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Me puse de pie de mala gana, furioso por haber visto destruido el breve rato de descanso que me había permitido tomar, pero en cuanto bajé la escalera vi al momento que el muchacho en cuestión era judío. Lo conocía de haberlo visto en el almacén de mi tío y, por sus ojos enrojecidos, supe, sin necesidad de mirarla, lo que decía la nota que traía. La tomé con manos temblorosas y la desplegué para leer su contenido.

Me la enviaba mi tía, escrita en su portugués nativo, porque en aquellos momentos de desesperación, su laborioso e inseguro inglés tal vez le hubiera fallado. Me decía lo que más temía. La pleuresía de mi tío le había asestado un nuevo golpe, y no había podido recuperarse de él. Lo había acometido con rapidez y violencia, y por espacio de una hora había luchado con todas sus fuerzas para respirar, pero al final no había podido superar la fuerza de la enfermedad. Había muerto.

20

Ahorraré al lector, y a mí mismo, las escenas de pesar que me vi obligado a vivir. Solo diré que, para cuando llegué a la casa, muchos de los vecinos estaban ya en ella y que las damas que conocían a la familia se esforzaban en darle a mi tía el pequeño consuelo que se ofrece en tales ocasiones. Mi tío había estado enfermo, sí, y sus perspectivas de vida eran ya limitadas, pero ahora comprendía que mi tía jamás había pensado que el fin fuera inminente. Próximo, sí, y tal vez más de lo que ella hubiera creído nunca, pero no ese año, ni el próximo, ni quizá dentro de otro más. Pero ahora su gran amigo, su protector y compañero, el padre de su desaparecido hijo, había desaparecido también. Y aunque yo me había sentido muchas veces descorazonado por mi soledad, jamás me encontré tan solo como se sentía ahora ella sin su esposo.

Los hombres de la funeraria habían retirado ya el cuerpo de mi tío para lavarlo y disponer luego el cadáver en una mortaja. Uno de ellos, como yo sabía, estaría encargado de montar guardia junto al cadáver, para que no estuviera solo ni un instante. Siempre ha sido nuestra costumbre enterrar al difunto cuanto antes, en el mismo día del fallecimiento, si es posible, y tras hacer algunas preguntas me enteré de que algunos de los socios de mi tío, el señor Franco entre ellos, habían tomado ya las disposiciones oportunas. Un representante del Ma'amad, el consejo rector de la sinagoga, nos informó de que el funeral había sido fijado para las once de la mañana siguiente.

Escribí una nota al señor Ellershaw para decirle que no estaría en Craven House al día siguiente, explicándole también el motivo. Recordando la advertencia de Edgar, envié otra al señor Cobb en la que le comunicaba la muerte de mi tío, le avisaba de que estaría ausente un par de días y le decía que, puesto que estaba convencido de que sus acciones habían acelerado el final de mi tío, le aconsejaba que tuviera el buen sentido de no molestarme.

Finalmente transcurrió como pudo aquella larga noche. Desaparecieron los que habían venido a dar el pésame y yo me quedé en la casa junto con varios de los amigos más íntimos de mi tía. Le pedí al señor Franco que se quedara, pero él declinó hacerlo diciendo que era solo un amigo reciente de la familia y que no deseaba imponer su presencia.

Como ha sido siempre la costumbre, los amigos acudieron a la mañana siguiente con algunas comidas preparadas para los de la casa, aunque mi tía no probó nada más que algo de vino mezclado con agua y un poco de pan. Sus amigas la ayudaron a arreglarse y luego fuimos todos a pie hasta la sinagoga magistral de Bevis Marks, la gran fundación debida a los esfuerzos de los judíos portugueses por establecer su hogar en Londres.

Aunque sumida en el día negro y sin horizonte del dolor, debo pensar que sirvió de algún consuelo a mi tía ver lo lleno que estaba el edificio de personas que habían acudido a despedir a su difunto esposo. Mi tío tenía muchos amigos entre nuestra comunidad, pero también había muchos miembros de la raza tudesca e incluso comerciantes ingleses. Si hay algo que admiro del culto cristiano es que los hombres y las mujeres se sienten juntos en él, por lo que ese día lamenté más que nunca nuestra costumbre de separarnos unos de otros pues deseaba estar junto a mi tía para consolarla. Aunque tal vez esa necesidad de consuelo fuera más mía que de ella, porque sabía que estaba con sus amigas, mujeres que le ofrecían la amistad que ella deseaba y que -debo reconocerlo- la conocían mucho mejor que yo. Para mí había sido siempre una mujer silenciosa y simpática, tan dispuesta a darme enseguida de niño un dulce o un pedazo de tarta como, ya de mayor, una palabra amable. Sus amigas íntimas sabrían decirle palabras que le llegaran al corazón, mientras que yo era demasiado torpe y me sentía demasiado abrumado para encontrarlas.

Pero también yo contaba con el consuelo de mis amigos. Desde mi llegada al vecindario de Duke's Place, me había sentido abrazado calurosamente y ahora estaba sentado entre muchas personas que me querían bien. Elias se hallaba a mi lado. Había omitido mi deber de informarle de la muerte de mi tío, supongo que en parte por orgullo, pues no quería que me viera abatido por la tristeza, pero mi tío era una persona muy conocida en toda la ciudad y no había tardado en enterarse de la noticia de su fallecimiento. Debo reconocer que me sorprendió que conociera tan bien nuestras tradiciones como para abstenerse de enviar flores, al contrario de lo que hubiera hecho en el caso de tratarse de un funeral cristiano, y que, en su lugar, hablara con el encargado de la sinagoga de ofrecer en memoria de mi tío un presente adecuado para alguna causa caritativa.

El día era frío y desapacible, lleno de oscuros nubarrones, pero sorprendentemente libre de viento, lluvia o nieve, de manera que, cuando nos retiramos hacia el cementerio próximo, hasta el clima me pareció adecuado para la ocasión: helado y cruel, pero también ajeno al deseo de aumentar nuestro dolor; acentuaba nuestra tristeza, sin buscar distraernos de ella.

Una vez concluidas las oraciones, arrojamos por turno una paletada de tierra sobre el sencillo ataúd de madera. Ciertamente hay en esto un capítulo en el que estoy convencido de que los judíos aventajan a los cristianos: no entiendo por qué los miembros de las iglesias cristianas se empeñan en vestir a sus difuntos con toda clase de ricas prendas y enterrarlos en ataúdes ornamentados, como si suscribieran las supersticiones de los antiguos reyes egipcios. Según lo veo yo, el cadáver es algo sin vida. La conmemoración debería consistir en celebrar el inefable tránsito del ser, y no en honrar la materialidad de los restos, por lo que semejante tratamiento ostentoso es solo producto de la vanidad terrena y no esperanza de una recompensa celestial.

Terminado el funeral, regresamos lentamente a la casa de mi tía, donde iniciaríamos el tradicional período de diez días de luto. Es costumbre entre los míos que en ese tiempo no se deje sola a la persona que llora la pérdida del ser querido, sino que reciba visitas a lo largo del día que le ofrezcan alimentos y cuanto necesite para vivir sin que las preocupaciones de la vida diaria la turben. En esto sentí una gran consternación, porque pensaba que era responsabilidad mía atender a las necesidades de mi tía y, sin embargo, no iba a poder alejarme de Craven House y de Cobb durante esos diez días. La reunión de la junta iba a tener lugar precisamente el último día del luto, y yo iba a tener que ayudar a Ellershaw, como se me había encargado. No podía sustraerme a mis obligaciones sin poner en peligro a Elias y al señor Franco. Cobb podría concederme un par de días, pero yo sabía muy bien que esperar algo más que eso hubiera sido forzar excesivamente los límites de su humanidad.