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Mientras pasaba entre la multitud de amigos y personas que habían acudido a la ceremonia fúnebre, noté una mano sobre mi hombro. Me volví y me encontré a Celia Glade caminando a mi lado. Reconozco que el corazón me dio un brinco y que, durante un instante maravilloso y fugaz, olvidé la profundidad de mi tristeza y sentí la alegría, el gozo inconfundible de su presencia. Y aunque volvió a mi corazón el recuerdo de mi pena, hubo otro momento, más deliberado, en el que me permití no pensar en las turbadoras verdades acerca de esa dama, como la de no saber ciertamente quién era, si se trataba de una judía, como pretendía, si estaba al servicio de la corona francesa o qué era lo que deseaba de mí. En aquel momento me permití pensar que todas aquellas preguntas eran simples trivialidades y me abandoné a la sensación de que ella sentía afecto por mi.

Me aparté a un lado, bajo un toldo, y ella me acompañó sin retirar la mano de mi brazo. Algunos de los asistentes al funeral nos observaban con interés, así que me introduje en un callejón que daba a un patio abierto, un lugar que sabía que encontraría limpio y seguro, y al que ella me siguió.

– ¿Qué estáis haciendo aquí? -le pregunté.

Vestía de negro, lo que no hacía sino destacar el color azabache de sus cabellos y sus ojos e iluminar aún más el tono claro de su piel. Después de la ceremonia se había levantado algo de viento, que ahora agitaba guedejas de su pelo bajo el sombrero oscuro.

– He sabido lo de vuestro tío. No hay secretos entre los judíos, ya lo sabéis. He venido a expresaros mi pena. Sé que vos y vuestro tío estabais muy unidos, y lamento vuestra pérdida.

– Es curioso que sepáis mis sentimientos por él, porque yo nunca os había hablado de ello. -Mi voz era grave, firme. No sabría decir por qué adoptaba esta actitud con ella salvo que fuese porque necesitaba que fuera alguien en quien poder confiar hasta el punto de no poder reprimir el impulso de desechar toda duda.

Ella se mordió los labios, sintiéndose descubierta, y después pestañeó un instante.

– Debéis saber, señor Weaver -dijo-, que sois un personaje notorio entre los judíos, y entre los ingleses también. Vuestros amigos y familiares son bien conocidos en los medios de Grub Street. No puedo evitar que asignéis algún significado siniestro a mi visita, pero desearía que no tuvierais motivos para ello.

– ¿Y por qué ese deseo vuestro? -pregunté en un tono más suave.

Ella extendió el brazo una vez más para apoyar la mano en mi hombro, solo por un instante. Luego lo pensó mejor por las circunstancias, por el lugar donde estábamos…

– Lo deseo porque… -Sacudió levemente la cabeza-. Porque es lo que deseo… No se me ocurre mejor manera de expresarlo.

– Señorita Glade… -dije-, Celia… No sé qué sois. Ignoro qué queréis de mí.

– Callad -dijo, con la voz de una madre tranquilizando a su pequeño. Después levantó dos dedos y rozó suavemente mis labios con ellos-. Soy vuestra amiga. Eso ya lo sabéis. El resto son solo detalles… detalles que se revelarán dentro de un tiempo. No en este instante, sino cuando llegue el momento. Por ahora, sabéis lo que importa, sabéis la verdad en vuestro corazón.

– Pero yo necesito… -empecé, y de nuevo sus dedos me hicieron callar.

– No -dijo-. Ya hablaremos de eso más tarde. Vuestro tío ha muerto y debéis llorarlo. No he venido aquí para impulsaros a algo, haceros preguntas u obligaros a abrir vuestro corazón. Solo estoy aquí por respeto a un hombre al que no conocí, pero del que he oído contar grandes cosas. Y he venido a ofreceros lo que puedo y a deciros que os llevo en mi corazón. Eso es todo lo que puedo hacer. Solo tengo la esperanza de que eso os baste, aunque no sea mucho, y ahora os dejaré con vuestra familia y vuestros amigos portugueses. Y, cuando deseéis saber más… bueno… siempre podéis buscarme en las cocinas…

Sus labios se curvaban en una sonrisa irónica y después se inclinó hacia mí y me besó, suave y fugazmente, en los labios, antes de salir del callejón mientras yo me volvía para ver cómo se alejaba.

En el transcurso de esta conversación, el sol había salido por un pequeño resquicio entre las nubes y lucía ahora sobre el lugar donde el callejón se abría al patio. Mientras mirábamos ambos hacia allí, pudimos ver una figura recortada contra la luz: la de una mujer alta y esbelta, vestida de negro, cuyas ropas se agitaban por efecto de la brisa que movía asimismo sus cabellos que escapaban de su sombrero.

– Lo siento -me dijo-. Te vi entrar en el callejón, pero ignoraba que no estabas solo.

No podía ver el rostro, pero reconocí enseguida su voz. Era mi prima viuda, la nuera de mi difunto tío, la mujer con la que yo había deseado casarme. Era Miriam.

Allí estaba una mujer que había preferido no ya solo a otro hombre, sino a otros hombres por encima de mí. Que había rechazado mis propuestas de matrimonio mas veces de las que yo podía contar sin esforzarme en hacerlo. Y a la que, sin embargo, pensé por un momento que debía decirle algo, explicarle qué estaba haciendo con Celia Glade, disculparme, ofrecerle una historia falsa pero convincente. Pero enseguida recapacité. No le debía ninguna explicación.

Algo le debía, con todo, porque había prometido que no volvería a dirigirme la palabra jamás y, sin embargo, estaba allí hablándome. Miriam había considerado siempre su condición demasiado elevada para aceptar convertirse en la esposa de un cazarrecompensas y por eso había preferido casarse con un miembro del Parlamento llamado Grifin Melbury y convertirse a la Iglesia de Inglaterra. Desgraciadamente, Melbury se había visto implicado, y no poco, en los escándalos ocurridos en las últimas elecciones parlamentarias; aunque yo al principio me había sentido inclinado a aceptar a regañadientes sus merecimientos, al final su auténtico e insidioso carácter había acabado por mostrarse a la luz… para mí, ya que no para su esposa. Miriam, a pesar de todo, me hacía responsable de la ruina y la muerte de aquel hombre y, aunque yo había adoptado la norma de no aceptar ni negar mi responsabilidad, ella sabía que a mí no me caía bien su marido y que no podía sentir ningún pesar por su desgracia.

No tardé en darme cuenta de que la señorita Glade era la persona que podía resultarme más útil para resolver aquel embarazoso momento, porque no pareció advertir o ser presa de sus dificultades. Se adelantó y le tendió la mano a Miriam.

– Señora Melbury… -le dijo-. He oído hablar mucho de vos. Soy Celia Glade.

¿Cómo era posible que hubiera oído hablar de Miriam?, me quedé con las ganas de preguntar. A diferencia de mis tratos con mi tío, esto otro era algo que jamás había salido en los periódicos. Celia podía decirme que confiara en ella, pero ¿cómo iba a poder hacerlo si no podía fiarme de sus intenciones? Sabía demasiadas cosas acerca de mí.

Miriam estrechó brevemente la mano que se le ofrecía y esbozó a su vez un saludo.

– Encantada -dijo. Después se volvió hacia mí-: No puedo ir a casa. Solo quería decirte que siento mucho tu pérdida. Nuestra pérdida. No siempre he estado de acuerdo con tu tío en todas las cosas, pero lo apreciaba mucho y lo echaré de menos. Todo el mundo lo echará de menos.

– Eres muy bondadosa -le dije.

– No digo más que la verdad.

– Y ahora supongo que volverás a dejar de hablarme… -comenté, adoptando cierta frivolidad en mi forma de hablar.

– Benjamín, yo… -Pero, fuera lo que fuese lo que iba a decir, lo pensó mejor. Y, en lugar de decirlo, tragó saliva con dificultad, como obligándose a callar las palabras-. Eso es precisamente lo que haré -dijo, y me volvió la espalda.

Yo permanecí inmóvil, viéndola alejarse, contemplando el espacio donde había estado, intentando, como insistía Celia, escuchar la voz de mi corazón. ¿La amaba aún? ¿La había amado alguna vez? En momentos así, uno se interroga sobre la naturaleza del amor, si es algo real o una ilusión complaciente y exagerada de la propia importancia, que asigna condición y entidad a lo que no son más que impulsos fantasmales e intangibles. Pero estos pensamientos no conducen a ningún tipo de conclusión, pues generan más confusión.