Forester se volvió y su mirada se encontró con la mía.
– Weaver -murmuró-. Lo sabía.
Puesto que ya no tenía ningún motivo para agazaparme como un ladrón furtivo, me erguí en toda mi estatura y me acerqué audazmente. Lamentaba que Thurmond se escapara, pero tenía que arreglar las cosas una por una, y hubiera sido una locura soltar aquella pieza con la esperanza de cobrar otra presa mayor.
Forester era, ciertamente, un hombre de elevada estatura, más alto que yo, e intentaría aprovecharse de ello para intimidarme, pero enseguida vi que no era un hombre de acción y que no haría ningún esfuerzo contra mi persona. Solo quería atemorizarme.
– Entrad en la habitación -me susurró.
Obedecí con la actitud tranquila del hombre que está haciendo lo que le resulta más grato imaginar. Así que entré, cerré la puerta, y saludé con la más esmerada cortesía:
– Estoy a vuestras órdenes.
– No juguéis maliciosamente conmigo, señor. Puedo ver que estabais espiando como el ladrón que sois. ¿Y ahora…? ¿Iréis corriendo a vuestro amo para contarle lo que habéis visto? ¿Descargaréis sobre esta querida mujer la desgracia, la vergüenza y la tiranía? Y todo eso… ¿para qué? ¿Por vuestras treinta cochinas monedas de plata? Supongo que es así como actúan los de vuestra calaña…
– ¿Y pensáis que arrojando infamias contra mi pueblo podréis disuadirme de actuar de esa manera?
– Sé que no conseguiré disuadiros, así que os soltaré lo que pienso. Esas ropas de seda no pueden ocultar vuestra naturaleza brutal y vuestra tosca experiencia, y por eso no veo ninguna razón para trataros como a un caballero. No penséis que tengo la menor intención de reprocharos nada. Os hablo solo para que, cuando oigáis hablar de los sufrimientos de esta dama, sepáis que vos sois el causante de ellos y no espero otra cosa que el que purguéis vuestra culpa como hizo vuestro paisano, Judas, y os quitéis la vida.
– Aunque lamento privaros de la satisfacción de injuriar mi carácter, mi patria y mi apariencia, debo informaros de que el señor Ellershaw no me ha pedido que descubriera ningún secreto vuestro, señor. Lo cierto es que me ordenó que me marchara, pero esta casa es tan grande que me he extraviado en ella, he perdido el camino y solamente he dado con vos por una desafortunada casualidad. -Me detuve cuando estaba a punto de prometerle que guardaría ciertos secretos, porque no quería desprenderme ya de una bala que aún podría emplear… si me hiciera falta.
– Por supuesto que él no está aquí por vos -terció la señora Ellershaw. Se adelantó y, aunque su estatura era un poco menor que la mía, mostraba una actitud más decidida que la de su amante. Tenía el busto erguido con los pechos proyectados hacia delante, la barbilla altanera y el rostro encendido por el rubor. Y mantenía rectos los hombros, con la estampa que he visto en más de un púgil en el cuadrilátero-. Decidnos la verdad, señor Weaver. -Habló con voz dura y airada-. Decidnos que a vos no os interesa en absoluto el señor Forester.
– La verdad es que no -le respondí-, pero no logro entender por qué interpretáis con tanto rencor mi indiferencia por lo que él haga o deje de hacer.
– Al señor Ellershaw lo tienen sin cuidado los asuntos del corazón -explicó la mujer a su amante-. Dudo que recuerde, si es que alguna vez lo ha sabido, que los hombres y las mujeres están dispuestos a alentar sentimientos de afecto entre ellos. Si conociera los vuestros, señor, mantendría cerrada la boca hasta que conviniera a sus intereses. No… este hombre está aquí por otro asunto.
– Soltadlo, pues -me exigió Forester, como si tuviera algún medio para obligarme a decir lo que yo prefiriera callar.
– No se me había pasado por la imaginación que él conociera la verdad, pero está claro que la sabe -dijo la señora Ellershaw-. Se trata de Bridget. El maldito trato que ella hizo con él no le bastaba. Ahora quiere acabar para siempre con la amenaza -le explicó a Forester, y a continuación se volvió hacia mí de súbito-: ¿Teníais que registrar mis cosas, mis papeles? No encontraréis nada, os lo aseguro. Y tampoco sabréis nada por mí. Si fuerais la mitad de listo de lo que os creéis, volveríais al señor Ellershaw y le diríais que no podéis averiguar nada acerca del paradero de mi hija, y también que lo más probable es que no lo averigüéis nunca, porque va a ser así. Preferiría arrojarme al fuego como hacen las mujeres hindúes, porque jamás la entregaré a él.
¿Qué locura era aquella? Tardé un momento en recordar dónde había oído aquel nombre, pero enseguida me vino a la memoria la conversación oída durante la cena. Bridget era la hija del primer matrimonio de la señora Ellershaw. Pero… ¿por qué tenía que permanecer ignorado su paradero, y por qué tenía tanto interés en conocerlo el señor Ellershaw, hasta el punto de que su mujer pudiera pensar que me había contratado para descubrirlo?
– Señora -dije, ofreciéndole una nueva reverencia-, creedme si os digo que me conmueven vuestros sentimientos maternales, pero debo afirmar una vez más que buscaba tan solo la salida. Y que no me impulsaba ninguna otra cosa.
Ella clavó los ojos en el señor Forester y los mantuvo fijos en su rostro durante casi un minuto, con expresión dura y firme, hasta que al cabo dijo:
– Seguid por este corredor hasta llegar a una intersección, y tomadla luego hacia la izquierda. Bajad por la escalera y al final, a la derecha, os encontraréis en la cocina. Podéis salir por allí, que me parece que es más conveniente para vos que la entrada principal.
Incliné la cabeza una vez más.
– Como gustéis -dije, sin dar a entender que aquella fuera la salida que yo hubiera debido elegir-. Señor… -añadí, dirigiéndome al señor Forester, como torpe manera de despedirme de él. Después, me apresuré a seguir las indicaciones que me había dado la señora Ellershaw y no tardé en encontrarme en la fría oscuridad de la noche.
No perdí tiempo en considerar el extraño encuentro que acababa de vivir. Me apresuré, en cambio, a rodear el edificio para alcanzar su fachada, frente a la cual vi dos calesas que acababan de traer de las caballerizas. Era una buena noticia, porque significaba que Thurmond no se había marchado aún, que yo no había perdido mi oportunidad y que, con mi retraso, había conseguido reunir una información que esperaba me ayudaría a arrojar alguna luz sobre la oscuridad en que me debatía.
Mi tarea era ahora seguir a Thurmond, y con tal propósito estudié los alrededores en busca de algún lugar alto del que pudiera descolgarme hasta el carruaje cuando pasara por debajo. Era esta una técnica que había aprendido a dominar en mi juventud, cuando me ganaba la vida por medios no precisamente muy honrados. El techo de un carruaje era un extraordinario punto de partida para que alguien pudiera sorprender a los que viajaban dentro, en particular si tenía un cómplice que se acercara a él con un caballo de más para ayudarlo a escapar.
No había, empero, ningún lugar de una altura adecuada y muy pocas posibilidades de poder introducirme en el carruaje. El lacayo y el cochero mantenían una animada conversación pero, aunque teóricamente fuera posible que yo me acercara sin que me descubrieran y lograra evitar el crujido de la puerta al abrirla, no podía depender de la suerte. Y una vez dentro… ¿qué? ¿Podría tener alguna esperanza de pasar inadvertido para el señor y la señora Thurmond?
Mientras consideraba mis opciones -tales como robar un caballo o seguirlos a pie con la esperanza de que no viajaran demasiado aprisa-, salió de la casa un sirviente, que se acercó enseguida al carruaje y dio instrucciones al cochero y al lacayo para que se pusieran en movimiento. Lo hicieron al momento. El cochero subió al pescante y tomó las riendas, y el lacayo saltó a la parte de atrás.