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Tal vez hubiera sido más cauto con el dinero, de no ser porque pretendía que me lo reembolsara Cobb, pero el hecho es que acepté las avariciosas condiciones fijadas por el reverendo Pike. Otro chelín por el uso de su despacho, uno más por velas para iluminar las páginas cuando mis ojos comenzaron a fatigarse… Eso sí, debo reconocer que jamás gocé de un servicio tan excelente. Al primer signo de que mis labios se habían quedado secos, se ofreció a ir a buscar cerveza, y cuando mi estómago produjo ciertos runrunes significativos, pidió que me trajeran pan y queso…, todo ello, naturalmente, a precios descabellados.

Al final, trabajé durante más de dos horas, notando cómo se acumulaba el polvo debajo de mis uñas, en las aletas de mi nariz, en la superficie de mi lengua. Estaba mareado de tanto libro, pero quise revisarlos todos. Y no fue hasta que el séptimo u octavo cura, un hombre ladino con la espalda encorvada y sonrisa torcida, me presentó su pequeño registro encuadernado, cuando me sonrió la suerte. Mientras el extraño individuo se inclinaba sobre mí, apenas pude creer en mi asombrosa fortuna; porque allí estaba el nombre de la joven, Bridget Alton, escrito con toda claridad.

También figuraba el nombre del novio, aunque fue más difícil desentrañarlo. Me costó mirarlo atentamente antes de poder leerlo, y en cuanto lo hice me di cuenta de que sin duda se trataba de un nombre falso: Achitophel Nutmeg. Y difícilmente le hacían falta a un hombre raros poderes de percepción para adivinar la auténtica identidad del personaje, puesto que los nombres de pila provenían los dos de la tradición bíblica, para no mencionar el poema de Dryden, «Absalom y Achitophel», y los de los apellidos eran ambos productos básicos del comercio de las especias: Nutmeg, nuez moscada y Pepper, pimienta.

Una vez más había ido a dar con la extraordinaria capacidad de persuasión de Absalom Pepper, el hombre al que Cobb suponía asesinado por la Compañía de las Indias Orientales. Porque ahora resultaba que se había casado con la hijastra de Ellershaw.

23

Tuve la suerte de que mis movimientos, mientras iba de un lado para otro emocionado por mi descubrimiento, despertaran a la joven novia, quien, tras unos momentos de confusión, me dijo su nombre y dónde vivía, para explicarme después que se había visto atraída fuera de su hogar por el grito lastimero de una anciana. Una vez en la calle, los tres caballeros con quienes me las había tenido antes la habían raptado y conducido a una taberna donde, bajo la amenaza de herirla, la habían obligado a ingerir grandes cantidades de ginebra.

Aunque escuchó con gratitud mi narración de su rescate, declinó ir a ninguna parte conmigo: una precaución a la que nada pude objetar pues, de haberla tenido antes, no se hubiera encontrado en semejante trance. En consecuencia, envié una nota a su familia y antes de que pasara una hora se presentó un carruaje cuyo lacayo la escoltó y la devolvió a casa tras asegurarme que tenía la gratitud de su señor y que sería recompensado por mi esfuerzo. Aunque hoy, cuando escribo estas memorias, han pasado unos treinta años de aquello, sigo esperando esa recompensa. Pero, en todo caso, una vez se hubo ido la joven de la oficina de matrimonios, me sentí feliz con verme libre de aquella carga.

Esa libertad me permitió reflexionar sobre la boda que había descubierto últimamente. El registro matrimonial indicaba una dirección para la feliz pareja y, aunque tenía pocas esperanzas que la información fuera exacta, me encontré con la agradable sorpresa de ver que sí lo era, pues, sin dificultad ni confusión, pude dar con el paradero de la hija que la señora Ellershaw tenía tantos deseos de mantener oculta.

Me tranquilizó ver que, a diferencia de la última viuda de Absalom Pepper que había podido conocer, la hija de la señora Ellershaw vivía en unos respetables apartamentos en Durham Yard, una calle agradable, aunque ciertamente muy por debajo del lujo en que vivían su madre y su padrastro. Su mobiliario, sin embargo, era de la clase más elegante, pues tenía cómodas, librerías y mesas de madera fina, butacas ricamente tapizadas y una preciosa alfombra oriental. Tanto la dama como su doncella iban vestidas a la última moda con amplias faldas de aros y, en cuanto a la primera, al menos, no se podía decir que le faltaran bordados, encajes y finas cintas en su sombrerito.

La joven me recibió en la salita de la dueña de los apartamentos. Su doncella trajo vino y después fue a sentarse remilgadamente en un rincón a ocuparse amablemente en su costura.

– Siento mucho molestaros, señora, pero tengo que haceros algunas preguntas a propósito de vuestro difunto marido, el señor Pepper.

La hijastra de Ellershaw, a la que debo llamar señora Pepper, a pesar de ser solo una más del pequeño ejército de mujeres que llevaban ahora ese apellido, se mostró muy afectada al oír mencionar a su difunto esposo:

– ¡Oh… el señor Pepper…! Siempre fue el mejor de los hombres, señor… ¡El mejor de los hombres!

No pude menos que advertir la rara circunstancia de que tres mujeres diferentes concluyeran sus observaciones acerca del mismo hombre con palabras idénticas. Por eso pregunté:

– Perdonadme, señora… ¿Oísteis alguna vez que el difunto señor Pepper se describiera a sí mismo exactamente con esas palabras?

La dama se ruborizó prodigiosamente, y comprendí que había dado en el clavo. Difícilmente podía sorprenderme a mí, empero, que un hombre que debía de tener tan alto concepto de sí como para haberse casado con tres mujeres (por lo menos) pudiera tener problemas de vanidad.

– Mi difunto marido -me explicó- era un hombre notable, pero lo habría sido menos de no haber sido capaz de intuir su propia superioridad.

Hice una inclinación de cabeza desde mi butaca, porque por fuerza tenía que aplaudir tanta habilidad lógica.

– Debió de ser una gran bendición para él tener una esposa tan entregada.

– Pido a Dios que lo fuera. Pero decidme, señor…, ¿en qué puedo serviros y qué negocio teníais con mi esposo?

Sí, eso… ¿qué podía ser? Se me ocurrió de pronto que debía haber pensado este asunto con más detenimiento, pero me había ido sintiendo tan a gusto interrogando a las viudas Pepper, que ni siquiera se me había pasado por la cabeza prepararme para abordar las especiales dificultades de esta particular entrevista. Nada sabía de la imagen con que se había presentado a aquella dama el señor Absalom Pepper, así que no podía adoptar esa perspectiva, ni mucho menos tomar el puerto desde el ángulo de mi posición en Craven House, porque tenía motivos para pensar que mi relación con el señor Ellershaw haría que encallara mi barco. Las dos viudas anteriores habían sido lo bastante ingenuas, al menos en mi opinión, para permitirme describir mi ficticia situación con cuatro brochazos, contando con que confiarían en mí. Pero ahora no podía dejar de percibir en los ojos de la dama cierta clarividencia, cuando menos.

Opté, pues, por tomar un curso de acción lo más cercano a la verdad que me fue posible pensar en tan breve espacio de tiempo.

– Veréis, señora… -empecé-. Soy algo así como un alguacil privado. Y estoy indagando actualmente sobre la prematura muerte del señor Pepper. Hay quienes piensan que no se ahogó a consecuencia de un desgraciado accidente, sino más bien como resultado de una acción de incalificable malicia.

La dama ahogó una exclamación y después le pidió a la doncella que fuera a buscarle un abanico. En cuanto tuvo en la mano el maravilloso objeto pintado de color negro y oro con dibujos de estilo oriental, lo agitó varias veces violentamente atrás y adelante y exclamó con voz entre cortada y apremiante:

– No quiero ni oír hablar de eso. Puedo aceptar que haya sido el designio de la Providencia llevarse a mi Absalom tan joven, pero no puedo pensar que se haya debido a la voluntad de un ser humano. ¿Quién podría odiarlo tanto?