– Pienso que ese castigo no es necesario -dije-. No lo haré.
– Comprometéis vuestra posición con nosotros -me informó.
– Es un riesgo que estoy dispuesto a correr -repliqué sacudiendo la cabeza.
Ellershaw me fulminó con la mirada. Creí por un instante que azotaría él mismo al infeliz, pero, en lugar de eso, dejó caer al suelo la madera e hizo un ademán desdeñoso.
– Soltadlo -ordenó a los vigilantes que tenían sujeto a Carmichael.
Un grito de júbilo salió de la garganta de los hombres y oí también mi nombre pronunciado en términos de aprobación. Ellershaw frunció el ceño mirándolos a ellos y a mí.
– Os ruego que me aguardéis fuera, delante de la casa -me dijo-, donde confío que podáis ofrecerme una explicación para este motín.
Yo incliné la cabeza y salí entre los vítores de los hombres, porque parecía como si mi acto de desafío me hubiera granjeado su voluntad. Solo el indio, Aadil, estaba agazapado detrás, y seguía mirándome con su expresión extraña y amenazadora. Por mi parte, temía volver a encontrarme con Ellershaw, pues estaba seguro de que me despediría y con eso me vería obligado a explicarle a Cobb todo lo que había ocurrido. Pero estaba muy equivocado, porque el hombre de la Compañía de las Indias Orientales se acercó a mi con una gran sonrisa y me dio una palmada en el hombro.
– ¡Muy bien hecho! -me dijo-. Esos hombres os aprecian ahora y os seguirán a donde queráis.
Me quedé sin habla un instante.
– No comprendo… ¿Queréis decir que deseabais que me negara a azotar a ese pobre tipo? Ojalá me hubierais explicado mejor vuestros deseos, porque pensaba estar desafiándoos abiertamente.
– Oh, sí, claro… me desafiasteis. Yo no quería que os negarais, pero el resultado final es excelente, y no reñiremos por eso. Venid, volvamos a mi despacho. Hay algo de gran importancia que deseo comentar con vos.
– ¿Qué nueva sorpresa me daréis?
Él advirtió por el tono de mi voz lo mal que lo había pasado, y dejó escapar una risita.
– Vamos, Weaver… No debéis tomaros demasiado en serio este asunto del almacén. Lo que deseo discutir con vos es la verdadera razón por la que os he contratado.
10
Subimos por la escalera de nuevo. Ellershaw, como si se sintiera mareado por nuestro episodio en el almacén, tenía que ir agarrándose a la barnizada barandilla, y en una ocasión casi se cae de espaldas sobre mí. Cuando llegamos al final, miró hacia atrás y me sonrió, mostrándome una boca llena de una pulpa marrón masticada.
En cuanto abrió la puerta de su despacho, se vio sorprendido por un individuo de unos cuarenta años, de cuerpo rechoncho, cuya cara redonda exhibía una mueca nerviosa que trataba de parecer una sonrisa de grata familiaridad.
– Ah, señor Ellershaw. Espero que no le importe que me haya tomado la libertad de esperaros aquí.
– ¡Vos! -exclamó Ellershaw-. ¡Vos! ¿Cómo os atrevéis a presentaros aquí? ¿No os prohibí bajo pena de muerte que vinierais?
El extraño individuo medio se agachó e hizo una reverencia.
– Ya os dije, señor Ellershaw, que el vuestro era un tema delicado, que necesitaríais seguir mis instrucciones al pie de la letra, y que deberíais mostraros paciente. Por lo que veo, no habéis seguido ninguno de mis consejos. Pero, si empezamos de nuevo, creo que podríamos…
– ¡Fuera de aquí! -gritó Ellershaw.
– Pero, señor… Debéis creerme cuando digo…
– ¡Fuera, fuera, fuera! -chilló, y entonces nos sorprendió a los dos abrazándose a mí como si fuera un chiquillo y yo su madre. Su cuerpo olía a grasa y a un perfume extraño, amargo, y noté que se derrumbaba sobre mí de una forma extraña y poco natural. Pero lo más sorprendente de todo fue que pude notar sobre mi cuello el reguero de sus lágrimas-. Obligadlo a marcharse -me pidió sollozando.
En contra de mis deseos, me encontré dándole golpecitos en la espalda, en una fría imitación del prestar a otro consuelo. Con la otra mano espanté al intruso, que retrocedió y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí.
A través de las lágrimas, Ellershaw empezó a decir algo que yo no lograba entender. Al principio pensé no hacer caso, pero cuando repitió el mismo murmullo, le dije amablemente que no conseguía entenderlo. El, empero, reanudó una vez más la misma aguda cantinela infantil ininteligible.
– Me temo que no os entiendo, señor.
Fue entonces cuando Ellershaw me sorprendió empujándome a un lado violentamente. Después me miró desde tres o cuatro pasos de distancia.
– ¡Maldito seáis, señor! ¿No entendéis el inglés? Os preguntaba si podrías recomendarme un buen cirujano.
Reconozco que tuve que hacer un gran esfuerzo para controlarme y reprimir una sonrisa.
– Pues, en realidad, señor Ellershaw, resulta que conozco al hombre adecuado.
Una vez que se hubo marchado el intruso, que, según deduje, debía de ser el antiguo cirujano del señor Ellershaw, le di a mi patrón el nombre de Elias Gordon, con lo cual las cosas se calmaron bastante. Pero ya no hubo más indicios de la anterior familiaridad entre nosotros, si no es que Ellershaw se mostraba excesivamente preocupado en poner bien sus ropas: tirarse de las mangas, sacudirse el polvo de la casaca y demás cosas por el estilo. Tras una serie de carraspeos y tosecillas para aclararse la garganta, Ellershaw tiró del cordón de su campanilla e hizo venir a una joven, que por fortuna no era Celia Glade, para pedirle que nos trajera té.
Mientras aguardábamos, Ellershaw se negó a abordar cuestiones de importancia y solo habló de una comedia que había visto y de las escandalosas bailarinas francesas que habían actuado después de la obra. Finalmente llegó el té -la mezcla verde de la que me había hablado antes-, que bebí con bastante placer, pues tenía un delicado sabor a hierba que yo no había paladeado antes en ningún otro té.
– Y ahora, señor -empezó-, sin duda os estaréis preguntando por qué querría yo contrataros para ocuparos de los vigilantes, siendo así que tenemos ya un capataz encargado de hacerlo.
Se refería, naturalmente, al indio Aadil, aunque yo me había quedado con la impresión de que él desconocía incluso la existencia de aquel hombre. Ahora ya no sabría decir si hasta entonces habían sido también una mascarada o si estaba jugando a algo más profundo.
– Supuse -comencé con cautela- que se trataría de un malentendido, que vos optasteis por zanjar generosamente en interés mío.
Él golpeó el escritorio con la mano abierta, haciendo vibrar la porcelana.
– Pensáis que estoy loco, ¿verdad? Pronto veréis que no lo estoy, señor. Yo estoy al corriente de todo. Lo veo todo. Y algunas cosas más, también. Cuando se reúna de aquí a tres semanas la asamblea de accionistas, habrá un grupo que ejercerá todo su poder para echarme de mi cargo; para ponerme de patitas en la calle, señor, después de todo lo que he hecho por esta Compañía.
– Lamento mucho oírlo.
– ¿Lo lamentáis? ¿Eso es todo lo que se os ocurre? ¿Dónde está vuestro sentido de la justicia? ¿Acaso no llevo trabajando para la Compañía desde que aprendí a caminar? ¿No he desperdiciado mi juventud viviendo en los inhóspitos climas de la India y dirigiendo la factoría de la empresa en ese apestoso infierno llamado Bombay? ¿No he dado muerte con mis propias manos a los nativos revoltosos (y no estoy hablando solo de hombres, recordad, sino también de mujeres y niños), por no haber seguido mis instrucciones? He hecho todo eso, señor, y más cosas aún, en nombre de los intereses de la Compañía. Y cuando regresé a esta isla, ¿acaso no asumí el puesto que me correspondía en Craven House, y no he llevado a la Compañía a logros mayores que cuantos haya conocido en su historia? Tras toda una vida de servicio, ahora salen unos que quieren que me vaya, porque dicen que mi tiempo ha pasado. Pero yo no haré eso, señor y, con vuestra ayuda, los destruiré.