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Reconozco que me pilló completamente por sorpresa. Por un instante sentí toda la fuerza de su reprimenda.

– Si no recuerdo mal -pude decir-, me informasteis de la existencia de algunos comités secretos que intrigaban contra vos y que necesitabais descubrir antes de que se reuniera la junta. Estoy seguro de que los esfuerzos del señor Forester por minar vuestro trabajo y reputación…

– ¡Callaos! -me gritó-. ¡Ya está bien de tanto jaleo! No estoy dispuesto a tolerar tanta deslealtad por parte de un simple subordinado. Si estuviéramos en la India, haría que os arrojaran a los tigres por lo que decís. ¿Acaso no tenéis idea de lo que es una compañía y de lo que significa formar parte de ella?

– Entiendo que ponéis mucho énfasis en la elaboración en común del pan… -sugerí.

– Volved a vuestro trabajo -me dijo, con la voz más tranquila ahora y su genio más controlado, aunque todavía me daba la impresión de que podía volver a rugir a la más mínima provocación por mi parte-. Atended vuestras obligaciones y yo me ocuparé de las mías, y no vengáis a darme más la lata con vuestras teorías de comités y planes secretos. Os aseguro, Weaver, que, si volvéis a molestarme cuando hay tantas cosas que se pueden perder, lo lamentaréis. Y ahora ocupaos de sustituir a ese maldito hombre fallecido. No quiero que tengamos puestos sin cubrir por el hecho de que un loco se haya dejado aplastar por los cajones.

Y así fue como me despidió para que pudiera pensar en todos los errores que yo había cometido en el curso del día anterior.

18

Aquella noche me encontré con el señor Blackburn en la taberna que él había elegido. Era un lugar en la zona de Shadwell, limpio, iluminado con abundantes velas y lámparas, próximo a los almacenes de madera… y suficientemente lejos de Craven House para que pudiera creerse a salvo de la eventualidad de ser descubierto allí. Dentro había una colección nada notable de gente corriente -artesanos, pequeños comerciantes e incluso un clérigo con gafas- ocupados en consumir tranquilamente bebidas y comidas. Blackburn y yo nos sentamos junto al fuego, buscando el calor de la lumbre y porque Blackburn me dijo que cualquier salpicadura accidental se secaría allí más rápidamente. Una vez no hubimos sentado, se acercó una linda muchacha a preguntar que deseábamos tomar.

– ¿Quién eres tú? -le preguntó Blackburn-. ¿Dónde esta Jenny?

– Jenny no se encuentra bien, y por eso la sustituyo.

– No me sirves -le dijo Blackburn-. Necesito a Jenny.

– Pues tendré que serviros -replicó la muchacha-, porque Jenny está con la regla, pierde mucha sangre y no tiene ganas de vivir, así que tendréis que arreglaros conmigo, ¿verdad que sí, cariño?

– Deberé conformarme, supongo -respondió él con evidente mala gana-, pero tienes que decirle que esto me ha parecido una grave descortesía. En fin, tomaré… ¡maldita sea, muchacha!, pon atención te digo. Tomaré una jarra de cerveza, pero fíjate bien, porque te lo voy a decir muy clarito… Tienes que lavar la jarra con mucho cuidado antes de traérmela. Lavarla con agua y secarla con un paño limpio. No debe haber ni rastro de suciedad en ella, ni ninguna materia extraña en la cerveza. Tendrás que examinarla cuidadosamente antes de traerme lo que te pido. Recuérdalo bien, muchacha. Si no lo haces, tendrás que responder de ello al señor Derby.

Ella se volvió hacia mí enseguida como si aquellas extrañas peticiones no merecieran ningún comentario.

– ¿Y vos, señor?

– Una jarra de cerveza también -respondí-, pero no me quejaré si la cantidad de suciedad que hay en ella no excede en mucho la normal.

La muchacha se fue y regresó al cabo de unos minutos para dejar dos jarras ante nosotros.

Blackburn se apresuró a echar un vistazo a la suya.

– ¡No! -exclamó-. ¡No, no…! Esta no me sirve. No me sirve en absoluto. ¡Mira esto, guarra! En este lado de la jarra hay una huella grasienta de un dedo. ¿Estás tan ciega como para no haberla visto, estúpida? Llévate de aquí esta porquería y tráeme algo limpio.

– No va a estar más limpia vuestra cabeza cuando os metáis el líquido en ella, ¿o sí? -le preguntó.

Mi temperamento más frío comprendió que aquella pregunta pertenecía a la variedad de las que llaman «retóricas», pero el señor Blackburn pareció tomarla con mayor seriedad.

– No puedo tolerar esta conversación porque solo pensar en semejante afrenta contra mi persona me parece abominable.

– Sois vos quien os ponéis por las nubes, no yo -replicó la joven, con las manos en las caderas, en una bien practicada actitud de insolencia.

El intercambio de frases había atraído la atención de los presentes en el bar, y ahora salió de las cocinas un hombre corpulento con un delantal ceñido al pecho, sin peluca y con la cabeza afeitada. Se abrió paso por entre los parroquianos y llegó hasta nuestra mesa.

– ¿Qué sucede? -preguntó-. ¿Cuál es el problema?

– ¡Derby, gracias a Dios! -suspiró Blackburn-. Esta desvergonzada bruja está sirviendo vuestra bebida en las imprescindibles jarras, mezclando el contenido con heces humanas.

Esta descripción me pareció muy exagerada, pero me reservé mi opinión.

– Está completamente loco -dijo la muchacha-. No es más que la huella de un dedo en el cristal.

Derby golpeó a la muchacha en la cabeza, pero sin fuerza; de hecho, apenas tocó más que los cabellos y la cofia de la muchacha, y yo me di cuenta enseguida de que el golpe era pura comedia.

– Tráele otra -le dijo-, y asegúrate de que esté perfectamente limpia esta vez. -Luego se volvió hacia Blackburn-. Lo lamento mucho. Jenny tiene la regla y esta muchacha no está familiarizada con vuestros deseos.

– Yo ya le advertí -dijo Blackburn.

Derby alzó las manos en un ademán de bondadosa frustración.

– Ya sabéis cómo son estas chicas. Crecen entre la mugre. Les decís que limpien y piensan que ya basta con que no vean notando en la superficie un gato muerto. Me aseguraré de que lo ha entendido.

– Tenéis que aseguraros, sí -asintió Blackburn-. Cercioraos de que comprende que la limpieza de los recipientes que empleáis pasa por tres etapas: el enjabonado a conciencia, el completo aclarado del jabón con agua limpia y el secado con un paño limpio también. Por dentro y por fuera, Derby. Por dentro y por fuera. Cercioraos de que lo entiende bien.

– Me aseguraré -dijo el hombre, y se alejó enseguida.

Blackburn me explicó entonces que el tal Derby era un hermano del marido de su hermana, y me insinuó también que en un par de ocasiones en que el dueño del pub había tenido problemas de dinero, él le había ayudado. Como resultado de ello, Derby secundaba ahora las manías del fastidioso escribiente y había hecho de su establecimiento el único bar de la metrópoli en el que Blackburn podía beber con entera confianza.

– Y ahora, señor -me dijo-, volviendo a vuestro asunto, creo que ya habréis visto mi deseo de complaceros y que el suceso que acabáis de presenciar os habrá mostrado uno de los más importantes principios del hombre de negocios: la serie. Una vez hayáis informado a vuestro interlocutor de que en vuestro discurso hay tres componentes, habréis establecido una serie. Y una serie, señor, es algo irrebatible: en cuanto un hombre escuche el primero de sus componentes, estará ansioso de oír los restantes. Este es un principio que empleo a menudo en mi propio interés, y que ahora comparto gustosamente con vos.

Le expresé mi satisfacción porque hubiera tenido la amabilidad de comunicarme su saber, y le rogué que me hablara más acerca de su filosofía del orden. El entonces comenzó a darme una larga charla, interrumpida solo por mis ocasionales comentarios de aprobación. Blackburn estuvo hablando más de una hora y, aunque yo pensé que su idea a propósito de las series tenía cierto mérito, la verdad es que me pareció que era, en definitiva, la joya de su sistema intelectual. Rara vez trascendían sus ideas el principio rector de que tiene que haber un «lugar para cada cosa» y «que cada cosa tiene que ocupar su propio lugar», o el de que «la limpieza es lo más próximo que hay a la rectitud». Pero lo más característico de Blackburn no radicaba en estos lugares comunes: mientras hablábamos, no paraba de alinear nuestras jarras de cerveza. Sacaba el contenido de sus bolsillos, lo ordenaba, después lo pasaba de uno al otro. Se tiraba reiteradamente de las mangas, anunciando que existía una fórmula, una determinada proporción entre el largo de la casaca y la longitud de sus mangas, que debía ser respetada en todo momento.