Pensé decirle que, por lo visto, yo no era el único en narrar historias fabulosas aptas para una novela, pero comprendí que sería muy descortés hacer eso. En consecuencia, me limité a asentir para manifestarle mi simpatía. Con todo, en aquel preciso instante me pareció ver que en sus ojos despuntaba una lágrima y alargué mi mano para acariciar la suya. Al hacerlo, golpeé sin querer su vaso de ginebra, que había permanecido olvidado en la mesa y cuyo contenido, lejos del fuego como estábamos, por fuerza tenía que estar completamente frío a la manera como ocurre con esos licores. Solo pude imaginar el sobresalto que tendría al notarlo derramado en su regazo.
– ¡Oh, está helado! -exclamó con su voz natural, que no era en absoluto la de una vieja furcia. Y al momento siguiente se echó hacia atrás y comenzó a sacudir de sus ropas la bebida derramada. Por suerte, no había llegado a calar demasiado, y aunque los otros clientes de la taberna se divirtieron con el espectáculo, ninguno de ellos pareció advertir que había oído el grito de una joven dama… en nada parecido a la cascada voz de una vieja bruja.
– Os pido perdón -me excusé. Y salí corriendo hacia el mostrador, donde convencí al tabernero de que me prestara una toalla relativamente seca, con la que sequé el asiento de la señorita Glade antes de permitirle que volviera a sentarse.
– Siento muchísimo mi torpeza -le dije, una vez hube devuelto la toalla-. Vuestra belleza debe de haberme deslumbrado tanto, que olvidé prestar atención a lo que hacía.
– Vuestras amables palabras resultarían más persuasivas si no fuera vestida de esta manera -me dijo con una sonrisa irónica, aunque yo ya sabía que había merecido su perdón. Ciertamente aquel incidente ayudó a aliviar la tensión entre nosotros.
Tenía mucho que pensar yo ahora, y no sabía cuánto de este descubrimiento debería compartir con el señor Cobb. Para mí había sido evidente que la historia de la señorita Glade era una mentira… por lo menos en la parte relativa a su intento de ayudar a un comerciante perjudicado. Su narración, por otra parte, se parecía demasiado a la mía: un cuento acerca de reparar una injusticia menor sin grandes esfuerzos. Nadie podía poner reparos o condenar su causa… nadie que no fuera un hombre de la Compañía, por supuesto, y fuera lo que fuese lo que ella sospechara de mí, sabía que yo no era uno de ellos.
¿Y qué había de la propia señorita Glade? Si no era lo que decía ser… ¿qué era? Yo tenía mis propias sospechas, porque no había creído aquella explicación suya de que se disfrazaba para su amante… Se me había ocurrido que pudiera haberse dedicado al teatro, pero ahora creía que no porque, de haber sido así, me hubiera dado esa explicación mucho más simple. Pero, entonces… ¿quién podría tener esa capacidad para disfrazarse?
A un intento de encontrar respuesta para estas preguntas obedeció mi acción de derramar sobre ella el vaso de ginebra. La estancia estaba fría y yo sabía que su bebida estaría casi a punto de helarse; por eso imaginé que gritaría y que su voz sería la auténtica, sin disfraz alguno. Fueron tan solo tres palabras, seis sílabas, pero suficientes para que yo pudiera percibir su acento. Aquella o inicial larga, prolongada, cantarina; con la h totalmente insonora, inexistente; y las a y las e bien diferenciadas, sin aproximarlas a ningún otro sonido, en tanto que la o final era breve y cortada, semejante a una u. No, no era el acento de una dama nacida en tierras británicas. Ni tampoco la forma de hablar de una nacida de judíos tudescos. Pero… ¡oh, sí, lo reconocía a pesar de tan pocas palabras!
La señorita Glade era una mujer francesa que fingía tener otro origen, y a mí no se me ocurría otra razón por la que quisiera ocultar ese origen, que la de que fuera una espía de la Corona francesa… al servicio de los hombres que, podía entender ahora ya, apostaban un dinero que recuperarían con creces en cuanto yo muriera.
16
Pero… ¿por qué les preocupaba tanto a los franceses lo que yo hiciera o dejara de hacer en la Casa de las Indias Orientales? La respuesta a esta pregunta no estaba en absoluto a mi alcance por muchas vueltas que le diera, así que, por lo tanto, decidí que dejaría a la dama tan pronto como me fuera posible para poder reflexionar en privado sobre este nuevo giro del asunto. Sin embargo, me obligué a esperar un buen rato, para que ella no cayera en la cuenta de que su arranque había revelado algo de sí misma.
La acompañé -o, para ser más exactos, ella me acompañó a mí, porque conocía mucho mejor que yo el dédalo de calles de St. Giles- hasta High Holbourn, donde deseaba procurarle un carruaje. Mientras íbamos hacia allí, comenzó a quitarse y guardar en un bolso que llevaba los elementos de su disfraz: su peluca; sus guantes remendados, que cambió por otros limpios; un paño que le sirvió eficazmente para quitarse el maquillaje que afeaba su rostro… Seguía vistiendo unas ropas que difícilmente servían para realzar sus encantos, y sus dientes todavía estaban manchados por la pintura, pero para cuando emergimos en la transitada calle, ella no parecía ya una vieja bruja, sino una hermosa mujer mal vestida.
– ¿Cómo me preferís? -preguntó.
– Permitidme que lo piense -respondí- y os enviaré mi respuesta enseguida. -Mi mirada estaba pendiente de un cochero, que nos hacía señas de que fuéramos hasta él.
– No tendré en cuenta vuestra burla y aceptaré vuestra amable ayuda con el carruaje. Pero… ¿y vos? -me preguntó.
– Primero me cercioraré de que estáis a una distancia segura de aquí, y después ya buscaré mi propio medio de transporte.
– Quizá podríamos compartir este -me dijo pícaramente.
– No creo que viajemos en la misma dirección.
Ella se inclinó y se arrimó a mí.
– Quizá podamos arreglar que esa dirección sea precisamente adonde queramos ir los dos.
No creo que en la vida haya luchado tanto por dominar mis pasiones. Ella me miraba, con el rostro levemente inclinado y sus negros ojos muy abiertos; incluso separó un poquito los labios para que yo pudiera distinguir entre ellos el tentador color rosa de la punta de su lengua. ¡Habría sido fácil, tan fácil, seguirla a donde deseara ir… permitir que me tomara en sus brazos…! Yo podría decirme a mí mismo que lo hacía por la causa… que estando tan cerca de ella sin duda averiguaría más de sus planes. Sin embargo, sabía que aquello era falso. Sabía que si cedía a sus insinuaciones, a mis deseos, a partir de aquel mismo instante ya no podría fiarme de mis instintos. Si se hubiera tratado solo de mi vida, si solo estuviera en juego mi seguridad, habría sido feliz aceptando la apuesta y lanzando alegremente los dados. Pero mi más querido amigo, un bondadoso caballero ya de cierta edad y mi tío enfermo dependían de que yo obtuviera un rápido éxito, y que no me lanzara despreocupadamente a la que podía ser la más dulce de las prisiones, cuando la vida de muchos otros dependía de mi éxito.
– Temo que tengo que acudir a una cita que no puedo excusar -le dije.
– Tal vez podría concertar una cita urgente con vos para otra noche -me propuso.
– Tal vez -me las arreglé para decir con la boca reseca-. Buenas noches, señora.
– Esperad -dijo, al tiempo que sujetaba atrevidamente mi muñeca con su mano. Una sacudida de excitación, ardiente como fuego, pasó a través de mi carne. Pienso que ella debió de sentirla también, pues se apresuró a soltar mi mano-. Espero -dijo, como si tartamudeara intentando encontrar las palabras-. Bueno… sé que puedo mostrarme traviesa, pero confío en que tengáis buena opinión de mí. La tenéis, ¿verdad?