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Yo me detuve indeciso entre el peligro y mi deber. Elias no sufrió un conflicto así, pues ya se había ido, se había mezclado con la multitud y se encaminaba a la salida más próxima.

– ¡Señor Baghat! -grité-. ¿Os encontráis ileso?

– Hasta ahora -me respondió-. Si veis un camino despejado, salid por él. Yo no puedo seguiros por ahí. Mi compañero y yo tendremos que intentarlo por la ventana.

– Id con cuidado… -empecé.

– Lo mismo os digo -gritó-. Salid ahora y hablaremos después.

No cabía discutir un consejo tan oportuno. Me abrí paso, pues, entre la masa de cuerpos que luchaban ahora por salir de la taberna. Se escuchaban gritos, lamentos, el crepitar de la madera y el sonido de la loza al quebrarse. Un espeso humo llenaba las habitaciones ahora, cegando mis ojos e impidiéndome escoger el mejor camino: tuve que confiar en que la gente que estaba delante de mí tuviera el instinto animal de la seguridad, que nos guiaría a través de aquel infierno. Era terrible tener que fiarse así de aquellos extraños, pero no veía que tuviera más elección y por eso me moví hacia delante, agachando la cabeza para resguardarla del humo y encorvando los hombros para evitar las llamas.

Al final conseguiremos salir del edificio. Los alguaciles estaban ya en acción, así como los vecinos que habían acudido a combatir el fuego, y se pasaban cubo tras cubo de agua para lanzarla contra el edificio. Entre mi temor y mi alivio, observé que trataban de controlar la situación lo mejor que podían. No había ninguna esperanza de salvar la taberna -estaba ya prácticamente reducida a cenizas-, pero los edificios próximos aún podían salvarse del fuego. Tuvimos suerte con el tiempo, porque la lluvia había estado arreciando desde el momento en que entramos allí, y a nuestro alrededor, entre los gritos de terror y el crepitar de la madera, se oía el chisporroteo del agua al enfrentarse al avance de las llamas.

Me pregunté un instante si quienquiera que hubiese intentado matarnos con las llamas no habría discurrido un medio diferente de no ser por la lluvia. Incluso a un hombre capaz de asesinar sin remordimientos podría parecerle difícil quemar alegremente media ciudad. Pero el tiempo no había dado respiro, porque podía ver ya media docena de personas, por lo menos, con grandes quemaduras: yacían sobre la tierra, pidiendo socorro a gritos.

Fue intentando dárselo como encontré a Elias. Puede que no tuviera un corazón de león, pero ahora que el peligro había pasado, no vacilaba en prestar sus cuidados a quienes lo necesitaban. Estaba arrodillado junto a un muchacho, poco más que un niño, en realidad, que tenía graves quemaduras en los brazos.

– Tomad un poco de esa nieve -le gritó a una mujer que se hallaba allí cerca; «una de las camareras de la taberna», pensé-. Presionadla sobre su brazo y no dejéis que se la quite durante un cuarto de hora por lo menos.

Mientras él se alejaba de este herido para ver al siguiente y que necesitara más sus servicios -muy limitados, como mi amigo sería el primero en reconocer, porque las quemaduras provocaban heridas terribles- se quedó de repente abatido, señalando hacia el edificio.

Vi enseguida lo que él había visto, aunque no hubiera do verlo nunca: saliendo de las llamas tambaleándose, como un hombre que emerge de su propia tumba, avanzaba Aadil. Tenía las ropas y la piel abrasadas, y las calzas consumidas completamente por el fuego. Unas horribles manchas rojas cubrían sus piernas, y su rostro era una masa de hollín más oscura aun que su piel, Pero lo que más me impresionó fue ver la sangre. Tenía ensangrentados los brazos y las piernas, pero principalmente el pecho, del que salía la sangre a borbotones. Elias y yo corrimos hacia el y logramos agarrarlo en el momento en que se derrumbaba. Necesitamos juntar nuestras fuerzas para evitar que cayera al suelo. Una vez conseguimos tenderlo en él, Elias le desgarró la camisa

– Le han disparado -dijo-. Y desde muy cerca, a juzgar por las quemaduras de pólvora en sus ropas.

– ¿Qué puedes hacer?

No respondió nada y desvió la vista. Comprendí que no tenía nada que decir.

– Teaser está muerto -dijo Aadil con voz entrecortada.

– Ahorrad vuestras fuerzas -le aconsejó Elias.

Pero él dejó escapar una ronca y breve carcajada.

– ¿Para qué? Voy al paraíso y no tengo miedo a la muerte, así que no os molestéis en consolarme. -Hizo una pausa para poder expectorar una mucosidad sanguinolenta.

– Habéis hecho todo cuanto pudisteis -dije-. ¿Quién os disparó, señor Baghat? ¿Pudisteis verlo?

– Intenté salvarlo, pero no puede llegar hasta él a tiempo.

– ¿Quién os disparó, señor Baghat? -repetí-. Decidme quién os hizo esto, para que pueda vengaros.

El apartó la vista y cerró los ojos. Pensé que había muerto, pero, en realidad, aún quería decir otra cosa. La dijo:

– Socorro. Celia Glade.

Y, tras decir estas palabras, exhaló su último suspiro.

27

No queríamos ser irrespetuosos con nuestro recién hallado y repentinamente perdido socio, pero Elias y yo comprendimos que debíamos evitar llamar la atención sobre nosotros y ciertamente no queríamos dar con cualesquiera alguaciles que decidieran presentarse. Sabía demasiado bien que una comparecencia ante un juez, no importa cuál fuera el grado de culpabilidad o inocencia de uno, podía llevar fácilmente a una larga estancia en prisión, y no estaba de humor para intentar justificarme ni ante la más mítica de las criaturas: un magistrado honesto.

Reacios a afrontar el caos de una nueva travesía en barca, buscamos un carruaje que nos pudiera conducir a través del puente. Elias se retorcía nerviosamente las manos y se mordía el labio, pero yo podía notar que tenía controladas sus emociones y se comportaba con filosofía. Es muy duro, incluso para alguien como yo que ha elegido una vida a menudo plagada de violencia, ver morir a un hombre ante los propios ojos, o haber estado en la misma habitación con otro y saber que, momentos después, ha perecido abrasado. Como cirujano, Elias se había visto a menudo enfrentado a las heridas, y con frecuencia tenía que infligirlas él mismo, pero eso nada tiene que ver con ser testigo de la violencia causada a un inocente, que a él se le hacía intolerable presenciar.

– ¿Qué habrá querido decir? -preguntó finalmente-. Sus últimas palabras acerca de la señorita Glade…

El descubrimiento de la entrevista de Elias con ella se me hacía ahora algo lejanísimo, como si hubiera pasado de aquello toda una vida; no me quedaban energías para pensar ahora en eso. A la luz de todo cuanto había ocurrido, aquella traición había sido insignificante, y como tal me proponía tratarla.

– Podrían ser dos cosas -dije-: que debemos acudir a socorrerla o que tenemos que protegernos de ella.

En la oscuridad del interior del carruaje, pude ver que asentía metódicamente:

– ¿Y cuál de ellas piensas tú que es?

– No sé nada, pero tenemos que ver al señor Franco inmediatamente. Tengo que averiguar qué es lo que sabe de ese hombre, Teaser, y del invento de Pepper.

– Se suponía que era tu amigo -dijo Elias-. ¿Puede ser que esté al servicio de la Compañía?

– No lo creo -respondió. Me parece más probable que haya hecho algunas inversiones en esa máquina y que esta sea la razón de que aparezca metido en esta locura. Si hay alguna forma de conseguir los planos de ese artilugio para tejer el algodón, tendremos que llevárselos a Ellershaw, y debemos hacerlo antes de mañana a mediodía.

– ¡Cómo! -exclamó Elias-. ¿Por qué? ¿Dárselos a la Compañía? ¿Aún no te has dado cuenta de lo monstruosa que es?

– Claro que me doy cuenta, pero todas estas compañías han nacido para convertirse en monstruos. No podemos pedirles que no sean lo que son. Ellershaw dijo en una ocasión que el gobierno no es la solución a los problemas de la empresa: es el mismísimo problema de la empresa. Se equivocaba en eso. La Compañía es un monstruo, y le corresponde al Parlamento decidir el tamaño y la forma de su jaula. No me enfrentaré a los hombres de la Compañía por el hecho de que busquen su beneficio y por eso no veo gran daño ni en ocultar esos planos a Ellershaw ni en descubrírselos.