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– Pero… ¿qué había en esos dibujos? -pregunté de nuevo.

– Por lo poco que me dejó ver -respondió Hale-, yo diría que nos dibujaba a nosotros.

– ¿A los tejedores de seda?

– No precisamente a los hombres, sino el taller en que trabajamos, el equipo, los telares… Como os decía, solo fue un vistazo, pero esa es la impresión que saqué. Aunque no puedo imaginar para qué querría robar alguien un dibujo de un puñado de trabajadores de la seda y sus cosas… ¿Quién querría mirar algo tan poco importante?

La única respuesta que se me ocurría era que a una organización que se había sentido perjudicada por la voluntad de los tejedores de seda: la Compañía de las Indias Orientales.

Hale le dijo entonces al cochero que se detuviera. Yo salté del carruaje y le tendí la mano a mi enfermo amigo para ayudarlo a bajar, pero él no me lo permitió.

– Os he traído hasta aquí, Weaver, pero no iré más lejos. Conozco a la pobre Jane Pepper desde que era niña, y no tengo corazón para verla como se encuentra ahora. Su padre, que en paz descanse, era amigo mío, y me subleva pensar que se pasó toda la vida ahorrando para reunir las veinte libras que fueron la dote de su pequeña. En aquel entonces yo ya pensé que era tirar el dinero permitir que se casara con Pepper, pero ahora lo sé con seguridad. -Movió la cabeza-. Hay algunas cosas que prefiero no ver.

Me resultaba muy comprensible su repugnancia. A mí jamás me había gustado estar en St. Giles después de anochecer y, con la advertencia de Hale que no presagiaba nada bueno, se me hacía aún menos apetecible. Aun así, seguí sus indicaciones y no tardé en encontrar la casa a la que me había encaminado. Llamé a la puerta y salió a abrir una mujer muy anciana, que vestía prendas andrajosas. Cuando le dije que quería hablar con la señora Jane Pepper, dejó escapar un suspiro de exasperación, o tal vez de tristeza e hizo un ademán indicándome un tramo de escaleras.

La señora Pepper salió a mi encuentro en semejante estado de desnudez que ni siquiera me permitió fingir que no sospechaba lo mucho que se había hundido su posición en la vida desde la muerte de su esposo. Llevaba sueltos los cabellos y el vestido, que dejaba al aire buena parte de sus grandes pechos. Y además apestaba a ginebra. Incluso pude ver, en las duras líneas que se marcaban en torno a sus ojos, y en la forma como los huesos de sus pómulos se proyectaban contra la tensa piel de su rostro, que, en desafío al orden natural de las cosas, era la bebida la que parecía poseer al bebedor. Y, sin embargo, bajo la dura costra de miseria y desesperación, eran visibles todavía los restos de una criatura encantadora. No podía caber ninguna duda de que Absalom Pepper había tenido buen ojo para la belleza.

– ¡Hola, cariño! -me saludó-. Entra, por favor.

Acepté su invitación y tomé asiento, sin aguardar a que me lo pidiera, en la única silla que había en la habitación. Ella fue a sentarse delante de mí en su cama.

– ¿Qué va a ser esta noche, tesoro?

Hurgué en mi bolsa y saqué de ella un chelín, que le tendí enseguida.

– Solo unas preguntas. Esto es por vuestro tiempo. Arrebató la moneda de la forma como he visto que algunos monos agarran los confites que les ponen delante sus dueños.

– Mi tiempo -replicó con voz firme- vale tres chelines.

No podía creer que nunca le hubieran pagado tan bien por cualquier favor suyo, no digamos ya por uno tan discreto como el que yo buscaba, pero, puesto que no tenía ánimos para discutir con aquella pobre criatura, le di las monedas que reclamaba.

– Deseo preguntaros por vuestro difunto marido.

– Oh…, mi Absalom… -exclamó-. ¿Hubo jamás un hombre tan amado?

A mí me sorprendió enseguida la semejanza entre los sentimientos de las dos señoras Pepper. Ignoraba cómo podía haber encantado tanto a las damas el difunto señor Pepper, pero no pude evitar el deseo de aprender aunque no fuera más que una pequeña parte de sus secretos.

– ¿Era un buen marido, entonces?

– Era un buen hombre, señor. El mejor de los hombres. Y es bien cierto eso que a menudo se dice de que un hombre excelente no siempre tiene a su disposición el tiempo que quisiera para ser un buen marido…

«En particular, si está ocupado en ser un buen marido para alguna otra esposa», pensé yo, aunque ni se me pasó por la imaginación dar voz a semejante comentario.

– ¿Qué podéis decirme de él?

– Oh…, era bueno conmigo, señor. ¡Tan bueno siempre…! Cuando estaba conmigo, yo jamás hubiera sospechado siquiera que pudiera haber para él otras mujeres en el mundo, porque solo pensaba en mí, solo me miraba a mí cuando paseábamos juntos por la calle. Ya podíamos estar en St. James, con la gente más elegante de la metrópoli, que él no se fijaría en ninguna de ellas… Y quería… -Se cortó de pronto, y me observó con mirada crítica-. ¿Por qué queréis saberlo? ¿Quién sois vos?

– Os pido disculpas, señora. Mi nombre es Benjamín Weaver, y me han encargado investigar en los asuntos de vuestro marido para determinar si se le debía algún dinero con anterioridad a su fallecimiento.

Era una trampa cruel, y yo lo sabía, pero había muy poco que pudiera hacer yo por esta señora Pepper y mucho lo que tenía que hacer para ayudar a los que dependían de mi esfuerzo. Además, un poco de esperanza pudiera ser, en su caso, más un acto de piedad que una crueldad.

– ¿Dinero? ¿De quién? ¿Cuánto?

Extendí los brazos como para decir que las personas sencillas como nosotros somos incapaces de comprender los grandes designios.

– La verdad es que no puedo deciros cuánto, ni exactamente de quién. He sido contratado por un grupo de hombres inclinados a invertir en proyectos, y ellos me han pedido que inquiriera por los asuntos del señor Pepper. Aparte de eso, no sé nada más.

– Bien… -asintió ella, pensativa-, lo que puedo deciros es que estaba metido en más cosas que en su trabajo con la seda. Siempre tenía dinero en el bolsillo, a diferencia de los demás trabajadores. Y yo no iba a decirle nada de eso a Hale ni tampoco a los otros, porque no tenían por qué saberlo. En particular porque hubieran tenido celos de Absalom, por ser tan inteligente y apuesto.

– ¿Qué era lo que tenía entre manos, además de su trabajo con la seda?

– Nunca me habló mucho de ello -dijo la mujer-. Decía que no debía preocuparme con asuntos tan aburridos como esos. Pero me prometía que algún día no lejano seríamos ricos. Y entonces murió de forma trágica al caer en el río. Fue una crueldad muy grande del destino dejarme así, sola y sin un céntimo.

En su congoja, inclinó el cuerpo hacia delante, descubriendo aún más la rotunda turgencia de sus pechos. Yo no podía dejar de entender el significado de aquel gesto, aunque estaba decidido a fingir no darme cuenta. Era una mujer hermosa, pero endurecida, destruida, y yo no podía rebajarme hasta el punto de aprovecharme de su miseria. Podía tentarme, pero no serviría de nada.

– Lo que voy a deciros es muy importante -le dije-. ¿Os contó alguna vez algo el señor Pepper acerca de sus aspiraciones? ¿Mencionó nombres, lugares, algo por el estilo que pueda ayudarme a imaginar en qué trabajaba?

– No, no lo hizo nunca. -Se interrumpió un momento y me observó luego con expresión dura-. ¿Pretendéis robarle sus ideas, las cosas que escribía en sus cuadernos?

Sonreí ante su pregunta, como si fuera la idea más necia del mundo.

– No tengo el más mínimo interés en robaros nada, señora. Y os prometo, por mi honor, que si descubro que vuestro marido ha dado con algo de valor, me aseguraré de que recibáis lo que es vuestro. Mi misión no es llevarme nada de vos, sino solo saber y, en el caso de que sea posible, devolver a vuestra familia algo que tal vez se haya perdido.