Lo felicité por aquella determinación y salí de su despacho. De hecho, estaba ya fuera de Craven House y cerca del almacén principal cuando me detuve sobre mis propios pasos.
La idea se me ocurrió tan de repente y con tanta urgencia, que casi corrí para volver al despacho de Blackburn, a sabiendas de que no era necesario: él estaría allí, y el tiempo apenas tenía importancia en este caso. Corrí, pues, por mí, porque deseaba por encima de todo saberlo cuanto antes.
Entré en su despacho una vez más y, como ya se estaba convirtiendo en costumbre para mí, cerré la puerta una vez dentro. Me senté delante del señor Blackburn y le ofrecí una generosa sonrisa. El impulso de bombardearlo a preguntas era muy fuerte, pero lo reprimí. Pedirle que me dijera lo que quería saber pudiera sorprenderlo como algo, por decirlo con sus propias palabras, «desordenado». Sabía que no le gustaría hablar de aristas y de piezas que no encajaban en el rompecabezas, y que tendría que abordar el asunto con una buena dosis de precaución.
– Señor -empecé-, iba ya a medio camino del almacén cuando he sentido el vivo deseo de volver a deciros que he llegado a ser un gran admirador vuestro.
– ¿Perdonad…?
– De vuestro talento para el orden y la regularidad, señor. Es precisamente lo que quiero deciros. Me habéis inspirado en mi trabajo con los vigilantes.
– Me halagan vuestras palabras.
– No estoy diciendo nada más que lo que todo el mundo debe reconoceros. Pero me pregunto, con todo, si no habrá nada más que saber que lo que he podido extraer de nuestras breves conversaciones.
– ¿A qué os referís?
– Me pregunto si no podríais dedicar un rato esta noche, en alguna taberna tal vez, a hablar de vuestra filosofía del orden, si os parece. Ni que decir tiene que, puesto que vos asumiréis el papel de maestro y yo el de alumno, me sentiré sumamente feliz en pagar vuestros gastos.
– Ya sabéis que eso no nos está permitido.
– ¿Que no está permitido?
– La junta de comisionados ha prohibido que los administrativos vayan a tabernas, burdeles y teatros, porque desde hace mucho tiempo se ha observado que el comportamiento desordenado conduce a una disminución de la productividad. Si fuera descubierto en un lugar así, perdería mi puesto enseguida.
– Pero sin duda tiene que haber un lugar donde podamos encontrarnos.
Una sonrisa picara se dibujó apenas en sus labios.
– Una taberna, sí -dijo en voz muy baja-. Estas cosas pueden arreglarse, si se hacen con cuidado. Conozco un lugar donde podemos tomarnos una jarra o dos con toda libertad.
Regresé a mis obligaciones y observé que los hombres que se encargaban de la vigilancia de la Casa de la India seguían trabajando con actitud huraña, como lo hice yo hasta las tres de la tarde, cuando recibí una llamada del señor Forester para que fuera a verlo. Yo no tenía ningún deseo de estar a solas con él, porque tenía la convicción de que era, en buena parte, el responsable de la muerte de Carmichael, aunque no conociera el cómo ni, para ser sincero, tampoco el porqué. Pero parecía ser para mí la causa más probable de su pretendido accidente, y no tenía otra elección que la de hacerme el tonto. Si quería vengar la muerte de mi amigo, tenía que representar mi papel y dejar que todo saliera a relucir al final.
Encontré abierta la puerta del despacho de Forester, que me hizo pasar, cerrarla y tomar asiento.
Al levantar la mirada lo encontré sonriéndome, con la que parecía ser la cara de un hombre que se hubiera puesto una máscara cómica.
– Lleváis ahora algo más de una semana al servicio personal del señor Ellershaw, ¿es así?
– Sí, en efecto.
– Es un acuerdo muy poco frecuente, ¿no os parece?
Intenté aparentar confusión.
– No sabría decir lo que es usual o lo insólito aquí, porque no llevo tiempo suficiente para eso. Pero permitidme observar que en ocasione los arreglos insólitos son los únicos que se nos ofrecen, y que debemos adaptarnos a ellos lo mejor que podamos.
Su rostro se encendió, y no pude mentís que observar que había captado mi alusión a su aventura con la señora Ellershaw.
– No entiendo por que vuestro benefactor ha tenido que asumir sobre si y su propio cargo los gastos de encargaros de la vigilancia.
– Sé poco de la política interna de la Compañía, pero él es miembro de la junta de comisionados y por eso se preocupa del conjunto de la Compañía o, por lo menos, así lo entiende él. A mi no puede parecerme extraño que dé los pasos que cree que deben darse para ayudar a la Compañía. Y, tal como yo lo veo, puesto que contratar a un hombre para mi trabajo no podía hacerse hasta después de la reunión de la junta de comisionados y el señor Ellershaw lo consideraba una urgente necesidad, la forma como h llevado el asunto me parece de lo mas normal.
– Tal vez si -admitió Forester-. Puede que se trate tan solo de una medida de prudencia por parte de Ellershaw. Pero a mí me resulta difícil esa teoría y tengo otra, basada en anteriores acciones e inclinaciones que le he visto adoptar.
– ¿Y esa teoría es, si puede saberse…?
– Creo que Ellershaw se ha vuelto loco de remate. Su mente está afectada por una enfermedad venérea. Estoy seguro de que ya lo sabréis. Todo el mundo sabe que es cierto.
– En ocasiones -dije con deliberada cautela- las cosas que uno piensa que todos las saben son, paradójicamente, las mas falsas de todas.
– No juguéis a este juego conmigo. Vos mismo habéis sido testigo de su comportamiento. Y aunque optéis por no hacer caso de los síntomas de la locura provocada por el mal francés, habéis visto que tiene una adición enfermiza por la nuez de betel, una costumbre repugnante que aprendió de los salvajes en la India.
– ¿Esas cosas marrones que masca? -pregunté-. Bien, reconozco mi ignorancia, porque no tenia ni idea de qué podían ser esas cosas.
– Sí, y son, según me han dicho, muy adictivas. Media India está a merced de este veneno. Dicen que afecta al cuerpo como el café… solo que es más fuerte…, y que una vez probada, esclaviza para siempre a su víctima y le provoca otro efecto colateral.
– ¿La locura? -aventuré.
– Exactamente.
Me costó unos momentos pensar cómo podía responder a esa acusación.
– Vos parecéis decidido a creer que el señor Ellershaw está loco, y todavía mas deseoso aún de que yo lo crea también. Deseo complacer a todos miembros de la junta de comisionados, pero en este caso me temo que no puedo ayudaros. Decís que mi benefactor está loco, pero yo apenas lo conozco lo suficiente para sospechar semejante cosa, puesto que solo lo conozco tal como es ahora.
– Si dierais con un extraño que estuviera ahuyentando a gritos un rebaño de ovejas, señor Weaver, no necesitaríais conocer su vida y milagros ni entrevistar sus amigos para saber que su comportamiento era raro. A menos que lo supierais insólito para aquel hombre en particular. De La misma manera, no deberíais tener ninguna dificultad en valorar mi observación, con solo situarla en su contexto.
– Debo repetiros que vuestras observaciones me parecen faltas de lógica.
– ¡Pardiez, señor!, ¿no le habéis oído vos mismo amenazar a un anciano con un atizador candente? ¿No os parece una locura eso?
– El diría que no fue nada más que estrategia, y yo soy demasiado novato en Craven House para diferenciar entre ambas. No he visto nada que lleve a vuestra conclusión. Es más: sé que esa clase de acusaciones han de tomarse a menudo con serias reservas cuando el hombre que las hace tiene mucho que ganar de la ruina del acusado.
El se inclinó ahora hacia delante, adoptando una postura casi amistosa.
– Me veis con malos ojos, lo entiendo, pero no me avergüenzo de lo que hayáis podido deducir de mi relación con esa dama. No debéis pensar que mis acusaciones provienen de mis actos. Más aún: es exactamente al contrario. La vi por primera vez cuando empecé a preocuparme por el comportamiento de su marido.