Выбрать главу

– Espero seguir siéndolo, señor.

– Y yo también lo espero -le dije-, porque lo que ahora quiero pediros no entra estrictamente en el terreno de vuestras obligaciones. Necesito que me mostréis el lugar donde está el cargamento secreto del señor Forester y que me ayudéis a acceder allí.

Sus labios se abrieron un poco, pero nada dijo durante un momento. Por último, meneó la cabeza.

– Me pedís algo muy peligroso -dijo-. No solo podría perder mi trabajo, sino también ganarme para siempre la enemistad de ese bruto, Aadil. No quiero arriesgarme a eso y vos, si sois prudente, tampoco deberíais quererlo.

– Comprendo que es un riesgo pero, aun así, necesito saber qué hay allí dentro, y no puedo lograrlo sin vuestra ayuda. Seréis recompensado por vuestros esfuerzos.

– No se trata de la recompensa, no os preocupéis por eso. Es que no quiero perder mi trabajo. Vos podéis ser el capataz de los vigilantes, pero si Aadil o el señor Forester quieren echarme sin lo que me deben, nada podrá detenerlos.

– No permitiré que eso ocurra -le dije, preguntándome, mientras se lo decía, cómo haría exactamente para evitar que eso sucediera. Me dije que si el puesto de trabajo de Carmichael se veía atacado por ayudarme a mí, yo me aseguraría de que no sufriera por ello. Tenía suficientes amigos e influencias que podrían asegurarle, por lo menos, un puesto igualmente retribuido en cualquier otra parte.

Él me estudió, valorando tal vez si mi optimismo era fundado o no.

– Para seros sincero, señor Weaver, tengo miedo de enfrentarme a ellos.

– Necesito saber qué hay allí. Si vos no me ayudáis, tendré que buscar otro que lo haga. Pero preferiría que fueseis vos, porque sé que de vos me puedo fiar.

Él suspiró profundamente.

– Y podéis fiaros, señor. Podéis fiaros. ¿Cuándo lo haremos?

Yo tenía una cita y no quería por ningún concepto posponerla esa noche, así que hicimos planes para encontrarnos detrás del edificio del almacén principal cuando sonaran las once de la noche siguiente. A pesar de sus protestaste puse una moneda en la mano, pero temí, al hacerlo, que eso pudiera debilitar su resolución. Porque me daba cuenta de que Carmichael deseaba ayudarme porque me apreciaba. Si me convertía en otro patrón para él, su confianza en mí disminuiría y yo necesitaba toda la confianza que pudiera encontrar donde la hubiera.

14

Esa noche dejé Craven House varias horas antes, esperando que nadie notara mi ausencia. Suponiendo que el señor Ellershaw no me llamara, pensaba poder arreglar fácilmente las cosas. Siguiendo mis planes, fui a encontrarme con Elias en la taberna de Las Dos Goletas de Cheapside, donde al llegar lo encontré ya sentado a una mesa con un plato y una jarra de cerveza, que supuse que me tocaría a mí pagar. Cuando me senté a su lado, estaba ya rebañando la última gota de grasa de su plato con su última migaja de pan.

– ¿Estás seguro de que este asunto no me complicará la vida? -me preguntó.

– Razonablemente seguro -le aseguré.

Luego le expuse una vez más el plan, que me parecía más bien simple y fácil de realizar… al menos en la parte que le tocaba a él. Después, Elias se pasó un pañuelo por la cara y salió del local para recorrer la corta distancia que lo separaba de Throgmorton Street, donde tenía sus oficinas la casa de Seguros Seahawk. Yo, entretanto, pedí una jarra de cerveza y me permití bebérmela tranquilamente por espacio de veinte minutos, al cabo de los cuales pagué la cuenta y me encaminé también a las oficinas.

Nada más entrar en el edificio me encontré en una gran sala despejada, en la que había varios pesados escritorios ocupados por otros tantos escribientes ocupados en sus tareas. Me fijé en que había una puerta a mi izquierda, que supuse llevaría al despacho del señor Ingram. Yo le había enviado una nota esa misma mañana, empleando el nombre de Elias, para solicitarle una entrevista. En aquel momento, Elias estaría allí dentro, intentando suscribir varias pólizas de seguros para unos cuantos capitanes de barco muy ancianos. El señor Ingram, por su parte, estaría ampliamente ocupado en rechazar las pretensiones de Elias, todo lo cual me daría a mí el tiempo que necesitaba para llevar a cabo nuestro plan.

Me acerqué al escribiente que tenía más próximo: un encorvado caballero de avanzada edad, que llevaba en los ojos unas gruesas gafas. Escribía apresuradamente, pero con letra clara, en un libro de contabilidad, y ponía tanta atención en ello que ni siquiera vio que me acercaba a él.

– Ingram -le dije.

El siguió escribiendo sin levantar la vista para mirarme.

– El señor Ingram está ocupado en este momento. Si deseáis esperar o que le haga llegar vuestra tarjeta, señor…

– No -dije en voz baja.

Tal vez fuera demasiado baja mi voz, porque no respondió. Por mi parte, me pareció oportuno acentuar mi desagrado dando una fuerte palmada en su escritorio.

– Ingram -repetí.

Dejó ahora su pluma y se frotó la nariz con su dedo manchado de tinta y encallecido por los años de apretar la pluma con él.

– El señor Ingram está ahora con un caballero, señor -me dijo con un tono de evidente preocupación. Lo cierto era que los demás escribientes debieron de notarlo también, pues todos interrumpieron su trabajo y levantaron los ojos para mirarme.

– Os sugiero que vayáis a llamarlo -dije.

– No es así como hacemos las cosas en esta oficina -replicó.

– Pues debería ser vuestra norma cuando yo vengo a visitaros.

– ¿Y quién sois vos?

– Ah, sois el señor Weaver, si no me equivoco.

Reconocí al punto al que había hablado, que en aquel momento bajaba por la escalera. Era ni más ni menos el señor Bernis, el mismo remilgado caballero de pequeña estatura que se me había acercado en el figón para informarme de que mi vida estaba asegurada a más no poder. Se apresuró a acercarse y me estrechó la mano… y digo que me la estrechó y no que nos estrechamos las manos, porque yo no participé para nada en aquel apretón.

– Encantado de volver a verlo, señor. ¿En qué podemos serviros?

– He venido a exigir que me digáis los nombres de las personas que han asegurado mi vida.

– Como ya os expliqué, señor, no podemos revelar esa información. Hay una norma de confidencialidad que…

– ¡Al diablo la confidencialidad! -repliqué con una voz no precisamente apaciguadora. Y, ciertamente, el escribiente dio un paso atrás, como sacudido por la fuerza de mi vehemencia-. ¡Quiero saberlo!

– ¡Señor…! -protestó.

Tengo que decir algo a favor del pobre señor Bernis, que era un hombre menudo y no gozaba de un espíritu marcial, pero que, en defensa de su compañía, dio un paso al frente y apoyó la mano en mi brazo.

Yo, a mi vez, lo levanté en vilo y lo lancé sobre el escritorio del escribiente de las gafas. Los dos cayeron juntos en un torbellino de miembros, de papeles y de tinta vertida. Yo esperaba sinceramente no haber lastimado a aquel hombre, que solo estaba allí ocupándose de su negocio, y tomé nota mentalmente de que debía enviarle un regalo como compensación, pero tenía que atender cosas más importantes que la de evitar herir sus sentimientos.

– ¡Hablaré con Ingram! -grité, y demostré mi exasperación acercándome a otro escritorio y barriendo cuanto había en su superficie con un amplio movimiento del brazo.

Como yo había esperado, la estancia se había convertido a estas alturas en el escenario de un caos. Varios de los escribientes, de la cara de uno de los cuales goteaba tinta, corrían hacia la escalera. Los papeles estaban esparcidos por el suelo y gritaban todos al mismo tiempo, incluido el pobre Bernis, que había logrado levantarse de aquella penosa confusión y que ahora llamaba a voces a Ingram en tono lastimero. Yo uní mi voz a coro de quienes invocaban su nombre, aunque con intención más maliciosa.