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En resumen, que empecé a ver lo que ya había sospechado: es decir, que si su preocupación por el orden no era una forma de locura, sí se trataba, cuando menos, de una peligrosa obsesión provocada tal vez por algún desequilibrio de sus humores. Vi también claramente que, cuando lo instaba a que me mencionara ejemplos de los errores de la Compañía, declinaba hablar mal de cualquiera de los que pudiera haber en la Casa de las Indias Orientales. Puede que aborreciera el desorden cuando lo encontraba, pero su lealtad era absoluta. No me quedaba otra elección que intentar aflojar su lengua de alguna otra forma.

Me excusé, pues, diciéndole que tenía necesidad de orinar, pero que aborrecía tener que hacerlo en las letrinas del local. Creo que me entendió y que aprobó mis sentimientos. El caso es que me levanté y salí, pero no para hacer aguas, sino para aprovechar la oportunidad.

Entré en las cocinas y encontré allí a la muchacha que servía la mesa, ocupada en preparar una bandeja con bebidas.

– Querría pediros disculpas por el grosero comportamiento de mi compañero antes -le dije-. Tiene una verdadera obsesión por la limpieza en todo, pero os aseguro que no era su intención molestaros.

La muchacha me hizo una reverencia.

– Sois muy amable diciéndolo, señor.

– No es amabilidad, sino mera educación. No me gustaría que pensarais que apruebo la forma como se ha comportado con vos. La verdad es que no se trata de un amigo mío, sino tan solo de un conocido con quien tengo negocios… incluso de un rival en ese terreno. ¿Podéis decirme vuestro nombre, querida?

– Annie -respondió ella con una nueva reverencia.

– Veréis, Annie, si quisierais hacerme un favor, podéis estar segura de que me encantaría recompensaros por vuestra bondad.

Ella me miró ahora con aire un tanto escéptico.

– ¿En qué clase de favor estáis pensando?

– Mi compañero es más bien sobrio por naturaleza. Lo piensa mucho antes de beber un trago de cerveza… y a mí me encantaría que tuviera la lengua más suelta. ¿Os parece que podríais echar un poco de ginebra en su jarra? No tanto como para que advierta el sabor, sino tan solo un poco, lo justo para darle un empujoncito a su espíritu.

La muchacha me miró con una sonrisa de comprensión, pero al momento siguiente su rostro se tornó inexpresivo.

– No me parece que esté bien aprovechar la ignorancia de un caballero…

Yo saqué del bolsillo una moneda de un chelín.

– ¿Y así lo encontraríais correcto?

Ella tomó la moneda de entre mis dedos.

– Me parece que sí.

De vuelta en la mesa, la muchacha nos trajo nuevas jarras. Blackburn y yo estuvimos conversando de diversos temas mientras él consumía su cerveza cargada y empezaba a acusar en su habla y en sus movimientos que la ginebra estaba haciendo su efecto. Yo comprendí que tenía ante mí una oportunidad.

– Para un hombre que odia tan profundamente el desorden, Craven House debe de ser un lugar muy difícil para trabajar…

– A veces, sí, a veces -asintió, arrastrando ligeramente las palabras-. Hay toda clase de fallos allí. Documentos archivados en un lugar erróneo o no archivados en absoluto, gastos realizados sin contabilizar adecuadamente. En cierta ocasión, el encargado de vaciar los vasos de noche fue asesinado cuando estaba ocupado en su tarea, y ese día quedaron todos sin limpiar. Pues bien, la inmensa mayoría de los de la casa dejaron que todos los recipientes permanecieran todo el día sin vaciar. Casi todos, como si fueran un puñado de sucios salvajes.

– ¡Qué horror! ¡Qué horror! -exclamé yo-. ¿Alguna cosa más?

– Oh, sí, por supuesto que hay más. Mucho más de lo que uno estaría dispuesto a creer. Uno de los directivos…, no diré su nombre, pero sé bien de quién se dice (entendedme, no me consta que sea cierto), emplea los faldones de su camisa para limpiarse el culo, y después va así con ellos al trabajo, sucios de mierda.

– Pero no todos los de la Compañía pueden ser así.

– ¿Todos, decís? No, tan terriblemente sucios, no.

Volvió la muchacha y se llevó nuestras jarras vacías, sustituyéndolas por otras recién llenas. Al hacerlo, me dirigió un guiño de complicidad, como para informarme de que había hecho lo mismo que la vez anterior.

– Creo que le gusto a esa furcia -dijo Blackburn-. Os habéis fijado en el guiño que me ha hecho, ¿verdad?

– Lo he visto, sí.

– Le gusto, en efecto. Pero no me acostaré junto a eso…, no a menos que pueda verla tomar un baño primero. Oh, sí, señor Weaver, me encanta ver cómo se baña una mujer. Es lo que más me gusta de todo.

Mientras bebía, siguió informándome de otros crímenes contra la higiene de los que había oído hablar. Yo permití que aquello continuara mientras él trasegaba la mayor parte de su cerveza reforzada; pero al notar que su dificultad para hablar iba en aumento, y sospechando que la conversación pudiera escapar pronto a mi habilidad para orientarla por los cauces que yo deseaba, forcé la máquina con la esperanza de no pasarme de la raya.

– ¿Y qué me decís de otros asuntos? Por ejemplo, al margen de la negligencia a que aludís en asuntos que van más allá del aseo personal. En cuestiones de contabilidad, por ejemplo.

– Errores de contabilidad, ciertamente. Cada vez más graves. En todos los lugares y momentos. Por la manera como actúan, uno diría que están dotados de sirvientes invisibles, espíritus mágicos que se encargan de remediar sus pequeños desaguisados. Pero no siempre se trata de errores -afirmó con un inconfundible centelleo en los ojos.

– ¿Y eso?

– Vuestro protector, por ejemplo…, pero estoy hablando demasiado.

– Decís «demasiado» para no continuar. Sería una forma muy cruel de tortura no concluir lo que pensáis. Y, puesto que somos amigos, debéis proseguir.

– De acuerdo. De acuerdo… Entiendo vuestro punto de vista. Es como lo de las series, ¿no? Una vez se ha empezado, hay que terminar. Yo diría que a estas alturas ya habéis aprendido esa lección.

– En efecto. Y por eso tenéis que decirme algo más.

– Me estáis presionando mucho -observó.

– Y yo diría que vos os reprimís como una recatada damisela -dije con toda la afabilidad que me fue posible-. Supongo que no pensaréis dejarme ahora en ascuas.

– Por supuesto que no. En fin…, supongo que puedo deciros algo más. -Carraspeó para aclararse la garganta-. Vuestro patrón, cuyo nombre no mencionaré porque puede no ser demasiado seguro, vino a verme una vez con un plan para liberar de los libros una suma considerable para su propio uso. Era un plan que, según me dijo, había comentado ya con el cajero general, y que requería mi ayuda para ocultar esa suma a los ojos de la posteridad. Me explicó cierta historia acerca de que era para un importante proyecto de la Compañía, pero, como no pudo decirme más que eso, yo me di cuenta enseguida de que probablemente se trataba de apuestas o de mujeres de mala vida. No hará falta decir que me negué a ello.

– Y eso ¿por qué?

– ¿Que por qué? En parte porque habría sido un crimen incalificable liberar esa suma de los libros. Pero hay otro aspecto de la cooperación que encontré de lo más sabroso. El anterior cajero general, un individuo llamado Horner, había ayudado a vuestro patrón demasiadas veces para que su presencia aquí le resultara cómoda a este. En consecuencia, vio recompensada su lealtad con una misión para pasar el resto de sus días trabajando en Bombay. Yo trataba de evitar ser un fiel servidor como él, para ahorrarme favores así. No creo que las Indias me sentaran bien.