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– ¿Vos sois judía? -Necesité toda mi fuerza de voluntad para evitar un grito… que se quedó en un gruñido mascullado.

Sus ojos se abrieron, divertidos.

– ¿Os asombra eso?

– Sí -respondí sin rodeos.

– Comprendo. Nuestras mujeres deben permanecer siempre en el hogar, preparando comidas y encendiendo velas, y sacrificar su vida para asegurarse de que sus padres, hermanos y maridos estén bien atendidos. Solo a las mujeres británicas les está permitido deambular por las calles…

– Yo no he querido decir eso.

– ¿Estáis seguro?

No lo estaba, en realidad, y por lo mismo evité responder su pregunta.

– No somos tantos en esta isla como para que yo deba esperar que una extraña tan encantadora como vos se cuente entre los nuestros…

– Y sin embargo -insistió-, eso es lo que soy. Y ahora, por favor, permitidme que siga con mi historia.

– Por supuesto.

– Como os iba diciendo, mi padre fue un artesano… hábil en el arte de trabajar la piedra, que dejó de joven su ciudad natal de Vilnius y partió en busca de una vida más próspera. Los hombres así a menudo llegan a este reino, porque es con seguridad el lugar más atractivo de Europa para vivir en él los judíos. Fue aquí donde conoció a mi madre, inmigrante también a esta tierra, aunque ella había nacido en la pobreza en un lugar llamado Kazimierz.

– ¿Sois una tudesca, entonces? -pregunté.

– Así es como vuestra gente se empeña en llamarnos -dijo, no sin cierta amargura-. Los vuestros no nos quieren.

– Os puedo asegurar que yo no tengo ese prejuicio.

– ¿Y cuántos judíos de los nuestros contáis entre vuestros amigos?

Encontré de lo más desagradable aquel interrogatorio y por eso le sugerí que continuara con su historia.

– Debido en parte a la intolerancia del pueblo inglés, y en parte también al fanatismo del vuestro, encontró demasiado difícil ejercer su oficio aquí, pero tras muchos años de esfuerzos consiguió alcanzar una posición cómoda. Por desgracia, murió cuando yo tenía diecisiete años en un accidente relacionado con su trabajo. Tengo entendido que esos accidentes ocurren con mucha frecuencia entre las personas que trabajan la piedra. Mi madre no tenía medios para mantenernos y tampoco contábamos con familia en este país. Fue así como nos vimos obligadas a depender de la caridad de la sinagoga; pero esa institución, a diferencia de la vuestra, es tan pobre, que pudo hacer muy poco para facilitarnos pan y un techo sobre nuestras cabezas. Esta vergüenza fue demasiado para mi madre, que jamás había tenido una constitución fuerte, por lo que siguió a mi padre a la tumba cuando aún no habían pasado seis meses. En mi dolor, me encontré sola en el mundo.

– Siento mucho todas vuestras desgracias.

– No podéis haceros idea de mi pena. Todo lo que tenía había desaparecido, y no me quedaba ninguna aspiración que no fueran la penuria y la enfermedad. En aquella situación, sin embargo, decidí examinar las cuentas de mi padre y descubrí que había un hombre de cierta importancia que le debía aún tres libras. Para encontrarlo decidí, pues, viajar a la metrópoli, haciendo el viaje a pie y soportando toda clase de abusos, como podéis imaginar. Me arriesgué a hacerlo y a sufrirlo todo para cobrar la deuda, a pesar de que me doy cuenta de la locura de aquel intento, porque esos hombres, como he tenido ocasión de comprobar hace mucho tiempo, jamás pagan si pueden evitar hacerlo. Yo había esperado una tajante negativa, pero me encontré con algo totalmente distinto. A pesar de mis harapos y de mi aspecto desaliñado, el caballero me recibió personalmente y me entregó el dinero en la mano, expresándome al mismo tiempo sus más sinceras disculpas y su pesar por mis dificultades. Más aún: me pagó el doble de lo que me debía en atención a mis sufrimientos. Y me ofreció aún más, señor Weaver: me sugirió que podría seguir asociada con él viviendo en su casa.

Yo me esforcé en evitar que mi rostro expresara alguna emoción.

– No debéis avergonzaros de hacer lo que debíais para sobrevivir…

– No he hablado de vergüenza -replicó mirándome valientemente a la cara-. Tenía seis libras en la mano. Quizá no corría el peligro de morirme de hambre en varios meses. Y, sin embargo, acepté su ofrecimiento… ¿Por qué? Pues porque me pregunté si no tendría derecho a disponer de ropas limpias, un lugar donde vivir y comida suficiente para existir más allá de la encumbrada situación de eludir meramente la muerte. Conozco algo de vuestra historia, señor, porque se ha publicado en los periódicos. En vuestra juventud, cuando no teníais ni un céntimo, elegisteis pelear en un cuadrilátero. Vivisteis, pues, de las ventajas que os proporcionaba vuestro cuerpo. Yo hice lo mismo, aunque cuando una mujer hace eso, a menudo la llaman con toda suerte de nombres desagradables. Además, si un hombre asume la tarea de cuidar de una mujer, asistir a sus necesidades, sus ropas, sus alimentos, su vivienda, y ella a cambio se obliga solo a no aceptar las atenciones de otro hombre… en algunas tierras llamarían a eso matrimonio. Pero aquí lo llaman amancebamiento.

– Señora… os aseguro que no os estoy juzgando.

– No me juzgáis con palabras, pero lo veo en vuestros ojos.

Yo no podía replicar nada, porque había interpretado bien mi expresión. Pero llevaba suficiente tiempo viviendo en las calles para saber cuánta necedad es juzgar a una mujer por emplear sus atractivos para librarse de la muerte o de un estado no mucho más deseable. Sabía también que el verdadero motivo de que los hombres fueran tan proclives a aplicar nombres tan insidiosos a las mujeres que se tomaban libertades con sus propios cuerpos no era otro que su deseo de mantenerlas dominadas. Aun así, me sentí decepcionado porque supongo que la deseaba pura e inocente, por más que ese deseo por mi parte fuera una insensatez. Después de todo, lo que tanto me atraía de Celia Glade era su aire de libertad, su ingenio, su sensación de encontrarse a gusto en el mundo; mejor dicho: de ser dueña del mundo.

– Como vos, yo también soy un producto del mundo en que vivo -dije a modo de excusa-. Desde joven me han educado para formar esos juicios sobre las mujeres que actúan como vos lo habéis hecho. Y si ahora, más maduro ya, deseo rechazar esas ideas, sigo encontrando dentro de mí una voz que se opone a esa voluntad.

– Sí -asintió ella-, he tomado decisiones… que sabía que eran las mejores que tenía a mi alcance, pero contra las que se sigue oponiendo una voz en mi conciencia. Pero, puesto que no querría que me condenarais, yo tampoco os condeno a vos. Y sigo con mi historia. Viví espléndidamente con él como su favorita, y a él le encantaba sobremanera mi tendencia natural a imitar a otros. Al principio me animaba a imitar a otras personas de su entorno, pero luego empezó a comprarme disfraces y a hacerme adoptar toda clase de personalidades: la de una mendiga gitana, la de una cortesana árabe, la de una joven campesina e incluso la de anciana. Por complacer al caballero aprendí todas esas habilidades que vos habéis observado. Pero, después, como ocurre a menudo en estas circunstancias, él conoció a otra mujer más joven e inexperta que yo y, por lo mismo, más dispuesta a seguir sus caprichos.

– Debe de ser el mayor loco que exista en el mundo, si prefirió a otra mujer antes que a vos.

Advertí en su mirada un destello de placer, pero prefirió pasar por alto mi galanteo.

– Aunque yo no era ya su favorita, el caballero, a quien no mencionaré por su nombre, creía en lo que consideraba su deber y continuaba asistiéndome en mis necesidades. Y entonces, al cabo de dos años de mantenerme en este amable olvido, se puso en contacto conmigo y me dijo que quería que empleara mis habilidades en su servicio. Se había portado tan bien conmigo en el pasado, que difícilmente hubiera podido negarme, sobre todo porque era consciente de que mi negativa equivaldría a sacrificar mi futura comodidad. Y por eso no me quedó otro remedio que entrar en Craven House y ser allí sus ojos y sus oídos para descubrir todo cuanto pudiera acerca de las prácticas ilícitas de la Compañía, con el fin de que el comercio con Oriente pudiera abrirse más a todos los hombres de negocios. La noche en que os encontré, pensé que erais uno de los criados de mi patrón, que venía a recoger unos papeles que yo había copiado para sus propósitos, y esa fue la razón de que os descubriera inadvertidamente.