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Celia sacudió la cabeza como si estuviera reflexionando sobre algo de la máxima importancia, midiendo mentalmente todos los matices, coordinándolos bien todos antes de tomarse la libertad de hablar. Después se volvió hacia mí:

– Pienso que el invierno ha hecho estragos en su piel. ¿No opináis lo mismo?

Después, prudentemente, prefirió marcharse a aguardar una respuesta.

Ya en casa, el vino corrió abundantemente y los que habían asistido a los funerales bebieron con toda libertad, como siempre ha sido costumbre en los funerales en nuestra comunidad. Yo estreché más manos de las que soy capaz de contar, acepté más condolencias de cuantas puede registrar mi memoria, y escuché innumerables anécdotas acerca de la bondad de mi tío, de sus obras benéficas, de su inteligencia, su ingenio y su buen humor.

Al final, el señor Franco me llevó hacia un rincón donde aguardaba Elias.

– Mañana debéis dejar a un lado vuestro dolor y volver a Craven House.

– Hazle caso -me dijo Elias-. Ya hemos comentado eso juntos. Ninguno de nosotros desea aparecer movido por su propio interés. Yo, por ejemplo, celebraría que desafiaras a Cobb y lo enviaras al diablo. No es la primera vez que me arrestan por deudas, y podré resistir una más sin grave daño, pero pienso que este conflicto ha pasado a mayores. Se ha producido ya una desgracia gravísima e imperdonable. Puede que encuentres satisfacción en enviar a Cobb al diablo, pero así no conseguirás vengarte.

– Solo vais a poder devolverle el golpe descubriendo lo que pretende -dijo Franco-, siguiendo el camino que os ha marcado, haciéndole creer que sus planes están a punto de realizarse y, entonces, desbaratándolo todo. Al igual que el señor Gordon, yo iría gozosamente a prisión si creyera que con eso se obtenía algún bien, pero me temo que eso solo significaría un retraso en los planes de Cobb, no su destrucción.

Asentí. Yo estaba deseando desafiar a Cobb, darle una paliza, asestarle una puñalada por la espalda, pero mis amigos habían visto mejor a través de la bruma de ira que nublaba mi mente, y habían ido certeramente al meollo de la cuestión. Tenía que destruirlo por lo que había hecho, y eso sería factible si conseguía enterarme de lo que pretendía.

– Estaré a la disposición de vuestra tía -me aseguró Franco-. Llevo una vida retirada y no tengo otras obligaciones. Me aseguraré de que no le falte nada, señor Weaver. Ella tiene, además, otra docena de amigos, personas que no saben nada de todos estos hechos y que estarán deseosas de atenderla para demostrarle su afecto. Comprendo que deseéis estar junto a vuestra tía, pero aquí no sois necesario.

– Sé que tenéis razón -dije-,y querría hacer lo que me decís, pero temo la tristeza que eso puede engendrar en mí. ¿Cómo podrá sentirse mi tía si ve que la abandono en el momento en que me necesita?

Los dos hombres intercambiaron unas miradas. Finalmente fue el señor Franco quien habló:

– Debéis saber que en esto estamos siguiendo las instrucciones que ella nos ha dado. Se acercó a mí y me pidió que os hablara así. Si os pido que busquéis vengaros, no es por nuestro interés, sino porque así os lo demanda el dolor de la apenada viuda.

Era cerca de medianoche cuando dejé la casa. Algunas de las amigas de mi tía habían decidido pasar allí la noche, aunque ella les había dicho que no hacía falta. Ya era hora, les dijo, de que aprendiera a vivir sola. Tendría que pasar el resto de su vida en semejante estado.

Al igual que las amigas, me quedé entre los últimos hasta que comprendí que había llegado el momento de levantarme para besar y abrazar a mi tía y despedirme. Ella me acompañó a la puerta, y aunque tenía el rostro demacrado y los ojos enrojecidos por las lágrimas, vi en ella una determinación que jamás había notado antes.

– De momento -me dijo-, Joseph se ocupará de las operaciones del almacén. De momento.

Temí haber entendido demasiado bien lo que quería decirme.

– Pero, querida tía, yo no estoy capacitado para esa tarea…

Ella sacudió la cabeza e intentó responder con un triste remedo de sonrisa.

– No, Benjamín…,yo no soy tu tío para pedirte que hagas lo que no corresponde a tu carácter. Él, por amor a ti, quería convertirte en algo que no eres. Yo, también por amor, no te lo pediré. Joseph se ocupará del negocio mientras yo esté de luto. Después, me encargaré de dirigirlo yo misma.

– ¿Vos? -Reconozco que la voz me salió más alta, más acelerada y apremiante de lo que yo hubiera querido, pero no logró evitar mi sobresalto.

La respuesta fue de nuevo una pálida sonrisa.

– Eres tan parecido a él, Benjamín… Cuando hablábamos él y yo de lo que ocurriría cuando él no estuviera, me hablaba de ti, de Joseph, de José… pero jamás de mí. Pero yo procedo de Amsterdam, Benjamín, donde hay muchas mujeres ocupadas en el mundo de los negocios…

– Mujeres holandesas -observé-. No hay mujeres judías dedicadas a eso.

– No -asintió ella-, pero estamos en un país nuevo, en una época diferente. Para Miguel, para el mundo, para ti, Benjamín, yo he sido prácticamente invisible por el hecho de ser una mujer. Pero ahora él se ha ido y no hay nadie que pueda oscurecer la visión que tengas de mí. Tal vez descubras que soy una mujer diferente de como me has visto toda tu vida.

– Tal vez sí -dije, devolviéndole su sonrisa.

– ¿Han hablado contigo el señor Franco y tu amigo Gordon?

– Lo han hecho, sí.

– Excelente -dijo, y asintió pensativa, como si completara su idea en la intimidad de su espíritu-. ¿Te parece que podrás cumplir con tu deber? ¿Volver a visitar a ese hombre, a ese tal Cobb, y actuar como te pide para poder averiguar qué es y qué se propone?

– No sé si podré -respondí-. No sé si podré contener mi ira.

– Debes hacerlo -dijo con voz serena-. No basta con causarle algún daño. Tienes que hacer más, y para eso es preciso que domines tu ira y la apartes de ti. Que la guardes en un armario y cierres la puerta.

– Para soltarla cuando llegue el momento -dije.

– Sí -asintió-. Pero solo cuando llegue el momento oportuno. -Se inclinó hacia mí y me besó en la mejilla-. Hoy has sido un buen sobrino, mío y de Miguel. Mañana debes ser un buen hombre. Ese Jerome Cobb destruyó a tu tío. Necesito que tú lo destruyas a él por lo que ha hecho.

21

Debería haber pasado otra noche insomne, pero el agotamiento que se había apoderado de mí era tal que podía sentirlo como una verdadera carga. Aunque, de alguna manera, a medida que avanzaban las horas, pasé más allá del dolor, la tristeza y la ira para alcanzar una especie de insensible objetividad. Sabía que despertaría por la mañana y que mi vida debería continuar prácticamente igual que antes. Que volvería a Craven House, que tendría que hablar nuevamente con Cobb y que tendría que seguir obedeciendo sus órdenes y trabajando en su contra.

Por eso, a la mañana siguiente me preparé para llevar a cabo todo aquello. El sueño había devuelto algo de vida a mi tristeza, pero pensaba también en mi tía, en su fortaleza y en su férrea determinación para salir de la sombra de mi tío. Decía que se ocuparía del negocio, y parecía tan deseosa de ocuparse de mí y de ofrecerme su consejo como había hecho mi tío Miguel. Por mi parte, no podía hacer otra cosa más que descubrirme ante su fortaleza y tratar de emularla.

En consecuencia, me lavé en mi jofaina, me vestí y me dirigí a la casa de Cobb, adonde llegué poco después de que el reloj hubiera dado las siete. Ignoraba si lo encontraría o no despierto, pero siempre podría encontrar su dormitorio y despertarlo personalmente, si era necesario. Edgar salió a la puerta para responder a mi llamada, deferente y distante esta vez. No quería mirarme a los ojos, comprendiendo quizá que ese día, en la presente ocasión, no debía oponerme resistencia.