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Hasta con el proyecto de una nueva sociedad china en cada bolsillo, no pensaba más que en París. Volver a Francia lo bastante rico para comprar la agencia Havas o tratar con ella; reanudar el juego político, y, una vez llegado prudentemente al ministerio, jugarse la unión del ministerio y de una opinión pública comprada contra el Parlamento. Allí estaba el poder. Pero ahora ya no se trataba de tales sueños: la proliferación de sus empresas indochinas había embargado por completo al grupo Ferral en la penetración comercial de la cuenca del Yang-Tsé; Chiang Kaishek marchaba sobre Shanghai con el ejército revolucionario; la multitud, cada vez más densa, se aglomeraba a sus puertas. No había ni una de las sociedades poseídas o intervenidas en China por el Consorcio Francoasiático que no fuera afectada; las de construcciones navales, en Hong-Kong, por la inseguridad de la navegación; todas las demás -trabajos públicos, construcciones, electricidad, seguros y bancos-, por la guerra y por la amenaza comunista. Lo que importaban se quedaba en sus almacenes de Hong-Kong o de Shanghai; lo que exportaban, en los de Han-Kow y, a veces, en el muelle.

El auto se detuvo. El silencio -la multitud china es, de ordinario, una de las más ruidosas- anunciaba como un fin del mundo. Un cañonazo. ¿El ejército revolucionario, tan cerca? No; era el cañón de las doce. La multitud se apartó; el auto no arrancó. Ferral agarró el tubo acústico. No obtuvo respuesta: ya no tenía chófer ni ayudante.

Permanecía inmóvil, estupefacto, en aquel auto inmóvil, que la multitud rodeaba pesadamente. El tendero más próximo salió, con un enorme postigo sobre los hombros; se volvió, y faltó poco para que rompiese el cristal del auto: cerraba su almacén. A la derecha, a la izquierda y al frente, otros tenderos, otros artesanos salieron con un postigo cubierto de caracteres sobre los hombros: la huelga general comenzaba.

Aquello no era ya la huelga de Hong-Kong, puesta en marcha lentamente, épica y lúgubre: era una maniobra del ejército. A una distancia tan grande como su vista podía alcanzar, no quedaba ya ni un solo almacén abierto. Había que marcharse cuanto antes; se apeó y llamó a un pousse. El coolie no le respondió; corría a grandes zancadas hacia su coche de alquiler, tan solo, a la sazón, sobre la calzada, como el auto abandonado: la multitud iba a refluir hacia las aceras. «Temen a las ametralladoras», pensó Ferral. Los niños, dejando de jugar, huían por entre las piernas de la gente, a través de la actividad pululante de las aceras. Silencio, lleno de vidas, a la vez lejanas y muy próximas, como el de un bosque saturado de insectos; la llamada de un crucero ascendió, se perdió después. Ferral caminaba hacia su casa tan de prisa como podía con las manos en los bolsillos y los hombros y el mentón echados hacia adelante. Dos sirenas reanudaron juntas, una octava más alto, el grito de la que acababa de extinguirse, como si un animal enorme, envuelto en aquel silencio, hubiese anunciado así su proximidad. La ciudad entera estaba en acecho.

Una de la tarde

– Menos cinco -dijo Chen.

Los hombres de su grupo esperaban. Eran todos obreros de las hilanderías, vestidos de azul. Él llevaba su traje. Todos afeitados, todos delgados, todos vigorosos: antes de Chen, la muerte había hecho su selección. Dos tenían sus fusiles bajo el brazo, con el cañón hacia el suelo. Siete llevaban revólveres de los del Shang-Tung; uno, una granada; algunos otros las ocultaban en los bolsillos. Unos treinta llevaban cuchillos, mazas y bayonetas; ocho o diez, sin arma alguna, permanecían agachados junto a un montón de trapos, de latas de petróleo y de rollos de alambre. Un adolescente examinaba, como si fuesen granos, grandes clavos de ancha cabeza que extraía de un saco. «Seguramente, más grandes que los de las herraduras de los caballos…» La corte de los Milagros, pero bajo el uniforme del odio y de la decisión.

No era de los suyos. A pesar del asesinato; a pesar de; su presencia. Si moría aquel día moriría solo. Para ellos, todo era sencillo: iban a la conquista de su pan y de su dignidad. Para él… Salvo de su dolor y de su combate común, no sabía siquiera hablarles. Por lo menos, sabía que el más fuerte de los lazos es el combate. Y el combate estaba allí.

Se levantaron con los sacos sobre la espalda, las latas en las manos y el alambre debajo del brazo. No llovía aún; la tristeza de aquella calle vacía, que un perro atravesó en dos saltos, como si algún instinto le previniera lo que se preparaba, era tan profunda como el silencio. Cinco tiros de fusil sonaron en una calle próxima: tres a un tiempo; luego otro, y otro más. «Esto comienza», dijo Chen. Se estableció el silencio, pero parecía que ya no fuese el mismo. Lo llenó un ruido de pisadas de caballos, precipitado, cada vez más próximo. Y como, después de un trueno prolongado, sobreviene el desgarramiento vertical del rayo, siempre sin que viesen nada, un tumulto llenó de golpe la calle, producido por gritos entremezclados, disparos de fusil, relinchos furiosos, caídas; luego, mientras los clamores producidos se ahogaban pesadamente bajo el indestructible silencio, ascendió el grito de un perro, que aulló, recortadamente, a la muerte: un hombre degollado.

A todo correr, ganaron en algunos minutos una calle más importante. Todos los almacenes estaban cerrados. En el suelo, tres cuerpos; arriba, acribillado de hilos telegráficos, el cielo inquieto, por el que atravesaban negros humos; al final de la calle, unos veinte jinetes (había muy poca caballería en Shanghai) se revolvían, vacilantes, sin ver a los insurgentes, adosados al muro con sus instrumentos, con la mirada fija en el movimiento vacilante de los caballos. Chen no podía pensar en atacarlos; sus hombres estaban demasiado mal armados. Los jinetes se volvieron hacia la derecha y ellos llegaron, por fin, al puesto; los centinelas penetraron tranquilamente detrás de Chen.