Выбрать главу

– El señor Cobb aguarda vuestra visita. Está en la salita -me dijo.

Allí lo encontré, en efecto. Al entrar yo, se puso de pie y me estrechó la mano como si fuéramos viejos amigos. Ciertamente, a juzgar por la expresión de su rostro, cualquiera que no estuviese al corriente de la situación hubiera podido pensar que era su familia la que había sufrido una desgraciada pérdida, y yo, un mero visitante que acudía a ofrecerle mis condolencias.

– Señor Weaver -empezó con voz trémula-, permitidme que os exprese la pena que he sentido al enterarme de la muerte de vuestro tío. Es una verdadera tragedia, aunque ya se sabe que la pleuresía es una dolencia muy grave contra la que un médico puede hacer poca cosa.

Emitió algunos sonidos más, palabras iniciadas tan solo, creo, pero que, en definitiva, no llegó a pronunciar. Me pareció comprender su esfuerzo: quería expresar la idea de que mi tío había muerto por su enfermedad, no por la aflicción que le hubieran causado sus deudas. Pero tenia que darse cuenta también de que el mero hecho de hacer esa observación iba a enfurecerme, por lo cual no se atrevía a hablar.

– Veo que estáis tratando de evitar vuestra responsabilidad -dije.

– Solo pretendo deciros que nada… -Cortó aquí su frase, sin duda porque no sabía cómo continuar.

– Os diré lo que he pensado yo, señor Cobb… He pensado deciros que os fuerais al diablo, y permitir que se dieran las consecuencias que fuesen. He pensado mataros, señor, lo que pienso que me libraría de cualquier obligación hacia vos…

– Debéis saber que ya he tomado medidas por si acaso me sucediera algo…

Levanté la mano pidiendo silencio.

– No he elegido esa opción. Solo os pediré que libréis a mi tía de las cargas que habéis hecho sufrir a mi difunto tío. Si canceláis esas deudas, le devolvéis las mercancías de mi tío que tenéis retenidas y no obligáis a esa dama, en estas dolorosas circunstancias, a responder a las demandas de acreedores rapaces, las cosas podrán continuar como antes.

Él guardó silencio unos momentos. Al final, concedió:

– No puedo hacer lo que me pedís -dijo-, pero sí paralizar las cosas, señor. Puedo retrasar las reclamaciones de pagos y asegurarme de que los acreedores no la molesten hasta, por ejemplo, que haya pasado la asamblea de accionistas. Si cuando llegue ese momento estamos satisfechos de vuestro trabajo, liberaré a esa dama, y solo a ella, de todos estos agobios. Si no, no podrá haber ninguna apelación a la indulgencia.

Era, en realidad, un arreglo mejor de lo que yo había previsto, así que presté mi conformidad.

– Y ahora que estáis aquí -dijo Cobb-, ¿tenéis que darme alguna información nueva? ¿Algún progreso que hayáis hecho?

– No tentéis la suerte, señor -dije, y me despedí al punto.

Ya en Craven House, los hombres con quienes trabajaba, incluido el señor Ellershaw, se mostraron corteses y deferentes al verme pero, como suele ocurrir en lugares así, pronto olvidaron mi pesar y, para el final de la jornada, las cosas habían vuelto a ser casi igual que antes. Tuve ocasión de pasar varias veces durante el día por donde estaba Aadil, y él me dedicó gruñendo sus habituales comentarios hoscos, a los que respondí también como solía replicarle normalmente. Tenía motivos para creer que yo no sospechaba de él en cuanto al robo de mis notas, y no vi ninguna necesidad de cederle esta que tal vez era la única ventaja que tenía y sobre él. En realidad, no tardé mucho en restaurar mis habituales recelos hacia él y en verlo de la misma manera a como lo veía antes de la carrera de faetones.

Había, sin embargo, una diferencia porque Aadil me recordaba constantemente las muchas dificultades a que me enfrentaba, las responsabilidades que me tenían agobiado, y eso me espoleaba para olvidar mi malestar y pasar a la acción. En algunos momentos de soledad podía lamentar la muerte de mi tío, pero tenía demasiado que hacer al servicio de los que vivían, y el recuerdo de la fortaleza y determinación de mi tía me impulsaba a seguir.

Hacia el final del día, me las arreglé para buscar una excusa que me permitiera pasar por el despacho del señor Blackburn. Tenía gran curiosidad por saber si recordaba algo de las informaciones que me había dado y si creía tener motivos para temer el uso que pudiera hacer de ellas. Para mi gran sorpresa, no lo encontré trabajando, sino ocupado en reunir sus efectos personales y ordenar sus cosas.

– Señor Blackburn -lo llamé para atraer su atención-. ¿Qué está ocurriendo aquí?

– Ocurre -respondió con la voz alterada- que me han despedido. Tras tantos años de servir fielmente a la Compañía, han decidido prescindir de mí.

– Pero… ¿por qué motivo?

– Dicen, señor, que mis servicios no están a la altura del sueldo que han estado pagándome. Que debo marcharme, porque no quieren tener aquí a un hombre que cree valer más de lo que gana, ni pagarle más de lo que vale en realidad. Con lo cual, me han ordenado que me vaya antes de que concluya el día.

– Lo siento mucho por vos -le dije-. Sé lo mucho que valorabais vuestro puesto.

Entonces se acercó a mí, manteniendo bajos los ojos y la voz.

– Supongo que no habréis dicho nada de nuestra conversación. ¿No le habréis dicho a nadie lo que hablamos?

– No, no lo he hecho. Jamás os traicionaría de esa forma.

– No importa. Creo que estaban vigilándonos. Creo que nos vieron juntos en la taberna y que por eso han decidido quitarme de en medio.

– Lamento muchísimo haber sido la causa de este problema.

– Yo también lo lamento. No debía haberme dejado ver con vos -dijo, pero no había resentimiento en sus palabras. No parecía echarme las culpas, sino más bien considerarlo como un error suyo; como si hubiese emprendido una alocada carrera con un caballo y hubiera salido herido de ella.

– Siento haber sido el causante de esta injusticia -dije. Lo sentía sinceramente, aunque omití añadir que debía sentirse afortunado de que solo lo hubieran despojado de su puesto y no de su vida, al contrario que otros desgraciados a los que mis esfuerzos para averiguar lo que necesitaba saber les habían costado muy caros.

– Sí, yo también lo lamento. Lamento que la Compañía llegue a arruinarse sin mí. Porque… ¿dónde, señor, encontrarán a un hombre de mi talento? ¿Dónde?

Yo no tenía respuesta, y tampoco la tenía el señor Blackburn, que había empezado a derramar lágrimas de pesar.

– Si hay algo que pueda hacer para ayudaros, señor -dije-, no dudéis en hacérmelo saber.

– Nadie puede ayudarme ahora -se lamentó-. Soy un oficinista sin empleo. Soy semejante a un fantasma, señor. Un espíritu al que permiten vagar por la tierra sin función ni misión.

Yo no tenía respuesta para aquello, así que lo dejé, debatiéndome en el intento de cambiar mis sentimientos de culpa por otros de ira. Juré que no me culparía a mí mismo, sino a Cobb. Cobb tendría que responder de aquello.

Al volver a casa esa noche, me encontré con que Devout Hale había respondido a mi mensaje. No se me ocurría mejor manera de ocupar mi tiempo que, siempre con el propósito de vengarme de Cobb, hacerle una visita a Hale. Me informaba en su respuesta de que esa noche podría encontrarlo en cierto café de Spitalfields, así que, después de hacerle una breve visita a mi tía, me dirigí allí.

En cuanto Hale me vio, me pasó el brazo por el cuello y me condujo a un lugar retirado.

– ¿Tan urgente es la cosa, entonces? -me preguntó. Su estado me pareció peor que la última vez que lo había visto, como si su escrófula se hubiera agravado junto con mis problemas en Craven House. Cruzó una sobre otra sus manos enrojecidas y se quedó mirándome con sus ojos hundidos y surcados por pequeñas venas rojas-. Habéis estado dejándome mensajes en todas partes y advierto en vos cierta nota de alarma. ¿Tenéis alguna noticia acerca del rey?