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Puesto que he pasado una parte tan grande de mi vida en estrecho contacto con los pobres, con los trabajadores que luchaban a diario para ganar el salario semanal que les permitiera eludir el hambre y que vivían aterrorizados porque una enfermedad o una pérdida de su trabajo los llevara a ellos y a sus familias a la ruina o la muerte, aquella idea me resultaba casi cómica. Si bien me costaba creer que los hombres del Parlamento hubieran actuado con criterios totalmente altruistas, la legislación contra la que clamaba el señor Ellershaw me parecía una medida perfectamente razonable para compensar el desmedido poder de la Compañía, porque protegía a los trabajadores locales frente a los extranjeros y favorecía la industria lanera nacional del comercio exterior. Velaba por los ingleses, con preferencia a los extranjeros y las compañías comerciales. Sin embargo, al oírlo hablar a él, uno diría que era un crimen contra natura evitar que esas compañías, poseedoras ya de enormes riquezas, hicieran lo que quisieran para amasar más riquezas sin reparar en el coste que pudieran suponer para otros.

Sobre este tema, sin embargo, preferí callar.

– Señor Ellershaw -empecé-, me estáis hablando de personas y de instituciones que están más allá de mi alcance. No veo cómo voy a poder serviros de ayuda para modificar el curso de la Compañía de las Indias Orientales o del Parlamento…

– Pero yo sí lo veo, señor Weaver. Lo veo con gran claridad. Seréis un garrote que podré manejar, señor, y tened la seguridad de que lo haré. ¡Por Dios que lucharemos contra esos bribones y que cuando se reúna la asamblea de accionistas, nadie se atreverá a pronunciar una palabra para censurarme! Por eso, señor, tenéis que venir a cenar a mi casa. ¿Pensáis que no sé cuan escandaloso puede resultar sentar a un judío a mi mesa? Ni siquiera sería excusable invitar a un judío rico, aunque uno necesitara algo de él. Pero, en vuestro caso, el de un hombre que ahora, por mi generosidad, gana cuarenta libras al año… Ya sé… pero tenéis que dejarme eso a mí. Debéis dejar todo a mi cargo.

11

Me dirigí a la casa del señor Cobb, pensando que sería mejor informarle de lo que había hecho al proponerle a Ellershaw el nombre de Elias. Puesto que Cobb no quería que yo tramara con mi amigo algo en contra de él, pensé que tal vez podría enfurecerlo que yo hubiese propuesto como cirujano a mi amigo y también víctima de extorsión. Pero, por el contrario, Cobb aprobó, complacido, mi decisión.

– Confío en que podréis controlar a vuestro amigo -me dijo-. Deberá tener los sentidos alerta para captar lo antes posible lo que Ellershaw desea oír de él y, después, decírselo. Y vos tenéis que calmar a ese hombre por todos los medios que podáis. Ganaos su afecto a través de vuestro cirujano. Pero ni se os ocurra discutir otros asuntos con él. Porque, por privadas que puedan ser vuestras conversaciones, puedo aseguraros que nos enteraremos de su contenido.

No dije nada, porque no había nada más que decir.

En los días siguientes empecé a organizar una rutina con mi trabajo en la Casa de las Indias Orientales. Ya después del primer día, cuando me presenté allí a las diez de la mañana, Ellershaw me informó de que se esperaba de mí que cumpliera el horario de la

Compañía como cualquier otro, de las ocho a las dieciocho, pero, por lo demás, nadie supervisaba mi trabajo. Comencé por obtener del fastidioso señor Blackburn una lista de todos los vigilantes contratados por la Compañía. Una vez le hube explicado que deseaba establecer una rutina de trabajo bien organizada, él me animó a hacerlo y elogió mi sentido del orden.

– ¿Qué sabéis de ese individuo proveniente de las Indias Orientales, el llamado Aadil?-le pregunté.

Blackburn pasó unos momentos hojeando algunos papeles, antes de responderme que ganaba veinticinco libras al año.

Comprendí que tenía que aclarar mi pregunta.

– Lo que quiero decir es si sabéis qué clase de hombre es.

Blackburn me miró, con una leve expresión de extrañeza en su cara.

– Gana veinticinco libras al año -repitió.

Comprendí que no iría demasiado lejos por ese camino, así que intenté adoptar otra línea de investigación. No había olvidado mi curioso encuentro con el caballero de Seguros Seahawk, y pensé que tal vez el señor Blackburn pudiera ayudarme en ese aspecto. Por consiguiente, le pregunté si los conocía.

– Oh, sí -respondió-. Tienen sus oficinas en Thogmorton Street, cerca del Banco. El señor Slade, el director, vive encima del despacho. Tienen un buen negocio, sí.

– ¿Cómo sabéis eso?

Él se ruborizó levemente.

– Reconozco que mis servicios tienen cierta demanda, señor, y no solo por parte de los caballeros de Craven House… Ocasionalmente, he sido contratado por varias empresas para poner en orden sus libros, y mi reputación es bien conocida tanto en el mundo mercantil como en el de los seguros. De hecho, el año pasado dediqué varios domingos consecutivos a poner en orden los libros de Seahawk.

Era una buena noticia para mí, ciertamente, pero no quise parecer excesivamente interesado y levantar sospechas por ello.

– Tenéis que decirme cómo podéis hacer semejante cosa.

Ignoraba por completo que alguien pudiera reordenar unos asientos contables.

Ninguna otra pregunta hubiera podido hacer más feliz a aquel caballero y, aunque me vi obligado a escuchar una explicación asombrosamente aburrida que se prolongó hasta ser la más larga que yo hubiese soportado jamás, me enteré de una serie de valiosísimos detalles: como, por ejemplo, el que los registros de las transacciones de la Compañía se guardaban en el primer piso, en las oficinas de un tal Samuel Ingram, que era una de las principales figuras de la casa y que estaba encargado de valorar, en general, las propuestas más arriesgadas.

Una vez conseguida esta información, aguardé a que se presentara el momento de poder librarme educadamente de semejante tostonazo, y aproveché la primera ocasión para hacerlo. Pude ver, sin embargo, que mis preguntas, en lugar de atraer sobre mí los recelos del señor Blackburn, me habían granjeado su afecto.

Me costó solo un par de días habituarme a las rutinas de mi nueva vida, y empecé luego por escribir una nota y ponerla en el almacén principal. En ella indicaba quiénes, cuándo y cuánto tiempo tenían que trabajar, qué ronda tenía que hacer cada hombre, y demás cosas por el estilo. Los hombres que sabían leer quedaban obligados a informar de sus obligaciones a los que no sabían. Aunque la novedad del sistema causó de entrada cierta consternación, los hombres no tardaron en descubrir que tendrían que trabajar menos horas si todos cumplían con lo que se esperaba de cada uno. Solo Aadil y un grupito de tres o cuatro individuos de aspecto avinagrado, que parecían pertenecer al círculo de sus íntimos, expresaron su desagrado por las nuevas normas.

A pesar del hecho nada insignificante de que continuaba ganando cinco libras más al año que sus subordinados, difícilmente podía sorprenderme que Aadil me tuviera rencor por mi intrusión en su pequeño reino. Tampoco que hubiera reunido en torno a sí a sus seguidores, porque los hombres de carácter fuerte suelen obrar así. Lo que me sorprendió, sin embargo, fue que su círculo pareciera extenderse más allá de los límites de los trabajadores comunes. En mi segundo día de trabajo en los almacenes, fui un poco antes de la hora y me encontré dos personas enfrente mismo del almacén principal, que estaban de pie allí fuera ajenos al frío y a la fina llovizna helada que caía: uno de ellos era el indio y el otro nada menos que el señor Forester, el joven miembro de la junta de comisionados que parecía sentir tanto desdén por el señor Ellershaw. Los dos estaban conversando en voz baja. Aadil, que era tan alto como ancho, se encorvaba como un gigante dirigiéndose a un mortal.