Mis palabras tuvieron tanto éxito en calmar sus preocupaciones, que la pobre mujer se puso en pie y apoyó una mano en mi hombro con una dulzura que jamás hubiera esperado en alguien a quien el mundo había tratado tan mal. Me miró de una forma que me dio a entender en términos inequívocos que deseaba que yo la besara. Reconozco que me sentí complacido y hago constar en honor de sus encantos el hecho de que, como mi avisado lector habrá intuido, me halagara la buena disposición de una puta a la que ya le había dado dinero y a quien le había hecho vagas promesas de una futura riqueza. Lo cierto es que noté que mi anterior resolución había empezado a disiparse y que no podría decir con certeza cómo hubiera acabado la cosa de no ser porque en aquel momento ocurrió algo sumamente inesperado.
La viuda Pepper había empezado a mover los dedos hacia mi rostro, pero yo la retuve con un gesto y después me llevé un dedo a los labios reclamando silencio. Con el máximo sigilo que pude, me aproximé a la puerta de la habitación. Pero… ¡ay…! siempre preocupada por su seguridad, la señora Pepper la había cerrado con llave, lo cual restaría unos segundos preciosos a la ventaja de la sorpresa que hubiera podido dar cuando, lo más rápidamente que pude, hice girar la llave en la cerradura y abrí de par en par la puerta.
Tal como me temía, quien hubiera estado escuchando fuera había adivinado mis movimientos instantes antes de lo que yo hubiese querido, pero, aun así, distinguí la figura de un hombre que corría y casi caía escaleras abajo. Fui tras él de inmediato, pero supongo que carecía de la agilidad de mi presa porque el descenso me costó más que a él y para cuando pude llegar al piso inferior, ya había salido por la puerta delantera del edificio y corría por la calle.
Lo seguí lo más aprisa que pude y, cuando salía de la casa de la señora Pepper lo vi doblar por Tower Hill Pass en dirección a East Smithfield. El desconocido se movía con rapidez pero, ya sin la desventaja de la escalera, confiaba en que conseguiría, por lo menos, mantener el mismo paso que él y tenía confianza, además, en mi resistencia. Porque el hombre acostumbrado a pelear en un cuadrilátero ha de ejercitarse en seguir esforzándose incluso cuando siente vacías sus reservas de fuerza. Me dije, pues, que, aunque no pudiera superarlo al principio, si era capaz de mantener el paso, tal vez acabaría dándole alcance.
En realidad, la agilidad de que había dado muestras en la escalera no se manifestaba en la oscuridad de las calles. Primero tropezó en un resbaladizo y negro charco de inmundicia y se cayó de bruces. Pero tan rápidamente como se desplomó, recuperó la vertical de un salto con la velocidad de un saltimbanqui italiano. Después se metió por uno de esos negros callejones que caracterizan la zona de St. Giles: laberintos de callejuelas sin luces, en los que, a menos que uno conozca bien el camino, puede estar seguro de que se perderá. Por más que yo ni siquiera tuve la oportunidad de perderme, pues, para empezar, perdí a mi hombre. En cuanto doblé la primera esquina, tan solo me llegó el ruido lejano de pasos, pero sin que me fuera posible determinar de dónde me llegaba ni hacia dónde iba.
No me quedó más remedio que abandonar la persecución. Y, aunque tuve que ver lo ocurrido con la melancolía que nace de un fracaso, intenté consolarme diciéndome que hubiera ganado muy poco de haber logrado alcanzar a aquel hombre. Además de tener una inesperada velocidad, se trataba de una persona corpulenta y, casi con toda seguridad, más fuerte que yo. Haberle alcanzado tal vez me hubiera resultado más peligroso que útil. Además, en el momento en que tropezó había podido observar sus rasgos fugazmente; no podía estar completamente seguro y hubiera tenido mis dudas en declarar su identidad ante un tribunal. Con todo, mi grado de certeza era alto: el hombre que había estado al otro lado de la puerta de la señora Pepper, espiándome o espiándola a ella, no era otro que el indio Aadil. Rastreaba mis pasos y no me quitaba ojo de encima; ¿por cuánto tiempo podría fingir no saberlo?
Dada la advertencia de Edgar, no me sentía muy decidido a faltar otro día a mis obligaciones en Craven House, pero por otra parte me creía muy cerca de obtener una respuesta al misterio y deseaba llegar al final. A la mañana siguiente, pues, envié una nueva nota al señor Ellershaw para informarle de que mi tía precisaba de mí para ciertas gestiones y que, por ello, acudiría tarde a mi trabajo.
Le rogaba, además, que, si quería darme algún encargo o indicarme alguna instrucción, se comunicara directamente con mi cirujano; con este objetivo, escribí otra nota para Elias en la que lo ponía al corriente de las mentiras que había tenido que decir y le expresaba mi confianza en que pudiera sacarme del apuro. Hecho esto, tomé la diligencia para Twickenham, para ir a visitar otra vez a la viuda del señor Pepper. La dama me recibió de nuevo, aunque en esta ocasión sin tanta cortesía: tal vez porque empezara a temer por el futuro de su pensión.
– Os repito, señora, que no deseo causaros ningún trastorno, pero me han pedido que venga a haceros unas pocas preguntas. Los caballeros de la compañía de seguros Seahawk quieren que os asegure que lo más probable es que vuestra pensión no corra ningún riesgo. No podemos obligaros a responder a nuestras preguntas, pero pienso que vuestros fondos estarán mucho mejor asegurados si decidís prestarles vuestra ayuda.
Dio la impresión de que estas palabras suscitaban precisamente el grado de alarma que yo buscaba, pues me respondió que ayudaría lo mejor que pudiera.
– Sois muy amable, señora. Lo cierto es que, como comentamos ayer, debéis comprender que una suma de ciento veinte libras anuales supone una cantidad fuera de lo común para un hombre con los ingresos de vuestro difunto marido. ¿Tenéis alguna idea de por qué lo elegiría su gremio para darle esta prueba de generosidad?
– Seguro que ya habréis indagado estas cuestiones. Y debo deciros que no me gusta que os toméis este tipo de libertades con la memoria del señor Pepper.
– Es cierto que he planteado estas preguntas -admití- pero, puesto que todavía no he recibido suficientes respuestas, me veo obligado a seguir indagando. En cuanto a lo que decís acerca de la memoria del señor Pepper, espero que me permitáis señalar que con estas preguntas se nos ofrece una oportunidad mucho mayor de honrar su memoria, descubriendo ejemplos perdidos de su sagacidad.
Era, en realidad, mi propia sagacidad lo que celebraba con esto, porque vi que mis palabras tenían el deseado efecto sobre la amante viuda. No es que se mostrara menos escéptica, pero me di cuenta de que no podía permitir que se le escapara ninguna oportunidad de celebrar al bendito señor Pepper.
– No puedo deciros gran cosa de eso, salvo que estaba siempre enfrascado en sus libros, leyendo y tomando toda clase de notas, y trazando sus dibujos.
Pensé que era muy insólito que un tejedor de seda tuviera libros de su propiedad, y no digamos ya muchos libros. Los libros costaban mucho dinero, algo de lo que un tejedor no andaría sobrado, aunque sabía ya lo bastante del señor Pepper para comprender que era una excepción a prácticamente todas las reglas. Cualquiera que fuese su interés en ellos, debía de tratarse de algo más que ociosa curiosidad. Debía de ser algo que él creyera rentable para su inversión de tiempo y de dinero en ellos.
– ¿Cómo conseguía los libros? -pregunté.
– Nunca nos faltaron, os lo aseguro. Aunque, por importantes que fueran para él, jamás habría podido soportar ese gusto si hubiera redundado en quedarme yo sin algo que necesitaba o deseaba.
– ¿Y tenéis alguna idea de la naturaleza de esos dibujos suyos? -insistí.