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– Aún no he podido hacer ningún progreso en ese asunto -dije-. Lo siento, Devout, pero ya os advertí de que mis contactos no son tan buenos como pensáis y, además, me he visto absorbido por mis problemas con la Casa de las Indias Orientales.

– Como nos ocurre a todos. En fin… de momento, os pediré solo que tengáis presente vuestra promesa. Y ahora decidme en qué puedo ayudaros.

– Necesito preguntaros por alguien. ¿Habéis oído alguna vez el nombre de Absalom Pepper?

– ¡Sí, por supuesto! -Se pasó la mano por sus caedizos cabellos y la retiró con un alarmante mechón entre los dedos-. Era uno de mis hombres -explicó-. Manejaba el telar.

Hice una pausa para reconsiderar esa confirmación.

– ¿Recordáis si mantenía algunos tratos con la Compañía de las Indias Orientales?

– ¿Él? Lo dudo mucho. No era hombre para esas cosas, comprendedme… Era un tipo astuto, menudo y paliducho, con un aspecto más femenino que varonil, en mi opinión. Y también agraciado como una muchacha… Ahora hay algunas mujeres a las que les encanta esa belleza femenina en el hombre pero, si he de seros sincero, yo siempre he desconfiado un poco de esa clase de hombres. En cuanto a lo que preguntáis, no era hombre para tener tratos con Craven House. A los demás se nos podía pasar por la cabeza ir a arrasar ese maldito lugar, y él nos acompañaría con sus buenos deseos, pero sin nada más. Aun así, reconozco que era un tipo muy hábil con el telar, y muy listo, además. Creo que era el más listo de todos, en mi opinión, aunque uno jamás lo diría. Guardaba las cosas para su coleto, y en sus ratos libres se pasaba todo el tiempo del que podía disponer escribiendo en un cuadernillo Dios sabe qué cosas. Bueno… vos ya sabéis que la mayoría de nuestros chicos no sabe leer ni escribir, así que lo miraban como si fuera el mismísimo diablo, y él, a cambio, a sus espaldas, los miraba con el mismo desdén con que los miraría el diablo.

– ¿Qué escribía en ese cuadernillo suyo? -pregunté.

– Jamás me lo dijo -respondió Hale- y, si queréis que os diga la verdad, a mí nunca se me ocurrió preguntárselo. No era amigo mío, y yo tampoco era amigo suyo. Es decir, no existía enemistad entre nosotros, pero tampoco había amistad. Hacía su trabajo y se ganaba bien su puesto, pero a mí no me hacían gracia los humos que se daba. Eso es bastante para un trabajador, pero no responde a lo que yo pido de un amigo.

– Y, cuando murió, ¿le ofrecisteis alguna compensación a su viuda?

– ¿Compensación? ¡Ja! ¡Esta sí que es buena! En ocasiones, cuando muere un hombre, se hace una especie de colecta; pero eso ocurre, habitualmente, cuando el hombre ha muerto en algún accidente relacionado con el trabajo. O, como mínimo, cuando se trata de alguien a quien los muchachos aprecian. Pero Pepper… Tengo entendido que se emborrachó y se ahogó en el río una noche. O igual lo arrojaron a él, digo yo, con sus ínfulas señoriales y todo. Puede que empujara a algún rufián y que este, a su vez, le devolviera el golpe, por así decir.

– Entonces… ¿no es posible que vos y vuestro gremio estéis pagando una pensión a su viuda?

– ¿Una pensión, decís? ¡Menuda ocurrencia! Sabéis perfectamente que apenas podemos pagar al panadero. ¡Una pensión…! Como os decía, cuidamos de los nuestros. El año pasado, cuando murió Jeremiah Cárter de la gangrena que se le produjo después de un accidente en el que perdió los dedos, reunimos más de dos libras para su viuda…, pero Jeremiah fue siempre un hombre muy popular y dejó a su viuda con tres hijos pequeños…

Yo no hice ningún comentario acerca de aquella suma y de la fortuna que obtenía de la Compañía la viuda de Pepper.

– Como veis, me he mostrado comunicativo, Weaver. Supongo que ahora os toca serlo a vos. ¿De qué va todo esto?

La verdad era que no lo sabía.

– Es demasiado pronto para poder decirlo -empecé, formando las palabras despacio mientras trataba de decidir qué cantidad de información podía comunicarle sin correr ningún riesgo. El gran peligro que nos amenazaba a mí y a mis amigos me hacía reacio a contarle nada, pero sabía también que Hale era digno de confianza y siempre se había comportado amablemente conmigo; pero también, y eso era tal vez lo más importante, que quizá podría extraer más información contándole lo poco que sabía. Por consiguiente, le pedí que me jurara mantenerlo en secreto y procedí a contarle todo lo que me pareció seguro decirle.

– En realidad, no sé de qué va -le dije-. Sé que la Compañía de las Indias Orientales se las ha arreglado para pagarle a su viuda una pensión considerable, y que luego ha atribuido ficticiamente ese pago a la generosidad del gremio de los tejedores de seda.

– ¡Una pensión considerable, y un cuerno! -exclamó Hale-. ¡Pero si esta pobre muchacha vive en la miseria!

– Pienso que estáis mal informado. He estado en Twickenham y he podido ver personalmente que esa dama vive notablemente bien para ser la viuda de un trabajador de la seda… o la viuda de cualquiera, en realidad.

– Jamás os hubiera tomado por una persona tan necia, Weaver. Esa viuda no vive en Twickenham. Ni ha soñado nunca con vivir allí. Vive en una vieja casa medio derruida en Little Tower Hill, y os aseguro que no ha recibido ninguna clase de pensión. Lo único que le dan es ginebra, y se puede considerar afortunada cuando consigue una buena provisión de ella.

Cruzamos varios comentarios y réplicas más de este estilo, pero una vez hubimos establecido las credenciales de ambas damas, resultó crecientemente obvio para mí que el señor Absalom Pepper pudiera haber incurrido muy bien en el delito, demasiado común entre hombres de clase inferior, de estar casado con dos mujeres a la vez. Por esta razón, y por muchas otras, estaba comenzando a parecerme un personaje muy interesante.

En el carruaje, de camino a la casa de la segunda viuda Pepper, Hale no dejaba de rumiar.

– Hay algo raro en todo esto… -decía gruñendo por lo bajo. Sus palabras sonaban como los resoplidos de un perro al percibir pasos en la periferia de su capacidad auditiva-. No hay en el mundo una pandilla de ladrones más insensibles y cicateros que los que forman la Compañía de las Indias Orientales. No buscan más que su propio beneficio y, si están pagando dinero a esa pretendida viuda Pepper, tiene que ser porque quieran comprar su silencio. Porque habrán hecho algo despreciable. Como haberle quitado la vida. Podéis estar seguro de ello. ¿Cuánto le pagan?

En contra de mi propio sentido común, le informé de la suma.

– ¡Santo Cielo! -exclamó-.Eso tiene que ser dinero manchado de sangre, si ha existido cosa así alguna vez. Es absurdo que paguen tanto, y absurdo también que ella pueda llegar a creer que el dinero sale de nosotros. Nada de esto tiene sentido, Weaver.

Tenía razón, por supuesto. Era la misma conclusión a la que habíamos llegado Elias y yo. Aquella suma atraía la atención por sí misma y no era verosímil que encajara en un intento de ocultar un crimen.

– La mujer nos dijo que Pepper estaba siempre tomando notas sobre toda clase de cosas. ¿Conserváis alguno de esos escritos suyos?

– Tengo otras cosas de que preocuparme que de los garabatos de un tejedor de seda.

– ¿Os fijasteis alguna vez en lo que escribía?

– Si he de seros sincero, sí. Pero no me sirvió de gran cosa porque jamás aprendí a leer. -Al ver que mis ojos se abrían por efecto de la sorpresa y la expresión alicaída de mi rostro, Hale se apresuró a añadir-: No sé leer, es cierto; pero conozco las letras cuando las veo, y los garabatos de Pepper no consistían solamente en letras.

– ¿No eran letras?

– Bueno…, había algunas, pero eran dibujos también. Dibujos de cosas.

– ¿Qué clase de cosas?

– No sabría decirlo, porque apenas les eché un vistazo. Cada vez que Pepper me sorprendía mirando sus papeles, me los quitaba y se enfurecía conmigo. Yo intentaba tomarlo a broma, diciéndole que no era más capaz de leer lo que había escrito que lo que se publicaba en el periódico, pero con aquello no conseguía ponerlo de mejor humor. Decía que estaba intentando robárselos, y yo le respondía que no tenía ningún interés en robarle sus papeles, ni la menor idea de que pudieran interesar a alguien.