A Thurmond no podía gustarle la creciente tensión que se notaba en la atmósfera, así que se puso en pie.
– Quizá debería marchar también yo…
– ¿Qué es esto? ¿Un motín? ¡Todos los hombres a cubierta! -gritó Ellershaw.
– Ya es tarde, y yo soy un viejo -dijo Thurmond-. Nos iremos para dejaros tranquilo.
– No necesito tranquilidad. Siéntense vuestras mercedes y permitan que siga obsequiándoos.
– Sois muy amable, señor -respondió Thurmond con una sonrisa forzada, pues ciertamente se había hartado ya de la compañía de Ellershaw-, pero me temo que he tenido un día muy duro.
– Tal vez no me haya expresado con claridad -dijo Ellershaw-, pero debo insistir en que no os marchéis. Aún no hemos concluido nuestro negocio.
Thurmond, que estaba ya de pie junto a su butaca, se volvió para estudiar a su anfitrión.
– ¿Qué decís, señor?
– Que no podéis iros. ¿O pensáis que he invitado a cenar con nosotros a un púgil judío solo por su agradable trato y erudición? ¡No seáis zoquete! Señor Weaver… ¿tendréis la bondad de encargaros de que el señor Thurmond ocupe de nuevo su asiento?
– Debo protestar, señor Ellershaw -dijo Forester-, pues no puedo pensar que esto sea correcto.
Ellershaw dio un puñetazo sobre la mesa.
– Nadie os ha pedido vuestra opinión -rugió. Pero luego, como quien apaga de un soplido una vela, su ira se calmó, y añadió cortésmente-: Tenéis mucho que aprender, Forester, y os lo enseñaré de buen grado. Thurmond no se va a ninguna parte, os lo aseguro, así que creo que vos deberíais sentaros de nuevo.
Forester obedeció.
Entonces, Ellershaw se volvió hacia mí:
– Encargaos de que el señor Thurmond ponga su culo en su butaca.
Comprendí de nuevo que el señor Ellershaw esperaba de mí que actuara como su sicario, y una vez más deseé no prestarme a su juego. Sin embargo, comprendí también que esta vez no era igual que el incidente del almacén. Si me negaba a obedecer sus órdenes, él no respondería con un guiño y un gesto de asentimiento. No… en esta ocasión tendría que ganar tiempo y ver hasta dónde deseaba forzar la situación aquel animal. Y me dije a mí mismo que sin duda tenía que comprender que a un hombre que se resistía a golpear a un simple vigilante de almacén no se le podía obligar a infligir ese trato a un anciano parlamentario. Eso esperaba, al menos.
Como no se me ocurrió nada mejor, me puse de pie también y fui a situarme entre el señor Thurmond y la puerta. Luego me crucé de brazos e intenté aparentar un firme estoicismo.
– ¿Qué es esto, señor? -preguntó Thurmond tartamudeando-. No podéis estar pensando en retenerme contra mi voluntad…
– Me temo que sí puedo, señor. ¿Qué podríais hacer para impedírmelo?
– Puedo acudir a un magistrado, y estad seguro de que lo haré si no me dejáis marchar en este mismo instante.
– ¡Un magistrado! -repitió Ellershaw dejando escapar una risotada-. ¡Habla de magistrados, Forester! ¡Esta sí que es buena! Lo cierto es que, para ir a hablar con un magistrado, se os tendrá que permitir primero que salgáis de aquí. Pero aun suponiendo que yo os lo permitiera (salir de esta casa, quiero decir, sin sufrir una apoplejía o un ataque fatal que nadie encontraría extraño en una persona de vuestra edad), ¿quién daría crédito a una historia tan ridícula? ¿Y a quién pensáis vos que prestaría mayor atención el juez, señor? ¿A la Compañía de las Indias Orientales, que recompensa a los magistrados por enviar tejedores de seda a sus talleres, o a vos, a quien el magistrado no os debe nada? Al magistrado, por supuesto.
Ellershaw se puso en pie y se acercó a su invitado, que estaba ahora pálido y agitado por temblores: miraba a un lado y a otro, y sus labios se movían como si murmurara una oración, aunque no creo que articulara ninguna palabra.
– Os he pedido que os sentarais -dijo Ellershaw, y dio al anciano un fuerte empellón en el pecho.
– ¡Señor! -protestó Forester.
Thurmond cayó de espaldas en su butaca, y se golpeó la cabeza contra el respaldo de madera. Yo me moví de donde estaba para verle mejor la cara, y me di cuenta de que tenía los ojos enrojecidos y húmedos. Seguían temblándole los labios, pero luego, dominando sus emociones, se volvió a Forester diciéndole:
– No os preocupéis, señor. Pronto acabaremos con esta indignidad.
Ellershaw regresó a su asiento y buscó con los ojos la mirada de Thurmond.
– Os lo diré sin tapujos. Esta sesión del Parlamento votará una revocación de la ley de 1721. Vos apoyaréis la revocación. Si habláis a favor de anular esa ley, si os convertís en el portavoz de la libertad de comercio, habremos ganado.
– ¿Y si me opongo a eso? -logró decir Thurmond.
– Hay un hombre en vuestra circunscripción, señor, un tal Nathan Tanner. Quizá conozcáis su nombre. Me han asegurado que, si a vos os ocurriera algo, él saldría elegido en las elecciones, y puedo prometeros que, a pesar de las apariencias, adoptará el punto de vista de la Compañía. Preferiríamos mucho más que fuerais vos quien abogara por nosotros, no os lo niego… Pero emplearemos a Tanner, si es preciso.
– Pero yo no puedo hacer eso -dijo Thurmond, mientras la saliva se le escapaba de la boca al escupir las palabras-. He construido mi vida, toda mi carrera, defendiendo los intereses de la lana. Será mi ruina, me convertiré en el hazmerreír de todos.
– Nadie podrá creer que hayáis cambiado de posición -sugirió Forester.
Ellershaw no prestó atención al joven.
– No tenéis que inquietaros, Thurmond, por vuestra ruina o. como acaba de observar mi amigo, por lo que pueda pensar de vos la gente. Si servís a la Compañía, la Compañía os servirá a vos con toda seguridad. Si tenéis el deseo de seguir en el Parlamento, encontraremos un lugar para vos. Y si ya os hubierais cansado del servicio público (un sentimiento que, después de tantos años, ninguno os podría reprochar), os buscaremos un puesto muy lucrativo en la Compañía. E incluso, si ponéis suficiente entusiasmo en nuestro apoyo, otro puesto así para vuestro hijo. Sí… tengo entendido que al joven señor Thurmond le está costando mucho encontrar un puesto en la vida… Demasiado aficionado a la bebida, dicen… Seguro que le gustaría heredar algún día la sinecura de su padre en la Compañía de las Indias Orientales. Imagino que eso tranquilizaría mucho el espíritu de un padre.
– No puedo dar crédito a lo que estoy oyendo -replicó Thurmond-. Jamás pensé que os rebajaríais a emplear la tuerza y las amenazas de violencia.
– Admiro vuestro celo, señor Ellershaw -intervino Forester-, pero me parece que estáis vendo demasiado lejos.
– Cerrad el pico, Forester -le espetó Ellershaw-, o seréis vos el próximo en encontraros en una situación de lo más incómoda. No tengo la más mínima duda de que el señor Weaver tendrá en aplicaros a vos una décima parte de la repugnancia que siente en darle a Thurmond el tratamiento que le he pedido que le diera.
Agradecí que ninguno de ellos me mirara ni esperase una respuesta de mí.
– Creed lo que os plazca -dijo Ellershaw-. Lo tenéis ante vuestras propias narices, ¿no? Y tenéis que entender que existe una enorme diferencia moral entre el uso de la fuerza para liberar y su empleo para la conquista. Yo utilizo la fuerza contra vos para ayudar a liberar al comerciante británico, para que no sea esclavo para siempre de la tiranía de los reglamentos y cupos.
– Tenéis que estar loco para utilizarme así -dijo Thurmond.
– No, loco no, os lo aseguro -respondió Ellershaw-. El sol de las Indias ha aguzado mis armas, eso es todo. He aprendido mucho de los líderes de Oriente, y sé que es posible obtener una victoria decisiva en diferentes casos por vías diferentes. No me conformo con intentar simplemente influiros, señor, y esperar luego que todo salga bien. Os he expuesto mi punto de vista, para que comprendáis mi propósito y mi voluntad de hacer lo que es necesario. Ahora os toca a vos actuar. Debéis saber que la Compañía tiene muchos oídos en el Parlamento. Si a ellos no les llega, y pronto, que estáis comenzando a opinar en términos favorables por la revocación de la ley, recibiréis una visita del señor Weaver, quien no tendrá con vos ninguno de los miramientos que está ejercitando esta noche.