Cobb me miró, hizo un gesto con la cabeza y pasó lo que tuviera en la boca con un trago de un líquido de color amarillo rojizo que burbujeaba en una enorme copa de cristal y que supuse sería una especie de ponche de arrack.
– Weaver… -dijo, una vez hubo tragado y dejado la copa en la mesa-.Vuestra visita no me resulta inesperada… ¿Le digo al chico que ponga un plato para vos?
– Oh, no os paséis… -dijo Hammond, levantando la cabeza de la fuente que hasta entonces había estado estudiando con absorta atención. Menos considerado que su tío, no esperó a tragar por completo lo que estaba comiendo, y la mesa se cubrió de trocitos de rosado jamón-. A este judío no le apetece comer con nosotros y nosotros no tenemos ningún deseo de hacerlo con él. Permitidle que espere ahí de pie, si tiene algo que decir. O, mejor dicho, que aguarde a escuchar lo que tenemos que decirle.
– Deseo que liberéis de la cárcel al señor Franco -dije.
– Puedo entender cómo debéis sentiros, señor Weaver -dijo Cobb-, pero tenéis que comprender nuestra posición. No nos habéis servido de gran ayuda.
– Una ayuda que os hemos estado pagando, además. Ahí está el quid del asunto -dijo Hammond-. Porque no se trata simplemente de que os hayamos obligado a cumplir nuestras órdenes, ¿verdad, tío? No… habéis recibido buenos dineros también. Y dinero de la Compañía de las Indias Orientales, además. Y ahora tenéis la osadía de acusarnos de actuar injustamente con vos porque castigamos vuestra incompetencia en el cumplimiento de vuestros deberes. Yo diría que tiene suerte en no ser él quien languidece allí, a la espera de morir de fiebre en la cárcel antes de que el Parlamento pueda dictar alguna insensata ley para aliviarlo.
Cobb se llevó el puño a la boca y tosió discretamente sobre él.
– Tenéis que comprender nuestra posición, señor Weaver. El señor Hammond tiene tendencia a los excesos. Pero yo no. Sin embargo, hasta la paciencia del hombre más tranquilo tiene un punto en el que se rompe. Seguro que lo comprendéis. Habéis estado haciendo indagaciones por todo Londres, averiguando solo Dios sabe qué, y no nos habéis informado de un solo hecho. Es más: habéis tratado incluso de interferir en mi propia red de comunicaciones, lo que me parece sumamente perjudicial.
– ¿Os referís al hombre que intentó apoderarse de mis notas: -pregunté.
– Ciertamente. Lo tratasteis con mucha rudeza, y debo reprenderos.
– ¿Pero cómo podía saber yo que estaba a vuestro servicio, y no era alguien leal a los intereses de Craven House? -sugerí, sin creer ni yo mismo que eso me sirviera de excusa.
– ¡Oh, qué salida tan tonta! -dijo Hammond-. Tontísima. Sois como el niño pillado con la mano en la despensa, que alega que pretendía abrirla para cazar un ratón.
Cobb había mordido una especie de pastel de manzana y lo masticaba metódicamente. Después de tragarlo, me miró con aire grave, como si fuera un maestro reprendiendo a su alumno favorito por mera fórmula.
– Creo, señor Weaver -dijo-, que haréis mejor en contarnos todo lo que habéis descubierto hasta ahora. Y a partir de este momento preferiría que nos enviarais con regularidad vuestros informes. Deseo saber el contenido de vuestras conversaciones en la Casa de las Indias Orientales, y conocer todos los detalles de vuestra investigación, incluso aquellos aspectos de los que no podéis obtener ningún resultado. Si pasáis el día interrogando a un sastre que pensáis podrá deciros algo, y descubrís luego que no sabía nada, quiero saber su nombre, su dirección, lo que creíais que sabría y lo que sabe en realidad. Confío en que me hayáis entendido.
Apreté el puño y pude notar que se me encendía el rostro pero, aun así, asentí. Tenía que pensar en Elias… en mi tía. Y también, por supuesto, en el señor Franco, al que esperaba ver pronto en libertad. Por este motivo, seguí el consejo de mi tía: tomé mi ira y la guardé dentro de un armario cuya puerta abriría algún día, pero no en el presente.
– Temo haber estado demasiado ocupado para informaros con regularidad -dije a manera de disculpa-, pero si queréis discurrir un sistema mediante el cual pueda enviaros comunicaciones a vuestra entera satisfacción, podéis tener la seguridad de que procuraré emplearlo. Y, en cuanto a lo que puedo contaros ahora, espero que, una vez lo haya hecho, dejéis al señor Franco en libertad.
– Ni lo soñéis -se apresuró a decir Hammond, que no quería que su tío respondiera a mi petición-. No podemos acceder a eso. Weaver nos ha desafiado, y por eso castigamos a su amigo. Si ahora lo sacamos de la prisión por el mero hecho de que ha accedido a hacer las cosas bien, no tendrá ningún incentivo para seguir siendo leal a nosotros. Podrá hacer lo que le plazca y pensar que nos contará lo que le pedimos o nos engañará según le parezca. No…, debo insistir en que Franco siga en prisión mientras dure esto, como recordatorio de lo que les espera a los demás si Weaver se pasa nuevamente de listo.
– Me temo que debo deciros que estoy de acuerdo con mi sobrino -dijo Cobb-. No os reprocho que hayáis intentado engañarnos; creo que era natural que lo hicierais. A vos no os gusta esta situación, y es muy comprensible que presionéis para ver cómo podéis tener la esperanza de escapar de ella. Pero ahora debéis aprender que, aunque no deseo causaros ningún daño, estoy resuelto a hacerlo si no hay otro remedio. No, señor Weaver, vuestro amigo deberá permanecer en la prisión de Fleet, aunque quizá no para siempre. Si, después de que haya transcurrido algún tiempo, pienso que os habéis comportado lealmente con nosotros, consideraré la posibilidad de liberarlo. Deberá permanecer encerrado suficiente tiempo, entendedlo, para que su prisión deje de parecemos necesaria. Porque, en caso contrario, se produciría el efecto a que se ha referido mi sobrino y vos ya no tendríais ninguna cortapisa para, por así decir, hacer las cosas a vuestra manera en vez de hacerlas a la nuestra. Y ahora, señor, debo rogaros que nos expliquéis detalladamente cómo habéis empleado vuestro tiempo y qué es lo que no deseabais que supiéramos. En otras palabras: me gustaría oír qué es lo que juzgabais tan interesante como para preferir guardarlo para vos a proteger a vuestros amigos.
– ¡Basta de tener contemplaciones con él, por Dios! -exclamó Hammond-. La maldita asamblea de accionistas está a la vuelta de la esquina, y aún no tenemos ni idea de lo que ha planeado Ellershaw. No sabemos nada de Pepper ni de…
– Weaver -lo interrumpió Cobb-. ya es hora de que nos digáis lo que sabéis.
No tenía elección. Tenía que estar allí de pie, sintiéndome de nuevo como un colegial al que habían hecho salir al frente de la clase para conjugar verbos latinos o leer una redacción. Pero ahora toma una difícil decisión que tomar, porque debía resolver si les contaba algo, y qué, acerca de Absalom Pepper. Aquel bergante muerto -ahora lo sabía- era la clave de lo que buscaba Cobb, y si yo podía averiguar lo que había de cierto al final de aquel largo y sinuoso camino, estaría en condiciones de destruir a los que me empleaban ahora. Pero, si no iba con cuidado, podía dar por hecho que no cejarían en su propósito de destruirme.
En consecuencia, recité mi lección. Les hablé de Ellershaw y de su imaginaria enfermedad que lindaba con la locura. Les hablé de Forester y de su secreta relación con la mujer de Ellershaw, así como de mi extraña velada en la casa de Ellershaw. Iba volcando sobre ellos todos estos sórdidos detalles, que trataba de utilizar como humo para confundir y ocultar lo que no quería revelarles. Y, así, les describí cómo se me pidió que amenazara al señor Thurmond, el defensor de los intereses de la lana; les describí la embarazosa situación doméstica del señor Ellershaw, e incluso la tristeza que sentía la señora Ellershaw por su hija perdida, que se veía forzada a ocultar. Les hablé de Aadil, pero solo para decirles que era un hombre hostil, pero que no me parecía que estuviera tratando de vengarse de mí. Dio la impresión de que en este punto titubeaba, pero mi titubeo era a propósito: tenía algo más que contar y deseaba parecer reacio a revelarles lo que me veía forzado a decir.