– ¿Qué ha dicho el médico?
– Solo que tal vez se recupere, como ha ocurrido en anteriores ocasiones, o que quizá empeore. Teme que este ataque pueda ser peor que cuantos le hemos visto antes, pero no puede aventurar ningún pronóstico.
Estuvimos conversando en voz baja unos minutos más, en los que yo intenté informarle de algunas de las cosas que había podido ver en mis recientes días de trabajo en Craven House. Procuré que la conversación fuera breve, en parte porque deseaba volver con mi tío, pero también porque aún no me había recobrado por completo de la revelación de que Cobb parecía tener acceso a mis conversaciones más privadas. Le conté solo que, a petición de Cobb, me había convertido en un empleado de la Compañía de las Indias Orientales, donde ya había podido observar la existencia de una gran variedad de conflictos internos. Pero le dije asimismo que, puesto que la agenda del señor Cobb seguía siendo un misterio para mí, difícilmente podía saber si me estaba acercando o no a mi objetivo.
Durante esta conversación, mi tía salió del aposento con una expresión de alivio en la cara.
– Está mejor -me dijo.
Entré y pude ver que, en efecto, en el espacio de media hora, parecía haber mejorado notablemente. Todavía respiraba con alguna dificultad, pero su rostro tenía ahora un color más vivo. Se incorporó en el lecho, y su semblante me pareció el de un hombre normal, no el de quien estuviera a punto de abandonar este reino mortal.
– Me alegra ver lo mucho que habéis mejorado -le dije.
– Y yo también me alegro -respondió-. Tengo entendido que has presenciado una escena desagradable en el piso de abajo…
– Sí -respondí-. No puedo sufrir que esto continúe, tío, aunque difícilmente sé cómo puedo ofreceros ayuda si no es entregando todos mis esfuerzos a Cobb.
– Debes conseguir convencerlo de que eso es lo que haces, pero no dejes nunca de buscar tu ventaja.
– Me temo que lo ocurrido hoy es solo el principio -dije-. ¿Cómo podemos tolerar que ese hombre juegue con nosotros?
– ¿Cómo podemos tolerar que te convierta en su títere, quieres decir? -preguntó.
– Los dos -dijo mi tía-. Los dos queremos que te enfrentes a él.
– Pero sin que sospeche nada.
Asentí. Fortalecido por su ánimo, le aseguré que haría todo lo que pudiera. Y estaba decidido a hacerlo, pero no podía evitar preguntarme cómo nos sentiríamos si mi tío se viera convertido en un pobre indigente, sin casa, arruinado y con su salud quebrantada. No era ningún necio, y sabía bien qué apuesta afrontaba. Pero yo no estaba seguro de poder soportar algo así.
Pasé con mi familia todo el tiempo que pude, pero al final me vi obligado a excusarme, volver a mi alojamiento y cambiarme de ropa para la velada. Una vez que me encontré presentable, alquilé una silla de manos que me llevara a través de la ciudad y llegué a mi destino con la antelación adecuada.
No podía pillarme por sorpresa que la casa del señor Ellershaw, en New North Street, no lejos de los Conduit Fields, fuera una casa muy hermosa -un director de la Compañía de las Indias Orientales debía tener una casa así, después de todo-, pero no pude recordar haber sido invitado jamás, en calidad de huésped, a una casa más espléndida, y reconozco que me sentí invadido por una inesperada aprensión. Yo no tenía calicós indios que ponerme, así que había vestido mis mejores prendas de seda negra con bordados de oro, unas ropas que jamás me hubiera puesto para acudir a una atestada buhardilla de Spitalfields o a la sombría nave de un taller. Pero, aunque era consciente de llevar sobre mí el trabajo de los estafados y los oprimidos, no podía menos que pensar que con aquellas hermosas ropas mi aspecto era sumamente elegante. Todos somos hijos de Adán pero, como dice el refrán, la seda marca la diferencia.
Un criado atento y de semblante grave me recibió en la puerta y me condujo hasta un recibidor, al que enseguida acudió el señor Ellershaw, resplandeciente con su peluca larga y vestido todo él con prendas de caros tejidos de importación. Incluso para mis ojos ignorantes el chaleco de seda que lucía revelaba haber sido tejido en la India, y sus magníficos dibujos florales, en rojo, azul y negro, mostraban un intrincado diseño que no hubiera sido capaz de describir.
– Ah, señor Weaver… Esta va a ser una velada muy importante… De la máxima importancia, ya sabéis. Se hallará presente esta noche el señor Samuel Thurmond, miembro del Parlamento por Cotswold. Se ha significado como uno de los grandes defensores de los intereses laneros, y nuestra tarea será convencerlo de que respalde nuestra propuesta en la Cámara.
– ¿La de revocar la legislación de 1721? -pregunté.
– Exactamente.
– ¿Y cómo lo haremos?
– No tenéis que inquietaros por eso de momento. Seguid solo mis indicaciones y todo irá bien. Ahora, puesto que vos sois el último invitado en llegar, seguidme, por favor, a la sala. Confío en que no hagáis nada que pueda ponerme en evidencia ante mis invitados…
– Procuraré salir del paso como deseáis -le aseguré.
– Ah, muy bien… Muy bien.
El señor Ellershaw me guió por un dédalo de pasillos hasta una amplia sala, donde había ya varios invitados sentados en sofás y butacas, bebiendo copas de vino. La única persona de la habitación a quien yo conocía era el señor Forester, que se esmeró admirablemente en no prestarme atención.
Fui presentado enseguida a la señora Ellershaw, una mujer notablemente bella, veinte años, por lo menos, más joven que su marido, sin duda ya de unos treinta y tantos años de edad.
– Este es mi nuevo ayudante, Weaver -me presentó Ellershaw-. Es judío, ya sabes.
La señora Ellershaw tenía unos cabellos de un rubio tan claro que eran casi blancos, su tez tenía el color de la porcelana, y sus ojos claros y grises eran notablemente luminosos y vivos. Tomó mi mano, inclinó la cabeza y me dijo que estaba encantada de conocerme, pero yo pude ver que eso no era cierto. No hacían falta grandes dotes interpretativas para saber que más bien le molestaba mi presencia.
Me pareció que Ellershaw no recordaba que ya me había presentado a Forester, y este no dejó entrever ninguna señal de conocerme. Él también me presentó a su esposa: pero, si al señor Ellershaw le había correspondido un premio en la lotería matrimonial, al señor Forester no le había sonreído la suerte. Aunque era un hombre todavía joven, apuesto y de viril presencia, su mujer era mucho mayor que él. Es más, llamarla vieja no hubiera sido una exageración. Tenía una tez correosa y dura, los ojos turbios y castaños hundidos, y la dentadura mellada y amarillenta. Y, sin embargo, al contrario que la señora Ellershaw, el carácter de la señora Forester era jovial. Me dijo que la alegraba conocerme, y me dio la impresión de que lo decía en serio.
Después fui presentado al señor Thurmond y a su amable esposa. El miembro del Parlamento era mayor que Ellershaw, tal vez septuagenario ya, y sus movimientos eran frágiles y precarios. Caminaba apoyándose pesadamente en su bastón y se estremeció levemente cuando estrechó mi mano, pero no me pareció en absoluto que tuviera mermadas sus capacidades. Tenía una conversación fluida e inteligente y, de todos los hombres presentes en la sala, fue él quien mejor me cayó. Su esposa, una hermosa mujer madura, vestida completamente con prendas de lana, sonreía con mucha amabilidad, pero hablaba muy poco.
Puesto que una cena británica no puede ir bien si no se da una equiparación de sexos entre los comensales, mi presencia requirió que se diera también la de una cuarta mujer. Con este objeto, el señor Ellershaw había invitado a su hermana, otra mujer mayor que se empeñó en dejar bien claro que la habían obligado a abandonar sus entradas a la ópera para sentarse a la mesa con nosotros y que aquello no le había hecho ninguna gracia.