– Esa postura vuestra es absurda, Ellershaw…, tanto como vuestros trajes.
– Me alegra que os guste, señor. Podéis optar por desafiar a la Compañía si lo deseáis. Por lo que yo sé, es lo único que os servirá para que podáis seguir siendo elegido para vuestro escaño. Pero ya veremos quién sobrevive a quién…, si la Compañía de las Indias Orientales o vuestra piojosa lana. A propósito… ¿No es el heredero del duque de Norwich ese joven que acaba de entrar? Y me parece que esos alegres amigos que lo acompañan son la flor y nata del mundo de la moda…
Thurmond se volvió para mirar y la mandíbula se le desencajó casi por la sorpresa y algo semejante al horror: allí entraban la Santísima Trinidad de Ellershaw, su paradigma de la moda -aquel grupo de jóvenes apuestos y satisfechos de sí mismos- acompañados de igual número de jóvenes damas. Ellos lucían todos trajes confeccionados con algodones indios de color azul claro. Las damas llevaban vestidos del mismo algodón indio, de forma que cuando se movían juntos se producía como un gran remolino azul cielo. Todos los reunidos en el gran salón los siguieron con la mirada al entrar y, después, volvieron a mirarnos a nosotros, con lo que me di cuenta de que si cuando entramos habíamos sido objeto de rechifla, ahora éramos más bien unas personas envidiadas.
Ellershaw asintió satisfecho:
– Todos cuantos se encuentran en este salón están pensando en cómo harán para ver cuanto antes a su sastre y pedirle que les confeccione uno de estos trajes.
Thurmond se puso de pie para alejarse de la mesa.
– Es solo una victoria momentánea -dijo.
Ellershaw sonrió.
– Mi querido señor, soy un hombre de negocios y he vivido siempre con la certidumbre de que no hay otra clase de victorias.
Durante el resto de la velada, Ellershaw se mantuvo en excelente estado de ánimo, repitiendo una y otra vez que aquello había sido un gran acierto y que la reunión de la junta no plantearía problemas ahora. Yo lo veía demasiado optimista, pero era fácil comprender por qué sentía tanto entusiasmo. Pasamos el resto de la velada siendo el centro mismo de la atención de todos, sin que faltaran en ningún momento lindas jóvenes a nuestro alrededor e ingeniosos muchachos haciendo cola para compartir con los demás alguna insípida ocurrencia. Como el señor Ellershaw se deleitaba en su éxito, no me fue difícil excusarme alegando cansancio.
Fui de inmediato a mi alojamiento para cambiarme de ropa y ponerme algo más sencillo y menos llamativo. Después salí de nuevo y tomé un carruaje, esta vez hacia Bloomsbury Square, donde vivía Elias.
Desde que Cobb había decretado que el destino de Elias dependiera de mi comportamiento, no me había arriesgado a ir a visitarlo a su casa, pero puesto que ahora Elias trabajaba también para Ellershaw, pensé que un solo viaje de esta naturaleza era un riesgo asumible. Sobre todo porque, en la medida de lo posible, deseaba resolver esa misma noche todas las cuestiones que aún quedaban pendientes.
Salió a abrirme la puerta de la casa la señora Henry, su amable y atenta casera, que se alegró mucho de verme, me hizo pasar y me ofreció una silla y un vaso de vino. Mi anfitriona era una mujer muy atractiva, de tal vez cuarenta años o más, y me constaba que Elias mantenía con ella una amistad especial ya que no amorosa. Rara vez compartíamos los dos una aventura, por lo menos no indecorosa, que él no le contara. Temía, pues, que tal vez albergara algún reproche contra mí por haber preocupado hasta tal punto a Elias con mis dificultades, pero si había alguna queja contra mí en su corazón, no la manifestó en absoluto.
– Vuestro ofrecimiento es muy amable, señora -le dije con una reverencia-, pero me temo que ahora no tengo tiempo para cortesías. Hay asuntos que debemos tratar el señor Gordon y yo, por lo que, os quedaría muy agradecido si tuvierais la bondad de ir a buscarlo.
– No estoy del todo segura de que sea oportuno ir a buscarlo ahora -me respondió.
– Oh…, yo mismo estaré encantado de subir a verlo, señora Henry. No hace falta que os molestéis, si tenéis otra cosa que hacer…
Me detuve porque observé que las orejas de la señora Henry se habían vuelto del color de las fresas maduras. Cuando se dio cuenta de que yo la había visto sonrojarse de aquella manera, tosió delicadamente en su mano.
– Tal vez querríais tomar antes un vasito de vino… -probó de nuevo.
Yo esbocé una amable sonrisa… destinada no a sugerir que era inmune a la naturaleza escandalosa de la conducta de Elias, sino más bien a expresar que ya no podían sorprenderme las tonterías de mi amigo.
– Señora -le dije-, aunque comprendo que no os resulte agradable molestarlo, puedo aseguraros que él no se ofenderá si subo yo mismo a llamarlo.
– No estoy muy convencida de que se lo tome tranquilamente -repitió la señora Henry en voz baja.
– Oh…, por descontado que se lo tomará muy mal, pero hay que hacerlo en cualquier caso. -Hice una nueva reverencia y me encaminé a las habitaciones de Elias.
Una vez en lo alto de la escalera, apoyé mi oreja contra la puerta, no para satisfacer el prurito de mi curiosidad, han de comprenderme, sino porque, si tenía que interrumpir algo, lamentaría hacerlo en un mal momento. Pero no escuché nada que me diera a entender de una manera u otra si aquel era un momento adecuado. Llamé, pues, a la puerta con la suficiente firmeza como para que mi amigo entendiera que se trataba de un asunto urgente, pero no tanta como para impulsarlo a enfundarse unos calzones y una camisa y escapar por la ventana…, una maniobra que, que yo supiera, había empleado por lo menos en dos ocasiones para intentar evadirse de unos molestos acreedores.
No se oyó nada durante unos momentos, pero luego me llegaron pasos de pies descalzos y chirridos de goznes. La puerta se entreabrió una rendija apenas, y uno de los soñolientos ojos castaños de Elias atisbo desde la oscuridad del dormitorio.
– ¿Qué ocurre? -me preguntó.
– ¿Que qué ocurre? -repliqué incrédulo-. Lo que ocurre es que tenemos mucho que hacer. Sabes que no me gusta interrumpir tus devaneos, pero cuanto antes terminemos con este asunto, será mejor para todos.
– Oh, sin duda… sin duda -respondió-. Pero por mi parte será mucho mejor que lo dejemos para mañana.
Solté un bufido.
– La verdad, Elias…, entiendo que necesites satisfacer tus placeres, pero debes comprender que ahora has de dejar a un lado estas necesidades. Debemos actuar esta noche. Cobb vendrá mañana a plantearme nuevas exigencias, dalo por descontado, y ya he tenido que decirle mucho más de lo que querría. Hemos de ver qué podemos averiguar acerca de Absalom Pepper y de ese tal Teaser, amigo suyo…
– ¡Chist! -me espetó casi como un ladrido-. No debes hablar de eso aquí. Ya sé de quiénes me hablas. De acuerdo. Weaver… Si tanto te urge, ve a esperarme a la vuelta de la esquina, en La Cadena Herrumbrosa. Dentro de media hora estaré allí.
Resoplé una vez más. Me constaba que las medias horas de Elias, cuando se trataba de librarse de un amorío, podían durar un par de horas o más. No era un irresponsable, por supuesto, pero tenía cierta tendencia a ser olvidadizo.
Elias y yo llevábamos años siendo amigos y conocía perfectamente su modo de ser. Jamás subiría a una furcia a su habitación, por temor a ofender a la señora Henry (quien, con el tiempo, había llegado a sorprenderse cada vez menos por el comportamiento de mi amigo), pero ni él ni yo llevaríamos a nuestras habitaciones a una mujer de cualquier condición que fuese que pudiera sentirse a disgusto allí arriba o parecerle comprometedora la divulgación de su aventura. Lo que significaba que en aquella cama tenía que encontrarse ahora una actriz o la camarera de una taberna, o la hija de un comerciante…, una mujer, en suma, de cierta posición para que Elias pudiera pasear con ella por la calle sin atraer la rechifla de los viandantes, pero no de una condición tan alta como para que se negara a ser vista caminando con él.