– Hay muchos grados y niveles de experiencia entre los tejedores de seda, naturalmente -observé-. Quizá podríais decirme en cuál de ellos se ocupaba vuestro marido, para que pueda…
– Trabajaba en la seda -aseguró con brusca determinación, como si de alguna manera yo estuviese ofendiendo su reputación con mis pesquisas. Y añadió, finalmente, en tono más ligero-: Él no quería afligirme con sus preocupaciones. Era consciente de que se trataba de un trabajo duro… pero ¿qué importaba? Ganaba nuestro pan con él y una parte importante de nuestra felicidad.
– Y en cuanto a la Compañía de las Indias Orientales -pregunté-, ¿sabéis si tenía alguna relación con vuestro esposo?
– Ninguna. Pero, como os he dicho, yo no me entrometía en sus asuntos de negocios. No hubiera sido correcto. ¿Decís que mi pensión no corre peligro?
Aunque aborrecía ser el causante de la inquietud de una dama tan merecedora de consideración, comprendía que no tenía más elección que presentarme como su aliado contra un posible ataque, porque, si quería volver a hablar con ella, deseaba poder hacerlo con sinceridad y ganas de ayudar.
– Espero que no haya peligro; haré todo cuanto me sea posible para asegurarme de que continuáis recibiendo esa suma.
En el camino de regreso en la diligencia, Elias y yo tuvimos que conversar en voz baja, porque compartimos el carruaje con dos caballeros de avanzada edad y semblante especialmente adusto. Los dos se olieron enseguida que yo era judío, y se pasaron buena parte del viaje mirándome con cara de pocos amigos. De vez en cuando, uno de ellos se volvía a su compañero y le decía algo de este tenor:
– ¿No os fastidia tener que compartir la diligencia con un judío?
– No me hace ninguna gracia -le respondería su amigo.
– Es intolerable -añadiría el primero-. ¡Qué forma tan miserable de viajar!
Dicho lo cual, volvían a las miradas malévolas hasta que pasaba el tiempo suficiente para repetir otro intercambio de frases igualmente explícito.
Tras tres o cuatro diálogos como este, me volví a los caballeros:
– Tengo la norma, señores, de no arrojar de un vehículo en movimiento a nadie que haya rebasado los cuarenta y cinco años de edad; pero cada vez que abren la boca vuestras mercedes rebajan en unos cinco años ese escrúpulo mío. Según mis cálculos, y basándome en vuestra apariencia, la próxima vez que os permitáis un comentario tan desagradable, me sentiré plenamente autorizado para arrojaros de aquí sin pensarlo. Y, en cuanto al cochero, no debéis preocuparos por su intervención: unas cuantas monedas servirán para tranquilizar su conciencia y, como es sabido, los judíos tenemos siempre una bolsa repleta.
Aunque era poco probable que yo no dudara en arrojar fuera de la diligencia a un setentón, pude ver que la amenaza de semejante castigo bastó para que cesaran todas aquellas agudezas. Pareció, incluso, que ni siquiera se atrevían a mirarnos, lo cual facilitó bastante la conversación entre Elias y yo.
– Heloise y Absalom… -murmuró para sí Elias, dirigiendo mi atención otra vez al asunto que nos ocupaba-. ¡Qué asociación de nombres tan poco adecuada! Me sugiere el título de un poema que no desearía leer…
– Pues la señora Pepper no debía de advertir ningún mal presagio en semejante asociación, pues parecía encantadísima de su difunto esposo…
– Uno tiene que preguntarse por fuerza qué clase de hombre fue -siguió diciendo Elias-. Aparte de los muchos encantos personales que tuviera, no puedo entender por qué la Compañía estaría dispuesta a retribuir tan espléndidamente a su viuda.
– Pues a mí me parece bastante obvio -dije-. Han hecho algo espantoso y desean que su viuda tenga la boca cerrada.
– Buena teoría -admitió Elias-, pero tiene un problema. Verás: si la Compañía le hubiera ofrecido veinte o inclino treinta libras al año, el cuento de una pensión anual del gremio hubiera podido resultar creíble. Pero… ¿ciento veinte libras? Aun cegada por una exagerada percepción de la valía de su difunto esposo, como parece ser el caso, la viuda no puede creer de veras que semejante beneficio es lo habitual. Por lo tanto, si la Compañía ha tramado de alguna manera la muerte de ese hombre, ¿por qué iba a comportarse de una forma que atrajera precisamente la atención sobre la mismísima irregularidad de esa concesión?
La pregunta era excelente, y yo no podía darle una respuesta fácil.
– Tal vez el crimen de la Compañía sea tan grave que convenga taparlo con un benevolente disfraz de veracidad. Quizá La viuda sepa que el gremio no es la fuente de esa pensión, pero desee perpetuar la ficción de una superioridad del señor Pepper sobre todos los hombres.
Elias reflexionó sobre aquella idea, pero no llegó a ninguna conclusión razonable y reconocimos los dos que no le veríamos la lógica hasta que no averiguáramos más.
De regreso en Londres, fui en busca de Devout Hale, pues esperaba que él pudiera aclararme el papel que había tenido Pepper entre los tejedores de seda, pero no conseguí localizar ni rastro de él en sus antros habituales. Dejé aviso en todas partes y después volví a mi alojamiento donde encontré esperándome nada menos que a Edgar, con su cara de pato. Muchas de sus heridas habían comenzado a sanar, pero aún tenía el ojo amoratado y, por supuesto, los huecos que quedaban donde otrora tuvo sus dientes.
– Querría hablar con vos en vuestras habitaciones -me dijo.
– Y yo querría que os largarais de aquí -repliqué.
– Lo haré, y podéis intentar echarme de aquí, si os place, pero sospecho que no querréis atraer la atención sobre vos en vuestro vecindario.
Tenía razón en eso, así que tuve que permitirle a desgana que entrara en mis habitaciones, donde me informó de que al señor Cobb le habían llegado noticias fiables de que yo no me había presentado ese día a trabajar en Craven House.
– Dicen que habéis avisado de una indisposición, pero a mí me parecéis perfectamente bien. No veo ningún síntoma de que os esté saliendo sangre por el culo.
– Tal vez querríais hacer un examen más de cerca…
Él no respondió.
– Me encontraba indispuesto -insistí ahora-, pero he empezado a sentirme mejor y salí a dar un paseo con la esperanza de que se me aclarara la cabeza.
– El señor Cobb desea que os asegure que no os valdrán trucos con él. Quiere que estéis en Craven House por la mañana… él sabrá por qué. Y os conviene hacerle caso.
– Ya habéis transmitido vuestro mensaje. Podéis iros ya.
– El señor Cobb me pide también que os pregunte si habéis podido descubrir algo acerca del nombre que os dio.
– No, no he sabido nada -dije.
Pero lo que sabía muy bien era presentarme como un dechado de veracidad al contar las mayores mentiras. No me preocupaba, pues, que mi actitud me delatara pero si Aadil trabajaba para Cobb y se había llegado a desentrañar el contenido de mi mensaje, por más que estuviera velado de algún modo, cabía dentro de lo posible que mi enemigo hubiese hablado con la viuda Pepper y supiera qué sabía yo. Posible -me dije-, pero no probable. No sabía qué era Aadil ni hasta dónde se extendían sus lealtades, pero no creía que llegaran hasta Cobb.
– Más vale que así sea -comentó Edgar-. Porque, si supiera que retenéis información, las consecuencias serían terribles y tendríais motivos para lamentarlas. Yo no lo dudo, y tampoco deberíais dudarlo vos.
– Id con el diablo, entonces. Ya he oído vuestro mensaje.
Edgar marchó, en efecto, y yo me quedé a la vez tranquilo y decepcionado por haber mantenido una entrevista con él que no había concluido violentamente.
Había dado mi día por concluido y, en consecuencia, me permití sentarme junto al fuego y beber un vaso de oporto, esforzándome en no pensar en nada, olvidar los sucesos del día, con las revelaciones y preguntas que planteaban, y en preparar mi espíritu para el sueño. Tal vez incluso me adormilé en mi butaca, pero mi sueño se vio interrumpido por un golpe en la puerta: mi casera me informó de que había abajo un chiquillo con un mensaje, cuyo contenido, en su opinión, no podía esperar.