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– Tenéis mi palabra…

– Vuestra palabra no significa nada para mí -replicó-. Volved cuando tengáis algo que decirme. Y entretanto, no me molestéis con especulaciones ociosas. No puedo soportar el dolor.

– Por supuesto, señora Pepper. Me esforzaré en…

– Esforzaos en salir de esta casa -dijo-. De momento, eso bastará.

24

Cuando salí de casa de la viuda, no tenía ni idea de la hora que pudiera ser, pero vi que había oscurecido y que las calles estaban recorridas por los gritos de los borrachos y las risas estridentes de la noche. Cuando saqué mi reloj del bolsillo (con precaución, claro, porque a esas horas de la noche basta solo un tictac de semejante instrumento para poder darlo completamente por perdido merced a la acción de manos habilidosas), vi que todavía no eran las siete, aunque tenía la impresión de estar ya pasada la medianoche. En la primera oportunidad, tomé un carruaje para que me llevara a casa.

Tenía muchas cosas que hacer. Sabía ya de los tratos de Pepper con el misterioso señor Teaser, igual que sabía de él que estaba casado con tres mujeres distintas… y no me hubiera sorprendido encontrar aún más. Pero ¿por qué se interesaba Cobb por Pepper? ¿Qué relación tenía Pepper con la Compañía de las Indias Orientales o, puestos a decirlo todo, qué relación tenía con Cobb? ¿Cómo estaba relacionado todo esto con los manejos de Forester o con la necesidad de Ellershaw de revocar la legislación de 1721? ¿Significaba la presencia de Celia Glade que los franceses estaban implicados en todo esto, o se daba meramente la circunstancia de que yo hubiera ido a dar con una espía, sin duda una más de los centenares de espías diseminados por la metrópoli, dedicados a reunir información y enviarla a su país para que allí otros más experimentados determinaran si la información valía la pena?

Yo no tenía respuestas para todo eso y me daba la sensación de que no iba a ser capaz de encontrarlas. Solo sabía que estaba cansado y que un hombre inocente y deseoso de ayudar, el bueno de Carmichael, había muerto por culpa de todo aquel doble juego. Estaba ya harto de semejantes manejos. Quizá fuera ya hora de dejar de enfrentarme a Cobb. Mis esfuerzos por minarle el terreno y utilizar para mis propios fines lo que averiguaba solo me habían valido para conducir a la cárcel a un amigo mío, y no estaba dispuesto a correr el riesgo de que otros fueran a verse también presos.

Había estado todo el trayecto considerando estos temas y alcanzando un estado de gran agitación e ira. Por eso mismo, apenas puede entender, y no digamos ya controlar, mis emociones cuando, al entrar en mi alojamiento, encontré que tenía un visitante esperando en la sala.

Era Cobb.

A mí no me preocupaba gran cosa su salud, pero advertí inmediatamente que tenía mal aspecto. Se le notaba demacrado y presa de gran agitación. Se puso de pie en cuanto me vio entrar y con las manos juntas, dio unos cuantos pasos hacia mí.

– Debo hablar con vos, Weaver. No puede esperar.

No diré que la ira que sentía por él desapareció por ensalmo, pero la curiosidad aplacó mi ánimo. Edgar, después de todo, se había mostrado dispuesto a censurarme que hubiera enviado a un muchacho a la casa de Cobb. Pero ahora era Cobb quien se presentaba personalmente en la mía.

Lo conduje, pues, a mis habitaciones, donde nadie nos estorbaría, y allí, una vez hube encendido mis velas, me serví un vaso de oporto y preferí no invitarlo a beber conmigo, aunque me di cuenta de que le temblaban los labios y se retorcía las manos, y comprendí que deseaba por encima de todas las cosas un vaso de algo que pudiera reconfortarlo.

– Me sorprende vuestra presencia aquí -le dije.

– A mí me sorprende también, pero no hay más remedio. Necesito hablar con vos de hombre a hombre. Ya sé que tenéis motivos para sentiros furioso conmigo, pero debéis creer que deseaba que las cosas pudieran haber ido de otra forma. Hammond sospecha que os estáis callando lo que sabéis, y yo también lo creo. Pero vengo aquí ahora sin él para suplicaros que me digáis lo que no nos habéis dicho todavía. No os amenazo a vos ni a vuestros amigos. Solo quiero que me lo digáis.

– Ya os lo he dicho todo.

– ¿Qué hay de él? -preguntó. Y susurró a continuación el nombre-: De Pepper.

– No he sabido nada de su muerte -respondió.

– Pero… ¿qué hay de su libro? -Se inclinó hacia mí-. ¿Habéis averiguado algo de eso?

– ¿Su libro? -pregunté en tono bastante convincente, si se me permite decirlo. Cobb no me había mencionado para nada aquel libro, y yo me dije que era preferible fingir ignorancia.

– Os lo ruego… Si tenéis alguna idea de dónde puede estar, debéis entregármelo antes de la asamblea de accionistas. No podemos consentir que lo tenga Ellershaw.

Era, también, una convincente actuación por su parte, y reconozco que me sentí algo conmovido por ella. Pero solo en parte, porque no dejaba de recordar que el señor Franco se encontraba en la prisión de Fleet y que, aunque Cobb me ofreciera en aquel momento una imagen patética, seguía siendo mi enemigo.

– Debéis hablarme de ese libro. No sé nada de él. Es más, señor… lamento que me hayáis enviado, en esta quijotesca aventura, en busca de un hombre del que no puedo hablar, para decirme ahora que lo que persigo es un libro del que nadie me ha dicho nada. Tal vez podríais tenerlo ya en vuestro poder, si tan solo me hubieseis hablado de su existencia.

El señor Cobb miró hacia el hueco negro de mi ventana.

– ¡Al diablo con él! -exclamó-. Si vos no habéis sido capaz de encontrarlo, nadie lo encontrará.

– Quizá si Ellershaw sabe qué es ese libro y qué valor tiene para vos, lo tenga ya en su poder -sugerí-, puesto que posee la ventaja de poder reconocerlo. Yo ni siquiera puedo asegurar no haberlo tenido en mis manos, porque no sé absolutamente nada sobre él.

– No me atormentéis así. ¿Me juráis que no sabéis nada de él?

– Os digo que estoy en la ignorancia -afirmé.

Era una evasiva pero, si Cobb se dio cuenta de ella, no lo demostró. Por el contrario, sacudió la cabeza.

– Entonces, tendremos que contentarnos con eso -dijo, levantándose de su asiento-. Tendría que bastar, y reguemos que las cosas sigan como están hasta la reunión de la junta.

– Tal vez si me explicarais algo más… -sugerí.

Pero él no me oyó o no podía oírme. Abrió la puerta de mi habitación y se marchó de mi alojamiento.

Cuando llegué a Craven House a la mañana siguiente, fui informado enseguida de que el señor Ellershaw deseaba verme en su despacho. Pasaban quince minutos de mi hora, y temí que pudiera emplear la oportunidad para reírse por mi fallo en respetar el horario, pero no se trataba de nada semejante. Se hallaba en su despacho, con un servicial joven que tenía en las manos una cinta métrica y sujetaba entre los labios un peligroso puñado de alfileres.

– Excelente, excelente -dijo Ellershaw-.Aquí lo tenemos. Weaver… ¿verdad que tendrá usted la amabilidad de dejar que Viner le tome las medidas? Esto será todo. Para la reunión de la asamblea, nada más.

– Faltaría más -dije, y fui a situarme en el centro de la habitación. En cuestión de un instante, el sastre estaba esgrimiendo sobre mí la cinta de medir como si fuera un arma-. ¿Para qué es?

– ¡Brazos arriba! -pidió Viner.