso?
La señorita Glade se rió.
– ¿Acaso no es evidente que vuestras convicciones son demasiado sutiles como para que alguien pueda confiar en ellas en asuntos como este, en los que hay cierta ambigüedad entre lo que está bien y lo que está mal? Sabíamos que jamás serviríais de buen grado a los franceses y que, llegado el caso de tener que elegir, optaríais por servir a vuestro propio reino. Pero no estábamos tan seguros de lo que haríais si existía un conflicto entre vuestra idea de lo que era mejor para el reino y la idea que teníamos nosotros al respecto.
Expresé mi disgusto con un bufido.
– ¿Y por eso jugasteis conmigo como si fuera un títere?
– Nunca quisimos eso -afirmó Franco, compadeciéndome.
– Habéis vivido lo suficiente en este mundo, Weaver, para saber que no siempre es posible actuar como deseamos, y que a veces tenemos que sacrificar nuestras propias inclinaciones por un bien más importante. Si yo supiera que mi gobierno me ha engañado con ese objetivo, no protestaría. Elegiría siempre que actuara así, antes que perder una oportunidad por mi culpa -dijo la señorita Glade.
– Esa es vuestra elección, no la mía -apunté-. No creo que el gobierno haga un buen negocio apoyando a esta Compañía. Dos grandes poderes no pueden llevarse bien nunca, y llegará un momento en que uno de los dos tratará de destruir al otro.
– Puede que llegue un día en que el ministro se enfrente a Craven House -replicó la señorita Glade-, pero ahora tenemos que vérnoslas con Francia, y los franceses quieren destruir la Compañía de las Indias Orientales como medio para acabar con nuestro poder en el extranjero. La política no puede versar siempre sobre lo que es moral y justo y beneficioso para todos los hombres y todas las épocas. Versa sobre lo que conviene hacer ahora y sobre cuál es el menor de los males.
– ¡Triste forma de gobernar una nación! No sois mejores que los hombres de la Compañía, que solo piensan en lo que pueda ocurrir de una asamblea general a otra.
– Es la única manera de gobernar una nación -replicó-. Cualquier otro método está condenado al fracaso.
Tras una pausa, la señorita Glade se volvió hacia el señor Franco:
– Pienso que ya habéis tenido la oportunidad de defender vuestra postura como deseabais -le dijo-. ¿Podría sugeriros que nos dejarais ahora solos para que podamos cambiar unas palabras en privado?
Franco lo hizo así; hizo una nueva reverencia y salió del cuarto. La señorita Glade cerró entonces la puerta y se volvió hacia mí, mostrando en su boca una encantadora sonrisa con dientes blanquísimos.
– Veamos… -me dijo-. ¿De verdad estáis enfadado conmigo?
– Me habláis como si existiera entre nosotros una relación en la que mi enfado pudiese turbaros. Pero para mí no sois más que una traidora y una manipuladora.
– No quiero creer eso -respondió ella-. Estáis molesto conmigo, pero no pensáis de mí todo eso. Vuestro orgullo está herido porque yo he ido por delante de vos estas semanas, pero creo que me veréis con una luz más amable cuando consideréis más detenidamente lo ocurrido. Suponiendo, naturalmente, que no lo veáis ya así. Porque pienso que tenéis mejor concepto de mí de lo que estáis dispuesto a reconocer.
No respondí a eso, porque no quería ni confesar ni mentirle. En lugar de eso, cambié de conversación.
– Decidme unas cosas: sugeristeis que los franceses dieron muerte a Baghat. ¿Mataron también a Carmichael? ¿Y qué le ocurrió a Pepper?
– En cuanto a Carmichael, tenemos cierta información que nos lleva a sospechar que lo hizo uno de los hombres de Ellershaw.
– ¡Cómo! -exclamé-. ¿Y lo dejáis en libertad con semejante delito encima?
– Tenéis que haceros cargo de todo lo que se está jugando aquí. Es una lucha entre naciones por la hegemonía mundial, por un imperio como nunca se ha visto otro semejante. Es un premio que ha de ser deseado, sí, pero, más aún, que nuestros enemigos podrían conseguir si no luchamos cueste lo que nos cueste. ¿Deseáis que Francia domine Europa y el mundo? ¿Habéis considerado el bienestar de cuantos viven bajo el dominio británico…aquí y en las colonias? ¿Debo explicaros cómo viven en los países católicos del continente?
– Soy consciente de todo eso -respondí. -No siento por Ellershaw nada más que odio y, como vos, querría que fuera castigado por sus crímenes; pero esto es una guerra…, una auténtica guerra, con las mismas, si no mayores, consecuencias que las que libran grandes ejércitos en los campos de batalla. Si hemos de aguantar a un canalla como Ellershaw, lo aguantaremos…, como los reyes tienen que aguantar a algunos monstruos que en ocasiones son notables comandantes en los combates.
– ¿No lo castigarán, entonces?
– No podrán. Aunque tuviéramos pruebas concluyentes, de las que carecemos, no sería prudente ir contra él. -Me sonrió al decirlo-. Y no se os ocurra sacar a relucir vuestro rudo sentido de la justicia, os lo ruego. Si al señor Ellershaw le ocurriera algún desgraciado accidente, no creo que el ministro accediera a echar tierra sobre el asunto, y yo no estaría en disposición de poder protegeros. Debéis pensar en otra forma de retribución.
Yo no podía saber a qué se refería con estas palabras, pero sospecho que conocía mis pensamientos mucho mejor de lo que yo hubiese querido. Me aparté, pues, de ella, con las manos cruzadas detrás de mi espalda.
– ¿Y qué hay de Absalom Pepper? ¿Quién lo mató, y será conducida ante la justicia esa persona?
– Veo que os habéis vuelto de espaldas para hacerme esta pregunta… -me dijo-. ¿Nos os fiáis de vos?
La ansiedad y la preocupación me llenaban en igual medida, pero no podía soslayar aquel reto. Así que me volví para mirarla.
– ¿Quién lo mató? -insistí.
– Creo que ya conocéis la respuesta -me dijo, con aquella sonrisa suya que yo encontraba a la vez irritante e irresistible.
– Si la supiera, ¿no iría a denunciarlo ante la justicia?
– Creo que lo haréis.
– ¿Y no me detendréis?
– No -respondió ella.
– ¿Aprobará eso el ministro?
– El ministro no se enterará.
Estudié detenidamente su rostro y me pregunté si estaría tendiéndome una especie de trampa.
– ¿Y, aun así, no trataréis de detenerme?
– No debéis pensar que me ciegue tanto mi lealtad. Haría cualquier cosa para impedir que Francia consiguiera el poder que busca la Gran Bretaña, pero eso no significa que sea incapaz de ver lo que representan estas compañías. Tenéis razón en preguntar qué ocurre cuando se hacen demasiado poderosas, y estoy de acuerdo con vos en creer que es mejor que ese poder sea recortado mientras aún tenemos el arma con la que combatirlo. Actuad, pues, como deseéis; que yo, en cuanto dependa oficialmente de mí, no me daré por enterada. Y en un nivel más privado, pienso incluso que os haré saber mi aprobación. Mi sorpresa era completa.
– Se diría, señorita Glade, que vos y yo compartimos bastante más de ese afán de justicia de cuanto yo había imaginado al principio…
– ¿Habíais podido dudarlo? Sé que actuáis como creéis que es lo mejor y, puesto que no estoy en desacuerdo con vos. os ayudaré en lo que pueda. En cuanto a las deudas acaparadas contra vos y vuestros amigos, podéis confiar en que el ministro resolverá el asunto. Lo que, sin embargo, no podré pagaros son las veinte libras convenidas.