Chen, que era el único que había penetrado en el puesto, expuso la situación al jefe del equipo de socorro. Era un antiguo cadete de Whampoo; a su equipo de jóvenes burgueses, Chen hubiera preferido uno de los grupos de Katow. Si, ante aquellos compañeros, muertos en medio de la calle, con las rodillas en el vientre, no llegaba a unirse totalmente a sus hombres, sabía que, en todo tiempo, odiaba a la burguesía china; el proletariado era, al menos, la forma de su esperanza.
El oficial conocía su oficio. «No se puede disparar desde el camión -dijo-; ni siquiera tiene techo. Basta con que arrojen dentro una granada para que todo salte; pero también traigo granadas.» Los hombres de Chen que las llevaban estaban en el cuerpo de guardia -¿muertos?- y los del segundo grupo no habían podido procurárselas.
– Probemos por arriba.
– De acuerdo -dijo Chen.
El oficial le miró con irritación: no le había pedido su opinión; pero no dijo nada.
Ambos -el militar, a pesar de su traje civil, con los cabellos hirsutos, su bigote recortado y su blusa ajustada por el cinturón del revólver, y Chen, rechoncho y cárdeno- examinaron el puesto. A la derecha de la puerta, el humo de las llamas, que se aproximaban a los cuerpos de sus camaradas heridos, salía con una regularidad mecánica ordenada, como los gritos que su constancia habría hecho pueriles, sin su sonido atroz. A la izquierda, nada. Las ventanas del primer piso habían volado. De vez en cuando, unos asaltantes disparaban aún sobre una de las ventanas y algunos escombros iban a engrosar sobre la acera una elevada polvareda de cascote, de astillas, de molduras, en la que brillaban los trozos de vidrio, a pesar de que el día estaba oscuro. El puesto no disparaba ya más que cuando alguno de los insurrectos abandonaba su escondite.
– ¿Dónde están las otras secciones? -preguntó, de nuevo Chen.
– Casi todos los puestos están tomados. El principal, por sorpresa, a la una y media. Allí hemos cogido ochocientos fusiles. Ya podemos enviar refuerzos contra los que se resisten: ustedes forman el tercer equipo a quienes socorremos. Ellos no reciben ya refuerzos; nosotros estamos bloqueando ahora los cuarteles, la estación del Sur, el arsenal. Pero es preciso acabar con esto: necesitamos el mayor número de hombres posible para el asalto. Y quedará el tren blindado.
La idea de los doscientos grupos que operasen como el suyo exaltaba y turbaba a la vez a Chen. A pesar del tiroteo, que el viento blando traía desde toda la ciudad, la violencia le daba la sensación de una acción solitaria.
Un hombre sacó del camión una bicicleta y partió. Chen le reconoció en el momento en que saltaba sobre el sillín: Ma, uno de los principales agitadores. Tipógrafo, había consagrado toda su vida, desde hacía doce años, a crear en todas partes uniones de obreros impresores, con la esperanza de agrupar a todos los tipógrafos chinos; después de perseguido, condenado a muerte y evadido, continuaba organizando. Unos gritos de júbilo: al mismo tiempo que Chen, los hombres lo habían reconocido y le aclamaban. Él los miró. El mundo que preparaban juntos le condenaba a él, a Chen, tanto como el de sus enemigos. ¿Qué haría él en la fábrica futura, emboscado tras de sus trajes azules?
El oficial distribuyó granadas, y diez hombres se fueron por los tejados para tomar posiciones sobre el del puesto. Se trataba de emplear contra los policías su propia táctica, de hacer entrar los explosivos por las ventanas: éstas daban a la calle, pero no al tejado, y una sola estaba protegida por un cobertizo. Los insurrectos avanzaron de tejado en tejado, menudos sobre el cielo. El puesto no modificaba su tiro. Como si sólo los moribundos hubieran adivinado aquella proximidad, los gritos cambiaron de pronto y se convirtieron en gemidos. Apenas se los oía. Ahora eran gritos ahogados, casi mudos. Las siluetas llegaban al caballete del tejado inclinado del puesto y fueron descendiendo poco a poco; Chen los vio con más dificultad en cuanto dejaron de recortarse sobre el cielo. Un aullido gutural, como de una mujer que da a luz, atravesó los gemidos, que se reanudaron, como un eco, y luego se detuvieron. A pesar del ruido, la ausencia súbita de los gritos dio la impresión de un feroz silencio: ¿habían alcanzado las llamas a los heridos? Chen y el oficial se miraron, cerraron los ojos para escuchar mejor. Nada. Cada uno, al volver a abrir los ojos, se encontró de nuevo con la mirada silente del otro.
Uno de los hombres, agarrado a la cornisa del tejado, adelantó el brazo libre por encima de la calle y arrojó su granada hacia la ventana del primer piso, sobre la cual se hallaba: demasiado baja. Estalló sobre la acera. Arrojó una segunda: ésta penetró en la habitación donde se encontraban los heridos. Salieron unos gritos por la ventana; no ya los gritos de antes, sino un aullido entrecortado por la muerte, por el sobresalto de un sufrimiento aún no agotado.
El hombre arrojó su tercera granada y se equivocó, otra vez, de ventana.
Era uno de los hombres conducidos por el camión. Se hallaba hábilmente echado hacia atrás, por temor a las explosiones. Se inclinó de nuevo, con el brazo levantado, terminado por una cuarta granada. Detrás de él, uno de los hombres de Chen descendía. No se abatió el brazo: todo el cuerpo quedó destrozado como por una enorme bala de cañón.
Una explosión intensa resonó sobre la acera; a pesar del humo, una mancha de sangre de un metro apareció sobre el muro. El humo se apartó: el muro estaba constelado de sangre y de carne. El segundo insurrecto, por falta de apoyo y deslizándose con todo su peso a lo largo del tejado, había arrancado al primero. Ambos habían caído sobre sus propias granadas, cuyas alegras habían desprendido.
Por el otro lado del tejado, a la derecha, unos hombres de los dos grupos burgueses kuomintang y obreros comunistas llegaban con prudencia. Ante la caída, se habían detenido: ahora comenzaban a descender de nuevo. La represión de febrero había sido hecha mediante demasiadas torturas para que en la insurrección faltasen hombres resueltos. Por la derecha, otros hombres se aproximaban. -¡Haced la cadena! -gritó Chen, desde abajo. Muy cerca del puesto, unos insurrectos repitieron el grito. Los hombres se dieron unos a otros las manos, rodeando fuertemente, el más alto, con su brazo izquierdo, un sólido ornamento del tejado. Se reanudó el lanzamiento de las granadas. Los sitiados no podían responder.
En cinco minutos, entraron tres granadas por las dos ventanas a las que se había apuntado; otra hizo que saltase el cobertizo. Sólo la del centro no era alcanzada. «¡La del medio!», gritó el cadete. Chen lo miró. Aquel hombre experimentaba en el mando el júbilo de un deporte perfecto. Apenas se protegía. Era valiente, sin duda alguna; pero no se hallaba compenetrado con sus hombres. Chen estaba compenetrado con los suyos, aunque no lo bastante.
No lo bastante.
Abandonó al cadete y atravesó la calle, hasta ponerse fuera del radio de acción de los sitiados. Subió al tejado. El hombre que se agarraba al saliente se debilitaba: lo sustituyó. Con su brazo herido replegado sobre aquel adorno de cemento y de yeso, sosteniendo con su mano derecha la del primer hombre de la cadena, no escapaba a su soledad. El peso de tres hombres que se deslizaban quedaba suspendido de su brazo y pasaba a través de su pecho, como una barra. Las granadas estallaban en el interior del puesto, que ya no disparaba. «Estamos protegidos por el desván -pensó-; pero no por mucho tiempo. El tejado saltará.» A pesar de la intimidad con la muerte; a pesar de aquel peso fraternal que le descuartizaba, no era de los suyos. «¿Acaso la misma sangre es vana?»