Yo los seguí por entre las sombras mientras iban directamente a la puerta, y allí tuve un maravilloso golpe de suerte, porque el anciano caballero ayudó a entrar a su mujer, pero no se decidió a subir a su lado: en lugar de hacer eso, cambió unas palabras con ella, dio instrucciones al cochero y después se alejó de la casa caminando en dirección a Theobald's Row. Yo lo seguí a cierta distancia, pero suficientemente cerca de él para oír, cuando llegó a la esquina de Red Lyon Street, que dejaba caer una moneda en la mano del lacayo de otro caballero y le pedía que le buscara un carruaje.
Esta era una situación mucho mejor pues, una vez asegurado el medio de transporte, no me resultaría difícil saltar a la parte trasera y agazaparme allí para poder viajar sin ser visto. Así lo hice, encaramándome a la trasera del carruaje mientras este iba a paso de tortuga por entre las sucias calles de la metrópoli. Mi presencia solo fue advertida por algunas de las prostitutas y hombres de baja estofa al pasar entre ellos el carruaje pero, o el cochero no oyó sus comentarios o no le preocuparon y no hizo caso de las chanzas hasta que el transporte llegó a Fetter Lane. Thurmond se apeó entonces y entró en La Brocha y la Paleta, una taberna frecuentada por hombres de inclinaciones artísticas.
Yo me bajé también de la parte de atrás, decidido a esperar un momento antes de entrar en la taberna.
Fue entonces cuando el cochero se volvió a mirarme.
– ¿Qué tal, señor? ¿Habéis disfrutado del viaje? -me preguntó.
Yo estaba demasiado familiarizado con el código de las calles londinenses para ignorar lo que aquello significaba o quejarme de su observación. La metrópoli inhalaba saberes y exhalaba revelaciones y, si no quería que el cochero le fuera con el cuento a Thurmond, tendría que comprar su silencio. Me encantó comprobar que una moneda de seis peniques zanjaba el asunto, y que el cochero y yo nos despedíamos como buenos amigos.
Después de esto volví al asunto que tenía entre manos… y en concreto a la pregunta de qué pudiera estar haciendo Thurmond en un café cuyos habituales eran pintores de retratos, pero sospechaba que enseguida tendría la respuesta, porque también yo había hecho cosas así en mis tiempos. ¿Que por qué acude un hombre a un pub frecuentado por hombres con cuyos negocios no tiene él contacto? Muy sencillo: porque no quiere que lo vean.
Contando siempre con la distancia y la suerte, seguí al personaje al interior del establecimiento y vi cómo, sin llamar la atención, ocupaba una habitación en la trasera del pub y daba instrucciones al dueño. Momentos después me acerqué yo también al hombre, un tipo encorvado más o menos de la edad de Thurmond. Como no deseaba perder el tiempo, le tendí una moneda.
– ¿Qué instrucciones os ha dado el caballero? -le pregunté.
– Que cuando llegue otro caballero y pregunte por el señor Thompson, lo conduzca a esa habitación.
Yo le di una nueva moneda.
– ¿Tenéis otra habitación contigua a esa?
– La hay, en efecto. Y podéis ocuparla por tres chelines.
Era, por supuesto, un precio absurdo, pero los dos sabíamos que yo lo pagaría sin regatear, y por consiguiente fui conducido a mi propio espacio privado, donde esperé, sentado junto a la pared, que algo sucediera. Y algo ocurrió, en efecto. A la media hora oí que otra persona entraba en la habitación contigua. Pegué mi oreja a la pared, pero ni así pude oír los detalles de su conversación. Sin embargo, reconocí por la voz al visitante de Thurmond. Era el segundo encuentro clandestino que yo le había visto al caballero mantener esa misma noche.
Era el señor Forester de la Compañía de las Indias Orientales quien acudía a entrevistarse con el señor Thurmond, el defensor de los intereses laneros, y no me pareció que se encontraran para discutir sus muchas desavenencias. Tan preocupado como estaba Ellershaw por la proximidad de la asamblea de accionistas, se diría que sus rivales tenían mucho que discutir.
A mí se me planteaban ahora muchas preguntas. ¿Debía hablarle a Ellershaw de la traición de Forester con la señora Ellershaw; de la traición que suponía su alianza con su enemigo, el defensor de los intereses de la lana…? ¿De las dos o solo de una? Hasta donde podía yo ver, hacer eso no me reportaba ninguna ventaja. Provocar el caos en Ellershaw, y tal vez también el de toda Craven House, no serviría para mis objetivos, y solo conseguiría por parte del caballero más confianza de la que ya tenía. En cuanto a Cobb, estaba decidido a revelarle solo la indiscreción de la señora Ellershaw: esa información serviría para demostrarle a mi patrón que estaba actuando conforme a sus deseos, y eso redundaría en mayor protección para mis amigos. Confiaba también en que a Cobb no le serviría para nada dicha información y que, por lo mismo, no había ningún riesgo de que la divulgara. Pero, puesto que yo ignoraba aún quién iba a ser el mayor villano en este conflicto, no me resultaba fácil decir cómo sería más beneficioso para mí dar a conocer lo que averiguaba.
A la mañana siguiente, Ellershaw me llamó a su despacho, por más que no me pareció que tuviera que decirme algo importante. Tuve la clara impresión de que solo quería sondear mi estado de ánimo tras el cruel tratamiento que le había visto dar a Thurmond la noche anterior. Yo, por mi parte, guardé silencio acerca de lo que había visto. Estuvimos, pues, conversando un rato de mis días como pugilista. Ellershaw se rió con algunas de mis anécdotas, y al cabo de un cuarto de hora me salió con que ya le había hecho perder mucho tiempo y que volviera a mi trabajo para no hacerle perder también su dinero.
– Por supuesto, señor -le dije-. Pero ¿me permitís que os haga una pregunta un tanto delicada?
El respondió con un ademán como concediéndome su permiso a regañadientes.
– Es a propósito de la hija del anterior matrimonio de la señora Ellershaw. ¿Debo entender que le ha ocurrido alguna desgracia?
Ellershaw me estudió un momento. Su rostro permaneció inmóvil e inexpresivo entretanto.
– La muchacha se ha escapado -dijo finalmente-. Se encaprichó de un bribón y, a pesar de que le dijimos que no recibiría ni un penique nuestro, se casó con él y tenemos motivos para creer que han contraído un matrimonio clandestino. No hemos sabido nada de ella desde entonces, aunque podéis darlo por hecho. Y también nuestra reacción. Esperarán hasta que crean que se nos ha pasado el enfado, y después vendrán con la cabeza gacha a pedir nuestra ayuda.
– Gracias, señor -le dije.
– Pero si estáis pensando ganaros unos cuantos chelines de más por encontrar el paradero de esa muchacha -me advirtió
Ellershaw-, quitáoslo de la cabeza. Ni a la señora Ellershaw ni a mí nos importa no volver a tener noticias de ella.
– No tenía ese propósito. Era mera curiosidad.
– Mejor haríais en dirigir vuestra curiosidad hacia los que crean problemas en Craven House e interesaros menos por mi familia.
– Por supuesto -asentí.
– Y ahora, en cuanto a Thurmond. Tiene que comprender que no podemos consentir que nos desdeñe de esa manera. Es hora de que aprenda a temernos de veras.
Pensé en la amenaza que le había hecho Ellershaw acerca de utilizar con él el atizador candente, y temblé pensando en qué maldad tendría ahora en la cabeza.
– Faltando poco más de dos semanas para la celebración de la asamblea de accionistas -objeté-, no me parece prudente que vuestra estrategia dependa de atemorizar al señor Thurmond…
– ¡Ja! -gritó-. Vos no sabéis nada, y yo no tengo la menor intención de revelaros nada más. ¿Creéis que ese es mi único recurso? Solo es uno de ellos, el único que os concierne. Pero ahora he sabido por mis informadores en la Cámara que Thurmond tiene la intención de cenar esta noche con un socio suyo en un lugar próximo a Great Warner Street. Deberéis introduciros en su casa mientras él está ausente, y aguardar allí a que vuelva. Luego, cuando se haya acostado, quiero que le deis una buena paliza, señor Weaver. Hasta dejarlo al borde de la muerte, para que se dé cuenta de que no puede jugar con Craven House. Después, señor, deseo que violéis a su esposa.