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Saqué del bolsillo una pistola. Había comenzado a caer una ligera nevada, y yo me dije que la humedad probablemente me impediría disparar el arma, pero confiaba en que, en su situación, no estarían en condiciones de plantearse esa duda.

– ¿Quién de los dos robó mis papeles? -pregunté.

– Nosotros no fuimos -gritó uno de ellos.

– Tuvo que ser uno de los dos. El vuestro era el único faetón que llevaba dos pasajeros. ¿Quién de los dos fue?

– No fuimos nosotros -repitió el otro-. Está diciéndoos la verdad. Había, además, otro individuo, fuerte como un Hércules y con la cara llena de cicatrices. Me obligó a bajar de mi faetón y tuve que ocupar el de Johnny. Hemos intentado decíroslo. Si no lo hubierais estropeado todo, tal vez habríamos podido alcanzarlo.

Volví a dejar en su sitio la pistola sin decir palabra; por increíble que pareciera, me había esforzado tanto para nada. Había puesto mi vida en peligro para detener el carruaje equivocado, y ahora el ladrón se había escapado con mis notas.

– Era un gigantón -seguía lamentándose el otro mientras se secaba con la bocamanga de encaje la sangre que seguía manando de su nariz-. Un gigantón de tez negra, jamás había visto a nadie como él.

Yo sí. Yo había visto hacía muy poco a alguien como él, y antes de que hubiera acabado aquel asunto, Aadil me las pagaría. Pero, entretanto, él sabía demasiados de mis secretos y me había ganado aquel envite, aunque yo ignoraba cuál de las dos cosas me molestaba más.

19

La nota que le había escrito a Ellershaw no tenía especial interés, pero la información que había intentado pasarle a Elias era de la máxima importancia. Tenía, pues, que tomar una decisión: mi enemigo sabía lo que yo sabía, no mucho, en realidad. ¿Dejaría pasar el tiempo, con la esperanza de poder atraparlo en sus malas artes, o golpeaba primero, en lugar de esperar, confiando en la ventaja que me daría la iniciativa? De haber tenido los lujos simultáneos del tiempo y de la libertad, podría haber optado por lo primero; pero, puesto que no podía, aunque quisiera, alejarme de Craven House, tenía que elegir forzosamente la segunda opción, que fue por la que opté. Actuaría de acuerdo con la información que había conseguido de mi entrevista con Blackburn y, con ello, podría esperar que la primacía de esa adquisición me otorgará alguna ventaja. Por lo tanto, escribí nuevamente y volví a enviar, esta vez con más éxito, mis robadas notas, hecho lo cual intenté aprovechar las horas que me quedaban para dormir un poco.

A la mañana siguiente, tras tomarme muchísimo trabajo en procurar que no me siguieran, subí a una diligencia matinal que me condujo a Twickenham, un viaje de un par de horas, y allí aguardé dos horas más en un pub a que llegara la segunda diligencia, en la que esta vez vino Elias. Era muy posible que alguno de aquellos granujas tuviera vigilado a mi amigo y que Elias no hubiera estado tan alerta como yo esperaba para advertir esa vigilancia. Por eso me pareció lo más seguro que no viajáramos juntos. Una vez lo vi entrar en la taberna, pude sentirme razonablemente seguro de que estábamos allí a salvo los dos.

Insistió en comer algo y beber unos cuantos tragos de cerveza para sacudirse de encima el sopor del viaje y, una vez satisfecho, hicimos unas cuantas preguntas y nos encaminamos a la casa de la señora Pepper. Todos estaban familiarizados con las nuevas casas construidas en Montpelier Row, en una hermosa avenida bordeada de árboles, por lo que nos resultó fácil encontrar la casa que buscábamos.

Una vez allí, nuestra tarea iba a requerir cierta dosis de suerte, porque yo no había enviado por delante una nota para anunciar nuestra visita y no tenía ninguna seguridad de que la señora Heloise Pepper estuviera en su casa y no hubiese salido a hacer visitas, compras o incluso de viaje. Pero, para mi alivio, todas mis dudas resultaron infundadas. La señora Pepper se encontraba en su hogar. Cuando llamamos a su puerta, salió a abrirnos de inmediato una joven de dieciséis o diecisiete años, discreta pero poco atractiva puesto que sus rasgos, algo caballunos, estaban desfigurados por las cicatrices de la viruela. Nos hizo pasar a una salita, a la que no tardó en salir a recibirnos una hermosa mujer, que contaría unos veinticinco años de edad y vestía ropas de luto. Rara vez el negro atavío prestaba a nadie semejante ventaja, pues combinaba con el tono azabache de su cabello, peinado con un elegante, pero ligeramente suelto moño, y contrastaba con un rostro de porcelana y unos ojos brillantes que chispeaban con una notable mezcla de matices verdes y castaños.

Elias y yo le presentamos nuestros respetos con una inclinación más profunda la de él que la mía, pues él le dedicó la reverencia especial que reservaba para las viudas adineradas.

– Mi nombre es Benjamín Weaver y este es mi socio, Elias Gordon, un conocido cirujano de Londres -dije, añadiendo esto último con la esperanza de que creyera que estábamos allí por algún motivo relacionado con la medicina-. Os ruego que disculpéis nuestra intrusión, pero tenemos que resolver un asunto urgente y confiamos en que consintáis en responder a unas preguntas concernientes a vuestro difunto marido.

Se le iluminó el rostro y un rubor de satisfacción tiñó sus mejillas. Era como si hubiera estado esperando, contra toda esperanza, que algún día llamaran a su puerta unos extraños deseosos de interrogarla a propósito de su marido. Pues bien: allí estábamos.

Y, sin embargo, hubo asimismo cierta vacilación. Una precaución calculada, como si se recordara a sí misma que tenía que mostrarse prudente, de la misma manera que un niño recuerda que ha de temer el fuego.

– ¿Qué deseáis saber a propósito de mi buen y querido Absalom? -preguntó.

Apretaba contra su pecho una prenda que, por lo visto, estaba cosiendo, pero me fijé en que hacía un ovillo con ella y daba la impresión de acunarla como si se tratara de un bebé.

– Sé que el recuerdo de su muerte debe de ser penoso para vos, señora -proseguí.

– No podéis saber cuánto -respondió-. Nadie que no estuviera casada con él podría saber la gran pérdida que fue para mí la muerte de mi Absalom… el mejor de los hombres, señores. Eso es lo que puedo deciros. Y si lo que deseáis saber es si realmente era el mejor de los hombres, ahí tenéis la respuesta. Lo era.

– Por supuesto que lo que podáis decirnos acerca del carácter del hombre es una parte de lo que deseábamos preguntaros -asintió Elias-. Pero no se trata solo de eso.

Tuve que reconocer para mí que aquella salida de mi amigo era muy inteligente. Al elogiar así al difunto y sugerir la existencia de un propósito de honrarlo, Elias había conseguido abrir de par en par para nosotros las puertas de aquella casa.

– Pero tened la amabilidad de pasar y tomar asiento, caballeros -dijo, indicándonos con un ademán su cuidada salita. El mobiliario no era de la mejor calidad, pero estaba todo muy limpio y perfectamente cuidado.

Nos invitó a tomar asiento y encargó a la muchacha que nos había abierto la puerta que nos sirviera unos refrescos, con lo cual, para satisfacción de Elias, aludía, por lo visto, a un vino tonificante.

Bebí un sorbo de él, pero nada más; ya había cubierto mi capacidad de bebida, y no quería que se me nublara la mente.

– ¿Qué podéis decirnos acerca de vuestro difunto marido y de vuestra vida en común, señora? -pregunté.

– Mi Absalom… -respondió en tono evocador. Dejó la copa sobre la mesa, como si tratara de evitar que la fuerza de su suspiro derramara parte del contenido-. ¿Podéis creerlo…? Mi padre no quería que me casara con él. No podía ni verlo.