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– Pero… ¿qué fue de esa suma perdida? ¿Se las arregló Ellershaw sin ella?

– Oh, no… No tardé en encontrarla. Se había hecho un gran esfuerzo para ocultar su pista, pero aquello no pudo engañarme.

– ¿Revelasteis el asunto?

– En una compañía donde la lealtad se ve recompensada con el exilio al más horrible clima de la tierra, difícilmente quería yo dar pruebas de deslealtad. Más bien lo vi como una oportunidad para borrar todo rastro de aquella ocultación, para que nadie fuera capaz de descubrirla en adelante. Yo no querría nunca cometer un crimen, señor, pero no encontré ningún mal en echar tierra sobre las huellas allí donde se había cometido el delito. Asentí pensativamente.

– ¡Qué historias tan interesantes! -exclamé-. Seguro que debe de haber más.

– Bueno -dijo él-, ha habido un par de cosas que no había visto antes de ahora…, antes de este asunto de Greene House, como yo lo llamo. Pero no puedo decir que estas hayan ocurrido también en el pasado.

– Contadme, os lo ruego.

Blackburn sacudió la cabeza.

Decidí que había llegado el momento de desobedecer estratégicamente las órdenes del señor Cobb. El me había advertido que yo no debía plantear el tema, pero mi interlocutor estaba ahora tan desorientado por el alcohol, que pensé que, llegado el caso, yo sabría cómo disfrazar mi iniciativa.

– ¿Os referís a ese asunto con Pepper? -le pregunté.

Su tez se tornó pálida y los ojos se le abrieron de par en par.

– ¿Qué sabéis vos de eso? -me preguntó en voz baja-. ¿Quién os lo ha dicho?

– ¿Decírmelo? -repliqué con una carcajada-. ¡Pero sí es de dominio público!

El se agarró ahora a los lados de la mesa.

– ¿De dominio público? ¿De dominio público, decís? ¿Quién se ha ido de la lengua? ¿Cómo lo habéis sabido? ¡Oh… estoy arruinado! ¡Se acabó!

– Tranquilizaos, señor Blackburn… Os lo ruego. Aquí nene que haber algún malentendido. No veo por qué una alusión mía a la importación de pimienta puede causaros semejante conmoción.

– Pepper… -repitió-. ¿Hablabais de la especia?

– Sí…, decía simplemente que pensaba que la Compañía de las Indias Orientales se dedicaba antaño exclusivamente al comercio de la pimienta, y que su cambio a los textiles y los tés ha sido un verdadero hito en sus capacidades organizativas.

Sus manos soltaron la mesa.

– Oh, sí… ¡Por supuesto! -asintió, y se apresuró a beber un largo trago de cerveza.

Yo sabía que aquella era mí oportunidad, y que tenía que estar loco para no aprovecharla.

– Sí, me refería a la especia, señor. Solo a la especia. -Me eché hacia atrás en mi asiento, apoyando los hombros contra la pared-. Pero decidme, os lo ruego, ¿A qué pensabais que aludía?

Era, a mi juicio, el momento más arriesgado. Estaba jugando a un juego muy peligroso, cuyas reglas desconocía. Tal vez se diera cuenta de que lo había engañado, induciéndolo a admitir un conocimiento -cualquiera que este fuese, porque yo aún ignoraba de qué- y se volviera contra mí. O podía caer en la trampa.

– Lo siento -dijo-. No tiene importancia.

– ¡Que no tiene importancia…! -repetí fingiendo un tono de voz jovial-. Decís que no tiene importancia… Entonces, ¿por qué os habéis alterado tanto, señor?

– Os aseguro que no es nada.

Yo me incliné hacia delante otra vez.

– Vamos, señor Blackburn… -le dije en voz baja-. Hay confianza entre nosotros y vos habéis encendido mi curiosidad. Podéis decirme a qué pensabais que me refería.

Tomó otro sorbo de cerveza. No sabría decir qué lo decidió a hablar…, si fue el efecto del alcohol, un sentimiento de solidaridad o la creencia de que, una vez revelado a medias el asunto, valía más revelarlo por completo que intentar ocultarlo de nuevo. Solo puedo decir que se llenó de aire los pulmones y dejó la jarra sobre la mesa.

– Se trata de una viuda.

– ¿Qué viuda?

– Hará cinco o seis meses, recibí un escrito lacrado, con el sello de la junta de comisionados. En la carta no figuraba el nombre de ningún directivo, sino solo el sello de la junta. Se me ordenaba entregar una pensión anual a una viuda -ciento veinte libras anuales, en concreto-, advirtiéndome que no debía decírselo a nadie, ni siquiera a la junta, porque se trataba de un gran secreto que los enemigos de la Compañía podrían utilizar contra nosotros. Es más. Se me decía que, si aquello se hiciera público, perdería mi puesto. Yo no tenía ninguna razón para dudar de la veracidad de esa amenaza. El pago, después de todo, estaba supervisado por el mismo Horner. su última acción como cajero general antes de ser trasladado a su infierno asiático. Hasta el más necio podía ver que, sin ninguna culpa por mi parte, me hallaba en el centro de una tarea importante y secreta, y que no tenía más elección que obedecer si quería evitar la más terrible de las suertes. -¿El apellido de esa viuda era Pepper? El señor Blackburn se humedeció los labios y desvió la vista. Le costaba hablar, pero luego tragó un largo sorbo de su cerveza.

– Sí -respondió-. Se mencionaba a la viuda del señor Absalom Pepper.

A pesar de mis esfuerzos y de otras dos jarras más de cerveza reforzada, no conseguí que el señor Blackburn me diera mucha más información. Todo lo que podía saber con seguridad de la señora Pepper era que se trataba de una viuda cuyo mantenimiento había decidido sufragar la junta de comisionados. Vivía en el pueblo de Twickenham, en las afueras de Londres, donde poseía una casa de nueva construcción en Montpelier Row. Aparte de eso, no sabía nada, salvo que su situación era única e inexplicable. La Compañía no pagaba tales anualidades ni siquiera a sus directivos. Pepper no parecía haber tenido ninguna conexión con la Compañía de las Indias Orientales y, sin embargo, la junta enviaba a su viuda una pensión anual considerable y atribuía a su decisión un tratamiento de lo más confidencial.

Seguí presionándolo todo cuanto me atreví a hacerlo, pero pronto se vio que había alcanzado los límites de cuanto podía decir. Con todo, allí tenía un camino que tal vez llevaría al más íntimo de los deseos de Cobb y, muy posiblemente, a la libertad de mis amigos. No me atrevía a soñar con que consiguiera librarme pronto de aquella turbadora empresa, pero tal vez pudiera utilizar el descubrimiento de Pepper en cuanto me enterara de algo más, como medio para aliviar las penosas cargas que le habían impuesto a mi tío.

Para cuando concluí mi interrogatorio, el señor Blackburn estaba demasiado borracho para dirigirse a su casa, casi incapaz de mantenerse en pie, de hecho. Lo metí, pues, en un carruaje y lo envié hacia ella, con la esperanza de que el cochero se contentara con lo que le había pagado y no quisiera robar al pobre hombre.

Aunque yo llevaba también dentro de mí una buena cantidad de cerveza y no tenía la cabeza muy clara, era pronto aún y me dije que tenía tiempo de ir a hacerle una visita al señor Cobb para informarle de mis recientes averiguaciones. Pero primero tenía que pensar bien las cosas y decidir cuál era el mejor curso que debía tomar, así que lo que hice fue volver al interior de la taberna, sentarme junto al fuego y beber lo que quedaba de mi última jarra de cerveza. Mientras lo hacía, reconsideré la visita que pensaba hacer, porque recuperé mis sentidos lo suficiente para recordar que no trabajaba para el señor Cobb más de lo que lo hacía para el señor Ellershaw: trabajaba para mí, en realidad, y mi principal obligación era desembarazarme de aquella oscura red. Por lo tanto, no diría nada mientras me fuera posible guardar silencio.