– De nuevo he de deciros que no encuentro ninguna razón justa para estas acusaciones.
– Hum. ¿Me lo diríais si la vierais? No me respondáis, os lo ruego. Ya me doy cuenta de que es una pregunta impertinente, y que el señor Ellershaw es vuestro patrón. Sé que sois un hombre de honor, señor, y que no querríais traicionar al hombre que os ha ayudado. Pero os suplico que recordéis que vuestro auténtico deber es servir a la Compañía y no a un solo hombre dentro de ella. Si vierais algo que os indicara que el señor Ellershaw no está actuando en interés de la Compañía, o quizá que no es capaz de actuar en este sentido, confío en que vendríais a verme. Después de todo, esta es la naturaleza de una asociación como la nuestra.
– Pensaba que la naturaleza de una empresa era ganar dinero sin tener en cuenta las consecuencias.
– ¡Tonterías! ¿Sabíais que el término compañía deriva de la palabra latina compagnia, que alude al acto de hornear pan juntos? Eso es lo que hacemos nosotros. No somos simples hombres aislados que buscan labrar su propia fortuna, sino más bien un colectivo, que horneamos en unión nuestro pan.
– Me encanta saber que estáis dedicados a actividades tan útiles y fraternales.
– Pues ahora que ya lo sabéis, os ruego que no lo animéis con más tonterías. Como la de trajes azules, por ejemplo. ¿O creéis que reforzaréis vuestro puesto aquí haciéndolo objeto de la humillación pública?
– Solo hice una sugerencia. No creo que la cosa tenga tanta importancia.
– Entonces es que no comprendéis cuan impresionable se ha vuelto su espíritu. O tal vez sea que no deseéis comprenderlo. El señor Ellershaw os paga, así que sospecho que sentiréis el impulso de informarle de esta conversación. Os ruego que no lo hagáis. Es importante que entendáis que yo no soy su enemigo, sino un amigo de la Compañía, y que si llegara a pensar que yo conspiro contra él, la Compañía sería la primera en sufrir los efectos de la confusión que se produciría. Por eso debéis entender que no conspiro en su contra, sino que simplemente trabajo por el bien de la Compañía. Alguien tendrá que ocupar su puesto una vez se haya ido.
– Ese «alguien» seríais vos, supongo. Es interesante que digáis eso, porque a él no le he oído ningún comentario de que desee irse. Vos, en cambio, presumís de actuar solo porque os preocupa el interés de la Compañía… -Decidí que ya había llegado el momento de lanzar mi flecha-. ¿En interés de quién es vuestra aventura con su esposa?
Debo reconocer, en honor suyo, que él no bajó la vista.
– Los asuntos del corazón no siempre pueden ser controlados por la voluntad. Vos sois un hombre, Weaver, y tenéis que saberlo.
Yo, en aquel instante, solo podía pensar en la señorita Glade. y por un momento sentí una sincera simpatía por Forester: de la que me recobré, sin embargo, en cuanto pensé de nuevo en la muerte de Carmichael. Por penosa que fuera la tristeza de su corazón, no podía sentirla como una excusa de sus monstruosos planes.
– Ya os dije que no querría ser quien le hiciera semejante revelación al señor Ellershaw. Y, en cuanto a esta conversación, si me dejáis expresarlo sin rodeos, no querría ser causa de discordia entre estas paredes, en particular mientras trabaje en ellas.
Forester me sonrió.
– Sois un hombre muy sabio.
– No es sabiduría, sino mera prudencia. No tengo ningunas ganas de implicarme en asuntos ajenos al ámbito de este hornear el pan que nos ocupa, a pesar de lo que piense la señora Ellershaw. Esa dama me acusó de estar implicado yo mismo en una investigación de la que no sé nada. ¿Qué la hace pensar que el señor Ellershaw está interesado en conocer el paradero de su hija?
Forester sonrió.
– Sois muy astuto, señor. Me decís que no tenéis ningún interés en el asunto y, sin embargo, intentáis engañarme para que os revele información de naturaleza sumamente delicada…
– Si no queréis hablarme de ello, a mí no me importa. Después de todo, siempre puedo preguntárselo al señor Ellershaw.
El casi se levanta del asiento.
– No debéis hacerlo -dijo-. Pienso que la señora Ellershaw está en un error y que su marido no anda detrás de su hija, pero si vos le habláis de ello, tal vez despertéis la bestia dormida de la curiosidad.
– Entonces, deberíais contármelo.
Forester suspiró.
– Os diré solo esto. La muchacha, Bridget Alton, era hija del primer matrimonio de la señora Ellershaw. Una joven realmente asombrosa, si se me permite decirlo. Muy parecida a su madre, alta, con la tez más blanca que yo haya visto nunca, y unos cabellos tan rubios que casi parecían blancos también, aunque sus ojos eran de un notable color castaño oscuro. El conjunto la hacía fascinante, y no podíamos llevarla a ninguna parte sin que todos los hombres se detuvieran a contemplarla. El que estuviera unida a una familia de cierta importancia y contara con una dote significativa no hacía más que acrecentar su esplendor. Pero, a pesar de todas estas ventajas, eligió casarse sin permiso de su familia. Fue uno de esos sórdidos matrimonios clandestinos; ya sabéis cómo son. El señor Ellershaw, aunque difícilmente cambiaba dos palabras con ella en la mesa, montó en cólera. Prometió que perseguiría y castigaría a la muchacha, y por eso la señora Ellershaw ha hecho todos los esfuerzos posibles para ocultarla de la atención de su marido.
– Es un asunto privado, entonces -asentí-. Nada que ver con la elaboración del pan.
– Exactamente.
Pensé que me convenía actuar como si lo creyera y, por lo mismo, me puse de pie y me despedí de inmediato de él con una reverencia. Cuando llegaba a la puerta, me llamó.
– ¿Cuánto os paga el señor Ellershaw?
– Hemos convenido cuarenta libras al año.
Asintió.
– Para un hombre con ingresos tan variables como los vuestros, la regularidad de los pagos tiene que resultaros muy agradable.
Me detuve un instante. ¿Estaría jugando conmigo? ¿Tendría algún barrunto de que el señor Ellershaw me pagaba solo una fracción de lo que yo podía esperar conseguir practicando mi oficio habitual? Tuve que suponer que no y por eso me limité a expresar un gesto de asentimiento y salí de su despacho.
Imagino que tenía el diablo dentro de mí, porque no dudé en hacer una visita al señor Ellershaw en cuanto salí del despacho de Forester. Tal vez quisiera castigar al hombre al que creía responsable de la muerte de Carmichael, o quizá simplemente agitar el avispero para ver qué pasaba. En cualquier caso, eso fue lo que decidí, porque había dejado las cosas quietas demasiado tiempo y si tenía que hacer algún progreso, debía hacer algo, aunque me equivocara.
Me encontré a Ellershaw solo en su despacho y me invitó a pasar aunque sin dejar de mostrarse ocupado en revisar un documento muy largo y hacerme ver que lamentaba mi intrusión.
– Sí, sí… ¿Qué ocurre?
Cerré la puerta.
– Señor… Vengo del despacho del señor Forester que me ha hecho llamar.
El levantó la vista del documento.
– ¿Sí?
– Me parece, señor, que pudiera haceros más daño de lo que pensáis.
Estas palabras consiguieron captar toda su atención.
– Explicaos -me pidió.
– Quería que yo le explicara vuestros planes y propósitos. -El señor Ellershaw respiró hondamente-. Me previno de que no debía fiarme de vos y… bueno, señor… me dijo que estabais loco.
– ¡Que el diablo lo lleve! -gritó, al tiempo que descargaba una palmada sobre su escritorio que hizo vibrar su taza de té y derramar parte del contenido-. ¡Maldita sea, Weaver…! ¿Os he pedido yo que chismorrearais con mis compañeros de la junta de comisionados? ¿Qué insolencia es esta? Esta maldita asamblea de accionistas va a acabar conmigo, os lo aseguro. Estoy luchando por conservar mi puesto, ¡y vos me venís con esta sandez!