– Necesito revisar vuestros registros matrimoniales -le dije.
El me estudió un instante.
– Mi principal tarea consiste en casar a los que buscan la felicidad, señor mío, no precisamente en dejaros ver los registros. No puedo pensar en ayudaros mientras haya parejas aguardando mis servicios.
– Os ruego que no me obliguéis a reiterar mis amenazas.
O, peor aún, a cumplirlas. Si hacéis lo que os pido, podréis dejarme a mí la tarea de examinar esos registros y no será preciso que os moleste más.
– Procurar la felicidad de los otros es una tarea difícil o, mejor dicho, una bendición. La mayor que puede caberle a un hombre.
– El saber es también una bendición, y deseaba ser bendecido con la lectura del apunte matrimonial de una tal señorita Bridget Alton. Esperaba poder consultar vuestro registro en busca de esa anotación.
– El registro -repitió el cura. Y en el instante en que mencioné su libro, lo levantó en alto y, aunque era un volumen grande y pesado, lo apretó contra su pecho como si fuera su hijo del alma-. Debéis comprender que el registro de un matrimonio es un asunto sagrado y privado. Me temo que va contra las leyes de Dios y de los hombres mostrar este libro a cualquiera. Y ahora, si tenéis la bondad de excusar…
– Perdonad… -Lo agarré suavemente por el brazo para asegurarme de que no se me escapaba-. ¿Acaso no es la finalidad de ese libro proporcionar un dato para que quienes han de realizar el tipo de gestión que me han encomendado tengan la oportunidad de obtener una información correcta?
– Eso es lo que se cree comúnmente -replicó-. Pero, como acabáis de descubrir, esa creencia es errónea.
– O me permitís consultar ese registro, o llevaré a esta dama ante el magistrado y me aseguraré de que os cuelguen por lo que ha sucedido hoy aquí.
– Quizá podría permitiros echar un vistazo a este libro si respetáis mi vida y me dierais, además, dos chelines.
No pude menos que admirar la audacia de aquel hombre y, en consecuencia, acepté su oferta.
La joven, que dormía profundamente, dejó escapar un sonoro ronquido, que interpreté como un síntoma de que se recuperaría pronto. Lo cierto era que, después de todo, no podía llevarla a su casa hasta que supiese quién era y dónele vivía, así que decidí tenerla conmigo mientras me ocupaba de mi tarea.
Tras acceder a que consultara sus registros, Pike me condujo a un estante donde tenía amontonados numerosos folios.
– Llevo más de seis años -me dijo- procurando la felicidad de hombres y mujeres, señor Weaver. He tenido el privilegio de servir a los pobres, los necesitados y los desesperados desde que cometí el error de hacer unas inversiones equivocadas en la cría de ganado lanar. Si podéis creerlo, mi propio cuñado, «olvidó» mencionar que no tenía ningún plan concreto para adquirir ovejas. El caso es que se perdió todo el dinero y no pude pagar lo que debía. Aunque, para ser sincero a los ojos de Dios, debo decir también que no puse fin precisamente a mis gastos una vez ocurrido el desastre. Y así, por unos pocos cientos de libras, me enviaron aquí a pudrirme por una eternidad. La mayoría de los hombres se desesperarían, ¿no os parece?
– Tal vez sí -admití.
– Tenéis razón. Pero yo no. No. Aquí, en este infierno de desolación, he vuelto a servir a Dios. ¿Y de qué mejor forma puede ser servido el Señor, que celebrando el más santo de los sacramentos, el sacramento del matrimonio? ¿No manda el Señor que demos frutos y nos multipliquemos? Mi propia esposa, señor, ¿acaso no ha sido una bendición para mí todos estos años? ¿Estáis casado, señor Weaver?
Como no estaba muy seguro de que me permitiría marcharme de allí sin haber recibido la bendición del matrimonio, creí prudente mentir y decir que lo estaba.
– ¡Ah!, muy bien, muy bien, señor… Se os lee en la cara. No hay estado más dichoso que el matrimonial. Es la nave de la buena fortuna que todo hombre debe pilotar por sí mismo. ¿No lo veis vos así?
No dije nada, temiendo que intentara convencerme de que me casara con la mujer dormida.
Al ver que no iba a responder, hizo un ademán señalando los libros:
– Estos abarcan los últimos seis años, señor. A razón de un centenar de bodas por semana. E incluyen un índice de nombres. ¿Me decís cuándo tuvo lugar el matrimonio que mencionáis?
– No hará ni seis meses -respondí.
– Será fácil… muy fácil. Es precisamente el libro que tengo en las manos.
Como no daba muestras de tendérmelo, metí la mano en mi bolsa y saqué de ella las monedas que había mencionado antes. Liberado de sus manos, el registro fue abierto delante de mí.
– Tal vez podáis recordar a la mujer que busco -dije-. Me han asegurado que es notable por su belleza. Una criatura alta, muy, muy pálida, con la tez y los cabellos casi blancos. Dicen que su rasgo más llamativo es que, a pesar de su palidez, tiene los ojos negrísimos. ¿Habéis visto a una mujer así alguna vez?
– Puede que sí -respondió, pensativo-. Pero, en mi penuria, mi memoria ya no es lo que era. Es muy triste para un hombre que sus pensamientos se vean distraídos por la preocupación de dónde va a poder sacar su próxima comida.
Le tendí otra moneda.
– ¿Ayuda esto a vuestra memoria?
– Por supuesto que sí, y ahora puedo informaros con seguridad de que jamás he visto a la joven que buscáis.
Dado que la joven procedía de una familia respetable, podía albergar la confianza, ya que no la completa seguridad, de que escribiría con una buena letra. Esa confianza, con todo, no me permitió contentarme con pasar una tras otra las páginas del libro, llenas de ininteligibles garabatos, sin dedicarles una segunda mirada. Me llevó, por consiguiente, casi dos horas recorrer de la primera a la última de las firmas que aparecían en el registro de los últimos seis meses sin que nada recompensara finalmente mi esfuerzo. Ni una pista de la dama en cuestión. Era posible, claro, que hubiese falsificado su nombre; pero ese sería el tipo de truco utilizado por un hombre que quisiera casarse en el sentido más físico de la palabra, aunque no fuese tal vez el más legal. A mi modo de ver, una mujer, incluso una mujer joven y enamorada, estaría menos dispuesta a trampear con la ya escasa legitimidad que confería una boda conforme a las normas de Fleet.
En el momento de cerrar el libro, el reverendo señor Pike emergió de las sombras en que había estado escondido. Sacudió tristemente la cabeza.
– Ya veo que no habéis tenido suerte -dijo-. Lo lamento mucho. Espero que volváis si alguna vez tenéis necesidad de consultar los registros matrimoniales.
– No lo dudéis -respondí, aunque me pareció una sugerencia curiosa que yo debiera ir a verlo regularmente con peticiones semejantes, como le dicen en la tienda donde venden rapé o medias a quien va a comprar con frecuencia. Miré hacia la mujer dormida, pensando que tal vez había llegado ya el momento de intentar despertarla y averiguar dónde vivía. Pero, antes de poder hacerlo, Pike carraspeó a mis espaldas.
– Si me permitís… -Abrió la puerta de su despacho y en la taberna había una fila de clérigos esperándome… un ejército de hombres de hábitos negros raídos y sucios con cuellos de camisas amarillentos que en algún tiempo anterior e imposible de imaginar sin duda fueron de un blanco prístino. Cada uno de ellos sostenía, con variedad de estilos diferentes, apretándolos unos contra el pecho, sujetos otros debajo del brazo o finalmente con ambas manos extendidas como si fueran ofrendas, volúmenes de distintos formatos y tamaños.
– ¿Qué es esto? -inquirí.
– ¡Jo, jo! -rió Pike con una carcajada cordial-. Pensabais que no se correría la voz, ¿verdad? Se propaga como el fuego, ya sabéis. Todos estos hombres han oído que he estado atendiendo a un caballero dispuesto a pagar dos chelines por el derecho a inspeccionar un registro matrimonial.