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Tanto viaje me había abierto el apetito, así que consideré seriamente detenerme a comer algo antes de retirarme; pero tampoco hay nada como el viaje para desear el descanso. Por lo cual, y consciente de que mi patrona no iba a tener una cena ligera a punto para mí, pensé que prefería tomar un poco de pan con queso en mi habitación a entrar en una taberna y cenar un guiso frío de carne con guisantes.

Llegaba ya a casa cuando sentí en el hombro el peso brusco de una mano. Me volví y… no puedo decir que me sorprendiera completamente ver el desagradable rostro del fiel Edgar, con su sonrisa despectiva.

– Se os ha descubierto el pastel, Weaver- dijo, apretando los labios de aquella manera que evocaba el pico de un pato-. Tratabais de esconderos como un cobarde con la excusa de la muerte de vuestro tío, pero no somos tan necios como creéis. ¿Pensabais que el señor Cobb no descubriría vuestro doble juego?

– ¿De qué doble juego me habláis, bellaco? -pregunté. Trataba de mostrarme indignado, pero en realidad me estaba preguntando cuál podía ser el engaño concreto que hubiera podido salir a la luz.

Él prorrumpió en una carcajada que revelaba claramente su satisfacción, ya que no júbilo.

– Una cosa es que pretendáis tomarnos a todos por bobos, y otra muy distinta fingir ignorancia una vez que os hemos descubierto. No sacaréis nada con eso, así que podéis aceptar que hemos destapado vuestros manejos y que os comportéis de otra manera si no queréis que reciban más daño vuestros amigos.

– ¿Más daño? ¿Qué queréis decir?

– Digo que el señor Cobb ha sido generoso con vos. Demasiado generoso, en mi opinión, pero que vuestra necedad ha hecho que os pasarais de la raya. Se os advirtió que si nos desafiabais, si os negabais a tratar con nosotros como un caballero, vuestros amigos lo pasarían mal. Está claro, demasiado claro, que no nos creeréis a menos que os demos una prueba de nuestra determinación, y por eso el señor Cobb ha decidido que es hora de demostraros lo que dice.

Estallé sin pensarlo ni un instante. Agarré a aquel cargante individuo por el pañuelo que llevaba al cuello y se lo retorcí con fuerza hasta hacer que su rostro se pusiera casi inmediatamente de un color oscuro cuyo tono me era prácticamente imposible determinar en la noche.

– ¿Qué habéis hecho? -le pregunté, aunque tal vez con demasiada rudeza, porque al momento pudo verse que no respondería si lo estrangulaba. O sea que lo solté a mi pesar y el hombre se desplomó en el suelo-. ¿Qué habéis hecho? -repetí, propinándole al tiempo una patada para que comprendiera la seriedad de mi pregunta.

– Se trata de vuestro amigo Franco -me dijo, tras una serie de histriónicas sacudidas como si se estuviera ahogando-. Se han llevado a Franco. Y, si no empezáis a obedecer órdenes, él va a ser simplemente el primero.

22

Qué podría decir de mi consternación en aquellos momentos, que el lector no pueda imaginar por sí mismo? Moses Franco, un hombre por el que yo sentía afecto, que jamás me había hecho ningún daño y que solo deseaba mi bien, se veía arrojado ahora a una oscura mazmorra por culpa de mis acciones. Me dije que debía negarme a respaldar semejante injuria. Después de todo eran Cobb y su vil perro faldero Hammond quienes habían causado todo aquel mal. Yo jamás había buscado perjudicar al señor Franco. Sin embargo, no podía convencerme por completo de estar diciendo toda la verdad. En definitiva, había actuado de manera inconsciente en mis investigaciones, y no había informado de mis descubrimientos a quienes, a mi pesar, me tenían bajo su dominio. Había intentado servir a muchos señores, y a ninguno más que a mí mismo, y ahora la tocaba al señor Franco pagar por mi fracaso.

Pensé ir enseguida a la prisión de Fleet, pero ya era tarde y no tenía ningún deseo de turbar el descanso y el silencio que el señor Franco pudiera encontrar en aquel lugar miserable. Así pues, preferí pasar una noche de sueño intranquilo y salí temprano a la mañana siguiente para ir a enfrentarme a mis atormentadores. Como era domingo, no me esperaban en Craven House y tenía toda la libertad del mundo para pasarme el día entero sin tener que fingir estar al servicio de la Compañía de las Indias Orientales.

Llegué allí antes de las ocho de la mañana, una hora poco razonable, pero me tenía sin cuidado el trastorno que mi visita pudiera causar en la casa del señor Cobb. De hecho, quería despertarlos pronto y me había trazado el propósito de llegar antes de que salieran para ir al servicio religioso del domingo, suponiendo, naturalmente, que eran de esos hombres que se pasan seis días y medio cometiendo toda clase de villanías y que se creen justificados por unas pocas horas de hipócrita arrepentimiento.

Me sorprendió encontrar que necesitaba tirar de la cuerda de la campanilla para anunciar mi presencia, pero al momento salió a abrirme un peripuesto y animado Edgar, vestido de reluciente librea y sin la más mínima huella de sueño en sus ojos.

– Señor Weaver… -me dijo-. ¿Por qué será que vuestra presencia no me sorprende lo más mínimo?

Le di un empellón para pasar, y él se burló de mi rudeza. Poco se daba cuenta, sin embargo, de que el simple hecho de su vida, la terrible verdad de estar él viviendo en un mundo en el que había mujeres hermosas, niños risueños y juguetones cachorrillos me infundía tanta repugnancia que, de no haberlo apartado de mi camino de esa forma, no me hubiera quedado más remedio que emprenderla a golpes con él. Y no estoy hablando de una pelea viril ni tampoco de un par de tortazos… No… Si me hubiera quedado un instante más, en aquel pasillo, hubiera tenido que patearlo a conciencia, golpear con el codo su nariz hasta que le saliera sangre a borbotones, sacudirle un rodillazo en los testículos… Y no sé cuántas cosas más.

Fui siguiendo el tintineo de la plata con la porcelana y no tardé en llegar a un pequeño comedor: una estancia no tan grande y lujosa como el comedor de Ellershaw, sino más reducida e íntima. Supuse que Cobb tendría también un segundo comedor donde pudiera ofrecer, cuando quisiera, banquetes por todo lo alto. Pero incluso este contaba con toda clase de comodidades, aunque su alfombra turca era de tonos azules y marrones oscuros, el mobiliario de un color casi negro y las paredes de un verde tan oscuro que daba la sensación de estar bajo el cielo de una noche encapotada y sin luna. Había, sin embargo, grandes ventanales por los que se filtraban finos haces de luz y estos se entrecruzaban en la estancia como si fueran filamentos de unas telarañas tejidas por los dos hombres sentados a la mesa.

Cobb y Hammond, en efecto, se hallaban sentados el uno frente al otro en una mesa rectangular, de las dimensiones adecuadas para facilitar la conversación entre ambos. Sobre ella había comida suficiente para satisfacer el apetito de una decena de personas: panecillos, bollos y pasteles. Y mientras yo estaba allí mirándolos, deslumbrado por los rayos de sol que se cruzaban, una serie de criados se inclinaban sobre ambos, ocupados en llenar sus platos con toda forma imaginable de carne de cerdo: tiras de panceta, ristras de grises salchichas, lonchas de jamón cortadas tan finas que eran casi transparentes y cuya grasa relucía a la luz de las velas… Aunque yo ahora intentaba ajustarme a las leyes dietéticas de mi gente, no siempre lo había hecho. Sin embargo, en los últimos años, desde mi vuelta a Duke's Place y a las tabernas de los judíos, el olor a cerdo se había convertido en algo nauseabundo para mi olfato. Pero no fue eso lo que me hizo sentir una gran repugnancia, sino más bien el placer carnívoro que manifestaban aquellos hombres: viendo cómo se llevaban la carne a la boca, tuve la sensación de que, de haber podido, hubiesen preferido arrancar a los lechoncillos de las mamas de sus madres y devorarlos vivos.