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Cierto número de futuros esposos se preparaban bebiendo para entrar en el templo de Himeneo, mientras al fondo, en un pequeño hueco decorado con deslustrados ornamentos eclesiásticos, el buen cura administraba sus servicios. Escuché sus palabras antes de fijarme en los contrayentes, y después observé que apresuraba caprichosamente la ceremonia de manera que, aunque no soy experto en la doctrina de la Iglesia, me hacía sospechar que no leía exactamente las oraciones del ritual. Esta pequeña confusión se aclaró cuando percibí en su voz el característico chapurreo de quien ha bebido más de la cuenta y me fijé en que el libro que sostenía en sus manos no era precisamente un texto eclesiástico, sino un volumen de comedias de John Dryden, que sostenía, además, al revés.

Esta pequeña incorrección no acaparó mi interés mucho tiempo, porque enseguida advertí algo mucho más serio. La novia lucía un exquisito vestido de seda azul con corpiño dorado y justillo de color marfil. Llevaba una cadena de oro alrededor de su gracioso cuello y tenía todo el aspecto de una dama de calidad. El novio, en cambio, iba vestido con prendas sencillas de lana sin teñir, tenía la cara surcada por numerosas cicatrices y su apariencia era, en general, la de un hombre rudo. Ciertamente el matrimonio clandestino había sido inventado en gran parte para facilitar las uniones entre personas de rango desigual, pero allí se percibía algo de mayor importancia. La novia, elegantemente vestida aunque no muy agraciada de rostro, no podía mantenerse de pie por su propia voluntad, y tenía que ser sujetada a la vera del novio por dos individuos tan rudos como éclass="underline" unos hombres que prorrumpían en grandes risotadas y se tomaban a chirigota el intento de mantener erguida la cabeza de la novia, pues para mí era evidente que estaba completamente aturdida por la bebida o por alguna otra pócima.

Era de esperar cierto grado de embriaguez en estos asuntos, aunque no siempre con el clérigo, y tampoco eso me hubiera alarmado de no ser porque, cuando el buen sacerdote le preguntó a la dama si accedía voluntariamente al enlace, uno de aquellos groseros testigos le agarró la cabeza y remedó un gesto de asentimiento, que suscitó una carcajada general entre los hombres.

– Aceptaré eso como un «sí» -anunció el sacerdote, que se volvió enseguida hacia el novio.

Tal vez el sacerdote pudiera aceptarlo, pero yo no. Sin pararme a considerar la prudencia o las consecuencias de mis acciones, arremetí al frente, desenvainando mi daga al hacerlo, y al instante me vi en medio del grupo, pero con la diferencia de todos los otros en que yo tenía el filo de mi arma apretado contra la garganta del novio.

– Decid una sola palabra -le dije-, y será la última que podréis pronunciar.

– ¡Por el coño de…! ¿Quién sois vos? -preguntó desoyendo mis órdenes, aunque no fuera una desobediencia tan grave que me obligara a cumplir mi amenaza. Después de todo, yo solo había pretendido que la ceremonia no se completara.

– Soy un forastero que he venido a dar casualmente con lo que me parece un rapto y un matrimonio forzado -dije. Estos delitos, por desgracia, eran una consecuencia más de la facilidad con que se celebraban los matrimonios clandestinos. No era un hecho infrecuente que mujeres jóvenes de buena posición fueran raptadas y privadas de sus sentidos de una forma u otra, para despertar al cabo de cierto tiempo y descubrir que durante su inconsciencia habían sido violadas, las habían casado sin su consentimiento y su marido reclamaba una dote.

– ¡Un matrimonio forzado! -exclamó el sacerdote, con una pobre imitación de un sentimiento de alarma-. ¡Qué escándalo!

– Dadnos un momento para hacer que este listarlo se ocupe de sus propios asuntos -dijo uno de los testigos, dicho lo cual los dos hombres dejaron caer al suelo a la novia como si fuera un saco de harina y se volvieron hacia mi, indicando con aviesas sonrisas que estaban más que dispuestos a responder a cualquier petición mía. Dejé al novio y rápidamente los amenacé con mi daga. Siempre he mantenido el criterio de que herir en el ojo a quien te va a atacar es la forma más eficaz de disuadir a un villano de causar otros daños, y vi en eso el camino para poner en fuga a los dos hombres. En cuanto hube rajado el ojo de uno de ellos, el hombre se dejó caer al suelo gritando y su compañero escapó por pies del local sin rechistar siquiera.

Para que mis lectores no me acusen de excesiva crueldad, permítanme decir que reservo esta táctica para cuando creo que mi vida corre peligro -lo que no sucedía en este caso- o para cuando he de vérmelas con hombres que se merecen algo más que una buena paliza. Quien piense que mi comportamiento fue cruel en esta coyuntura debe considerar que allí había un tipo que pretendía arrebatar de su familia a una joven dama, doblegar su voluntad mediante la bebida, obligarla a casarse con un monstruo al que no conocía, violarla y obligarla luego a pedir a su familia la dote que le correspondiera. Si ese hombre no merecía perder un ojo, me costaría decir quién puede merecerlo.

El villano estaba ahora caído en el suelo, hecho un ovillo sobre sí mismo y profiriendo gritos lastimeros. Yo me volví entonces al novio:

– El era solo vuestro ayudante, así que pienso que con un ojo será suficiente. Pero vos sois quien ibais a perpetrar el delito y por eso creo que os corresponde perder los dos ojos. Aun así, mi código de honor me exige que me amenacéis antes de que yo pueda, sin cargo de conciencia, privaros de vuestra visión.

Su sucia cara palideció y yo entendí que no estaba dispuesto a pelear. Retrocedió para alejarse de mí, y después dio una vuelta a mi alrededor, levantó del suelo a su amigo, tiró de él para sacarlo del edificio y se marcharon desentendiéndose de la boda.

El sacerdote, los que aguardaban ser casados y yo seguimos en silencio el lento éxodo. Cuando este hubo concluido, el cura se volvió al muchacho.

– Hacemos bien en pedir el pago por adelantado -le dijo. Y, después, dirigiéndose a la multitud, preguntó-: ¿Quién es el siguiente?

Para entonces, yo ya había levantado del suelo a la inconsciente novia y la sostenía pasándole una mano por debajo de la axila. No era, por supuesto, la actitud más caballerosa el mundo, pero sí la más práctica que tenía a mi alcance. Di gracias de que fuera de constitución delgada.

– Yo soy el siguiente -gruñí como respuesta al sacerdote-. Tenéis que tratar conmigo.

– ¡Ah…! ¿Deseáis casaros con la dama vos mismo?

– No. Lo que deseo es pediros cuentas de vuestras acciones ¿Cómo permitís que se cometa un delito así?

– No es cosa mía inquirir los motivos que tienen las parejas para casarse, señor. Me limito a prestarles un servicio. Es un negocio, ya sabéis, un negocio que no tiene nada que ver con lo que es justo o no. La gente ha de responsabilizarse de su propia vida. Si esa dama no quería casarse, debía hacerlo saber ella misma.

– No me parece que estuviera en condiciones de decir nada.

– Pues, entonces… tenía la responsabilidad de no encontrarse en semejante estado.

Suspiré.

– Pesa bastante -observé-. ¿No tendríais algún cuartito detrás, donde pueda dejarla mientras trato con vos como me parece que debo?

– Tengo que celebrar más bodas -respondió.

– Tratad conmigo antes, u os juro que nunca volveréis a celebrar otra boda.

El no sabía qué me proponía, porque ni siquiera lo sabía yo, pero me había visto pasar mi acero por el ojo de un hombre apenas unos minutos antes, por lo que supuso que me refería a algo desagradable y reaccionó en consecuencia.

– Seguidme, entonces. -Mortimer era un hombre de unos cincuenta años, no muy alto, con el rostro arrugado y curtido, pero agradable y seductor, con unos ojos de color verde claro tan vivos como torpes eran sus movimientos embotados por la bebida.

Nos movimos despacio, embarazado como iba yo con mi carga, pero, una vez en su despacho, dejé a la dama en una silla, donde quedó tendida como una gran muñeca. Tras cerciorarme de que no se cayera, me volví al eclesiástico achispado y sin escrúpulos.