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– ¿Y cómo os las arreglabais vos para verlo? -preguntó Elias haciendo un esfuerzo para olvidar momentáneamente su copa de vino.

– ¡Era un hombre tan apuesto…! Mi madre lo conocía, por supuesto, pero ella tampoco quería que me casara con él porque pienso que se sentía algo celosa, Absalom era el hombre más atractivo que haya existido y además era amable y bondadoso en extremo. Mi padre decía que solo quería casarse conmigo por mi dote, y es verdad que esta no duró mucho en sus manos, pero porque Absalom era un soñador y tenía grandes planes.

– ¿Qué clase de planes? -pregunté.

La dama me sonrió con una mezcla de compasión y de ternura, como lo haría un clérigo al responder a un bobo que le hubiera preguntado por la naturaleza de Dios.

– Iba a hacernos ricos -respondió.

– ¿Por qué medio?

– Con sus ideas, por supuesto -nos informó-. Siempre estaba pensando, y poniendo por escrito sus ideas. Debían de ser sumamente importantes, porque es la razón por la que me han concedido esa pensión anual. Hasta mi propio padre se sentiría impresionado, si accediera a hablarme; pero no ha querido oír nunca ni una sola palabra de mis labios desde que Absalom perdió el dinero de mi dote. Todo lo que he escuchado de él es que ya me lo había dicho, pero sin duda Absalom estaba en lo cierto y ahora puede mirarlo y perdonarlo desde el cielo por su desconfianza.

– En realidad, señora -dijo Elias-, si hemos venido a visitaros es, en parte, a causa de esa pensión vuestra.

La sonrisa se borró de su rostro.

– Ahora lo entiendo. Pero debo deciros, caballeros, que no me faltan pretendientes y que no deseo ninguno. Ya me hago cargo de que una viuda con pensión es un dulce que atrae a las moscas, si me permitís que lo exprese de una forma tan ruda, pero yo no estoy aquí esperando que alguien venga a llevarme. He estado casada con Absalom Pepper, comprended, y no puedo hacerme a la idea de ser la esposa de otro. Sé cómo son vuestras mercedes, caballeros: pensáis que conceder una pensión a una viuda es tirar el dinero. Pero yo lo veo como un homenaje a la vida y el espíritu de Absalom, y jamás lo desmereceré dando mi mano a otro.

– No se trata de eso, señora -me apresuré a decir-.Aunque no podría reprochar a ningún hombre que buscara vuestra atención, con pensión o sin ella, no es asunto de nuestra incumbencia. Hemos venido a interesarnos por el tema de vuestra pensión, señora. Es decir… desearíamos conocer las circunstancias en que os fue concedida.

Al llegar a este punto, se borró en un instante de su rostro la expresión de autosuficiencia, la radiante energía de quien ha conseguido tocar la orla de un santo.

– ¿Me estáis diciendo que hay alguna dificultad? Me garantizaron que la pensión sería vitalicia. No me parece justo que esa condición deba modificarse ahora. No sería justo. Tened la seguridad de que así lo ve también uno de mis pretendientes, que es hombre de leyes y que, aunque no tiene ninguna posibilidad de conquistar mis favores, sé que hará cualquier cosa por servirme. Os garantizo que no permitirá que se cometa conmigo semejante injusticia.

– Os ruego que nos perdonéis -intervino Elias-. Lamento haberos alarmado. Mi socio no pretendía hacer eso. Vuestra pensión no depende para nada de nosotros, así que no tenéis nada que temer por ese lado. Simplemente desearíamos que nos explicarais, si es posible, cómo habéis accedido a ella. En otras palabras, por qué motivo os la han asignado.

– ¿Por qué motivo? -preguntó, cada vez más agitada-. ¿Por qué iba a ser? ¿O por qué no me la iban a conceder? ¿Acaso no es lo habitual entre los tejedores de seda?

– ¿Los tejedores de seda? -pregunté sin poder contenerme, aunque tendría que haber mantenido la boca cerrada-. ¿Qué tiene que ver este asunto con ellos?

– ¿Qué es lo que no tiene que ver con ellos? -replicó la señora Pepper.

– Veréis, señora -intervino nuevamente Elias-, teníamos la impresión de que vuestra pensión provenía de la Compañía de las Indias Orientales…

Ella me miró como si le hubiera dirigido el insulto más grave que se pudiera imaginar.

– ¿Por qué iba a pagarme a mí una pensión la Compañía de las Indias Orientales? ¿Qué tenía que ver el señor Pepper con unos hombres como esos?

Yo estuve a punto de decirle que eso era precisamente lo que esperábamos que nos revelara, y creo que leí esas mismas palabras en los labios de Elias, pero él también prefirió callarlas. Después de todo, ¿qué podía ganarse con preguntar algo tan sumamente obvio?

– Me temo, señora, que hemos estado actuando con arreglo a una impresión errónea -dijo Elias-. ¿Podríais explicarnos de dónde proviene vuestra pensión?

– Pero si ya os lo he dicho, ¿no? Del gremio de los tejedores de seda. A raíz de la muerte del señor Pepper, enviaron a visitarme a uno de los suyos, que me explicó que Absalom pertenecía a su gremio y que a mí, como viuda suya, me correspondía una pensión de viudedad. Tenéis que jurarme que no vais a quitármela…

– Permitidme explicaros, señora… -dije-. En realidad, hemos venido a visitaros en representación de la compañía de seguros Seahawk. Ha habido un error burocrático con relación a una de nuestras reclamaciones, que consta como referente a la Compañía de las Indias Orientales. Intento asegurarme, por todos los medios, de que esa reclamación esté debidamente fundada, comprendedme. Se trata, en suma, de cerciorarme de que nuestros registros no presenten errores. En todo caso, estamos seguros de que esa pensión os corresponde, pero nuestros libros pueden tener muchas más confusiones de lo que pueda creerse. Eso sí, os garantizo que nada de cuanto nos digáis podrá poner en riesgo la seguridad de vuestra pensión. Servirá solo para ayudarnos a organizar mejor nuestra forma de gestionarla.

Dio la impresión de que aquello la ablandaba un tanto. Tomó un relicario que llevaba colgado del cuello y estudió la miniatura que tenía dentro -un retrato sin duda de su difunto marido- y, tras murmurar unas palabras en dirección a la joya y acariciar amorosamente la imagen con la yema del dedo, la puso de nuevo en su lugar y se volvió para mirarnos-. De acuerdo, señores… Intentaré ayudaros.

– Os lo agradeceremos -dije-.Y ahora, si os he entendido bien, ¿decíais que esa pensión forma parte de los beneficios comunes que facilita a sus miembros del gremio de los tejedores de seda?

– Es lo que me dijeron -asintió.

La mera idea de que pudiera ser así rebasaba los límites de lo absurdo. ¡Ciento veinte libras anuales para la viuda de un tejedor…! Unos hombres que podían considerarse afortunados si llegaban a ganar veinte o treinta libras al año y que, a diferencia de los pañeros, que habían organizado sistemas para ayudarse unos a otros, carecían de cualquier organización que pudiera compararse a un gremio… Pero era una suerte para mí contar con un contacto entre ellos: el mismo Devout Hale, de cuyos impulsos alborotadores me había valido para entrar por primera vez en la Compañía de las Indias Orientales. Solo podía confiar en poder servirme de nuevo de él, esta vez para obtener información.

– Solo para que no pueda existir la más mínima confusión, señora… -le dije-. ¿Vuestro marido trabajaba como tejedor de seda aquí, en Londres? ¿Es así?

– En efecto. ¿No sois vos también uno de ellos? Dijisteis que erais también un tejedor, ¿no?

Preferí no responder su pregunta y dejar que continuara con su malentendido.

– Entonces, señora, tenéis que conocer, por fuerza, los ingresos que obtenía vuestro marido de su oficio… ¿No os sorprendió que os correspondiera por su muerte una pensión que es tantas veces superior a sus ingresos anuales?

– Oh…, él jamás comentaba conmigo algo tan desdeñable como el dinero -respondió-. Sabía solo que ganaba lo suficiente para que viviéramos bien. Mi padre persistió siempre en su creencia de que un tejedor de seda no era mucho mejor que un ganapán, pero ¿acaso mi Absalom no me compraba ropas y joyas y me llevaba algunas noches al teatro? ¡Un ganapán, sí…!