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– Tú ya sabes que estoy obligado por mi juramento a tratar a mis pacientes con mi mejor saber y capacidad…

– Sí, sí… Pero… ¿qué le dijiste?

– Como no tengo ninguna obligación de abstenerme de fingir tratar a un hombre sano que se crea enfermo, en particular si lo hago para tranquilizarlo, le informé de que conocía algunos remedios muy particulares, traídos recientemente de Barbados, que sin duda aliviarían sus síntomas. Le hice una pequeña sangría, purgué sus intestinos y lo dejé con un diurético bastante fuerte. Cuando hayamos acabado esta charla, escribiré una nota a mi boticario y haré que le envíen una mezcla de sustancias que no tendrán otro efecto que el de calmar su agitación. Y puesto que, por lo visto, tiene fe en mi tratamiento, tal vez consiga tranquilizar su espíritu. -Me mostró una reluciente moneda de una guinea-. Lo que puedo decirte es que se mostró muy agradecido.

– Eso veo… ¿Seguirás tratándolo?

– Lo mejor que pueda, pero es posible que se muestre inquieto cuando me niegue a aplicarle mercurio, cosa que yo tendría que evitar puesto que no requiere verse expuesto a una acción tan fuerte como la que tiene ese elemento.

– Dale lo que te pida, mientras eso sirva para que te mantenga en tu puesto.

– El mercurio es sumamente eficaz contra la sífilis, pero tiene otros efectos perniciosos. No me parece ético aplicarle a un hombre un tratamiento que no necesita y que provocará una enfermedad que no tiene por qué padecer.

– ¿Te parece ético permitir que pases el resto de tus días en una prisión para deudores, simplemente por proteger la salud de un codicioso loco?

– No te falta razón en lo que expones -respondió-. Reconsideraré mis opciones cuando llegue el momento.

Asentí.

– Me parece muy acertado, pero habla conmigo antes de hacer algo, por favor.

– Claro. Y ahora, si me permites abordar por última vez el tema de esa joven…, ¿has pensado que si pudiera tener una aventura con ella, eso me daría un motivo para venir a verla más a menudo, y que estar tú y yo dentro pudiera ser más eficaz que el que estuvieras tú solo…?

– Es una espía francesa -dije, poniendo punto final a su pregunta con la violencia de un pistoletazo.

Lo lamenté enseguida. Aunque lo que yo sabía de ella y la fuerza de voluntad de Elias pudieran rebajar los impulsos predatorios de este, dudaba mucho de que fueran suficientes para contrarrestar las habilidades de la dama en cuestión. Si ella lo presionaba, mucho me temía que pudiera leerle en la cara, tan claro como si estuviera escrito con tinta, que estaba al tanto de su condición.

Pero yo había empezado ya, y no tenía más remedio que continuar:

– En alguna parte de aquí está en marcha un complot francés, Elias. No sé si se trata de la más infame de las intrigas que rodean a la Compañía, pero ciertamente es un complot. Primero nos enteramos de que hay unos franceses invirtiendo dinero en mi muerte, como si yo fuera un valor cotizable en el mercado, y después me encuentro a una espía francesa que está intentando descubrir todo lo posible acerca de la Compañía y de mí.

Pasé a contarle mi entrevista de la noche anterior con la señorita Glade y aunque puse sumo cuidado en disimular cualquier elemento amoroso, Elias me conocía desde hacía mucho tiempo y era demasiado buen conocedor de la naturaleza humana para no sospechar algo.

– ¿No me estarás diciendo que te estás enamorando de una criatura tan traicionera?

– Eso es lo que ella quiere -respondí.

– Y, puesto que es bella y encantadora, te resulta difícil no acceder a sus deseos…

– Yo soy dueño de mis pasiones -le aseguré-, y no tengo ningún deseo de enamorarme de una mujer cuyos motivos debemos presumir que son maliciosos. No tienes que preocuparte de mí en ese aspecto.

El dedicó un momento a mirarse fijamente las bien cortadas uñas, un indicio claro de que iba a decir algo fuera de tono.

– Confío en que hayas aceptado ya que jamás tendrás éxito con la viuda de tu primo…

Moví la cabeza en un gesto de incredulidad.

– ¿De verdad crees que mi añoranza de Miriam es el único obstáculo que se puede oponer a que yo me enamore de verdad de una espía embustera?

– Sé que has estado enamorado mucho tiempo de Miriam Melbury y que ella te hizo añicos el corazón, pero reconozco que, cuando la expresas de esta forma, mi teoría no parece válida.

– Me alegra oírtelo decir.

– Aun así, estás llegando ya a la edad en que un hombre debe buscar esposa.

– Mira, Elias… Si me interesara ese tema, iría a visitar a mi tía Sophia, que podría hacerme esa recomendación de forma mucho más elocuente que tú, me irritaría menos y probablemente me serviría algo agradable para comer. Eso aparte, yo podría decirte a ti lo mismo, porque no veo que estés buscando esposa.

– Bueno, Weaver… yo no soy de los que se casan. Y, si lo fuera, necesitaría a una mujer con una gran dote que no tuviera en cuenta mis relativos problemas financieros. Tú, en cambio, eres judío, y tu gente no puede reprimir la manía de casarse. Si quieres saber lo que pienso, creo que una esposa te iría muy bien.

– Me parece que le voy a decir al señor Cobb que te envíe a prisión ahora mismo.

– Los que dicen la verdad están expuestos siempre a los ataques del resentimiento.

– Sí, y a ti te ha tocado en la vida sufrir mucho de eso. ¿Puedo sugerirte que dediquemos nuestro tiempo a discutir el significado de esa implicación de los franceses?

Elias dejó escapar un suspiro.

– Muy bien. Nunca he oído que los franceses enviaran agentes para intrigar contra las grandes compañías, pero no me sorprende que hayan pensado hacerlo. Después de todo, estas compañías producen una prodigiosa riqueza para la nación y la Compañía de las Indias Orientales es, también, un medio de exploración y de expansiones. Podría haber bastantes razones para que los franceses desearan infiltrarse en Craven House.

A esto, por desgracia, se reducía todo el análisis de Elias y, para cuando él hubo terminado de exponerlo, yo ya había apurado mi jarra de cerveza y estaba pensando en que era hora de volver a la Casa de la India si no quería que mi ausencia fuera advertida.

No pensaba que de eso pudiera derivarse algún mal, pero convenía a mis intereses no atraer la atención sobre mí.

Entré, pues, por la puerta principal y fui hacia los almacenes. Pero aún no había dado más que unos pocos pasos cuando oí pronunciar mi nombre con tono apremiante:

– Señor Weaver, por favor… deteneos.

Me volví y me encontré a Carmichael persiguiéndome. Corría en pos de mí sujetando con la mano su sombrero de paja.

– ¿Qué ocurre?

– El señor Ellershaw ha bajado aún no hace media hora. Parecía muy preocupado porque nadie supiera cómo podía localizaros.

Yo asentí y me dirigí de inmediato hacia el edificio principal para subir enseguida al despacho de Ellershaw. Nada más llamar a la puerta, me dijo que entrara y en cuanto crucé el umbral me encontré también al señor Forester, sentado al otro lado de su mesa y examinando varias muestras de tela extendidas sobre el escritorio. Pronto vi que ninguno de los dos se mostraba encantado de verme.

– ¡Weaver…! -dijo Ellershaw, escupiendo una parte de la materia marrón que estaba masticando-. ¿Dónde os habíais metido? ¿Os pago para que os entretengáis con vuestras cosas o por vuestro trabajo?

– Lamento que no me hayáis visto -respondí-. Estaba a punto de hacer una inspección de los almacenes cuando me habéis llamado.

– Si estabais inspeccionando los almacenes, ¿cómo es que nadie sabía dónde andabais?

– Pues porque no quiero que lo sepan. Las inspecciones son eficaces sobre todo cuando resultan una sorpresa para los inspeccionados.

Ellershaw reflexionó un momento sobre lo dicho, y asintió luego despacio sin dejar de masticar lo que tenía en su boca.